martes, 2 de agosto de 2016

EN GUAGUA

hola ciro,
excelente tema, como todos los domingos.
el éxito del sistema de ómnibus de transporte público en cuba antes de 1959 se debía a que era privado. los choferes y conductores en un gran porciento eran los dueños del vehículo. este era el caso de la COA y sus ómnibus de la general motors donde mi tio y mi padre tenían un ómnibus cada uno en las rutas 19 y 20 respectivamente. había personas que tenían ómnibus y contrataban los choferes por salario/comisión.
también tuvimos "las enfermeras" que eran ómnibus fabricados por la Leyland y que fueron utilizados como transporte en la segunda guerra mundial. estos estaban agrupados bajo los Omnibus Aliados, y como eran blancos y con una franja azul les llamaban las "enfermeras". estuvieron rodando hasta entrados los 70. 
el transporte público estatal después de 1959 fue bueno hasta principio de los 70 por lo que aguantaron los ómnibus ex-de la COA y los OA, que recibieron la ayuda de una flotilla de vehículos Leyland que llegaron a cuba. los ómnibus checos y húngaros por no estar tropicalizados fueron un total fracaso. después cuando empezaron a faltar los respuestos inventaron aquellas guaguitas que les pusieron por marca Girón que eran un camión soviétio al que le quitaban la cama de carga y le adaptaban un carapacho y unos asientos de plástico que cuando se calentaban con el sol eran idóneos para introducir hemorroides. 
antes de esto en los 60 tuvimos los nunca olvidados taxis con ruta TP (transportes populares), que eran los autos que dejaron las personas que se fueron de cuba y los pintaron de color marrón y todos eran manejados por mujeres a las que apodaron "las paragueras" porque acabaron con los carros. eran mujeres humildes que enseñaron a "manejar" y las soltaron para la calle. después salieron los "cajones", que eran unos camioncitos pequeños que les adpataron en la cama un techo y unos bancos para transportar pasajeros. 
ayer escribí algo parecido en el periódico, muy profesional de mi parte, pero no pasé la censura.
saludos,
luciano

On Sunday, July 31, 2016 10:40 PM, Ciro Bianchi Ross <cirobianchiross@gmail.com> wrote:


En guagua
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Ciro Bianchi Ross • digital@juventudrebelde.cu
30 de Julio del 2016 21:30:10 CDT

Desconoce el escribidor —y lo dice sin ánimo de crítica— cómo se
estructura el sistema de transporte público capitalino en la
actualidad. El paradero de la Víbora, que toda la vida fue una
terminal de ómnibus —y antes de tranvías— y un punto de referencia en
la ciudad, es ahora una base de taxis.
Para sustituir el de la Víbora se construyó en Santa Amalia otro
paradero, que solo lo suple en parte, porque la ruta 37 pertenece
ahora al paradero de Lawton, al igual que la 15 y el P10, que es lo
que fue la ruta 100. Esta guarda sus carros en Santa Amalia, pero debe
hacer «piquera» en plena calle, en Patrocinio entre 10 de Octubre y
Párraga, frente por frente a lo que siempre fue su terminal.
Tampoco existe ya el paradero de Mantilla, que tanta vida dio a esa
localidad, y, por tanto tampoco existe la Ruta 4, tradicionalmente, en
tiempos pasados, una de las líneas de mejor servicio en La Habana.
Las guaguas, muchas de ellas al menos, tienen hoy un recorrido que
nadie hubiera concebido hace unos años. La ruta 27, por ejemplo,
pertenece ahora al paradero de Palatino, al igual, creo, que la 20,
que siempre fue de La Puntilla. La 54, que siempre bajó por San Rafael
en su recorrido hacia Centro Habana, sube y baja ahora por Zanja y en
lugar de concluirlo en las inmediaciones del hotel Plaza —hubo tiempos
en que llegaba a la Plaza de Armas— lo finaliza en el Parque del
Curita, con lo que el viajero está y no está en La Habana. La cosa se
pone fea cuando el pasajero llega a la Plaza de la Fraternidad con
intenciones de adentrarse en La Habana Vieja. Hace poco tiempo bastaba
con caminar por Monte hasta Cárdenas. Allí, frente a la tienda La
Sortija, paraban la 15, la 16, la 18 y la 27, todas útiles si se
deseaba llegar a la Avenida del Puerto. Cierto que todas ellas tenían
—y tienen— una frecuencia como para sacar del paso al más pinto de la
paloma, pero como eran cuatro, si no venía una, se agarraba la otra.
Había un escape.
Alguien que, de seguro, no monta guagua, hizo un brillante aporte. Las
cuatro rutas siguen vigentes y mantienen su recorrido hasta la Avenida
del Puerto, pero ya ninguna hace parada en La Sortija. Cada una de
ellas toma, al llegar a la Fraternidad, un camino distinto, con
paradas distantes entre sí. Entonces el viajero, que luego de
descender de un P8 espera la 16, ve, consternado y rabioso, cómo se va
a lo lejos la 15 o la 27 o se indigna cuando la 18 tuerce por una
bocacalle a cuatro metros de sus narices. Entonces el sujeto,
resignado a su 16, echa raíces en la parada o se aventura en un
bicitaxi, que es como ponerse en las manos de Dios.
Si los primeros taxistas o boteros aparecieron en La Habana en 1836, y
circularon guaguas a partir de 1840, el bicitaxi es un vehículo sin
antecedente conocido. Sus conductores no se rompen demasiado la
cabeza. Siempre están disponibles; ninguno se niega a un servicio.
Para la mayoría de ellos apenas existen las obligaciones del tránsito,
pero llevan sus finanzas con una claridad ejemplar. No fallan. Tienen
siempre la respuesta exacta a las inquietudes del cliente. Pregunta
este: ¿Cuánto es la carrera hasta Cuba y Obispo? Contesta el
bicitaxista: Un peso. ¿Y hasta el Museo del Ron? Un peso. Dice un
peso, como perdonándote la vida, pero en realidad son 25 pesos, es
decir, un CUC.

Subida y bajada
Cuando el ómnibus sale del paradero va en subida, y en bajada cuando
rinde viaje y vuelve a su punto de partida. La subida del P 10 termina
en el Club Náutico, que es donde empieza su bajada. El P8 termina de
subir en la Villa Panamericana. La ruta 24 —Lawton– Avenida del
Puerto— hacía un viaje redondo, sin transición entre la subida y la
bajada. Salía del paradero de 16 y B y tomaba 16, Concepción, 10 de
Octubre, Pocito, Reyes. Calzada de Luyanó, Fábrica, Elevados, Terminal
de Trenes, Egido. Monserrate, Chacón, Avenida del Puerto y bajaba por
donde mismo había subido.
Lo mismo sucedía con la ruta 1 —Fortuna-Avenida del Puerto—. A
diferencia de la 24, existe todavía, pero con un recorrido que poco
tiene que ver con su itinerario tradicional. Rinde viaje, creo, en el
Hospital Miguel Henríquez. Tuvo el escribidor la posibilidad de hacer
en ella uno de los últimos viajes que hizo ese ómnibus desde el
puerto. Vino vacío, con asientos de sobra, hasta más acá de la Víbora,
y así siguió imagino que hasta el final. La gente, aglomerada en las
paradas, veía aquella guagua fantasma y la dejaba ir. No atinaba a
reaccionar.
Y es que para andar en ómnibus en La Habana de hoy no basta con haber
nacido y crecido en esta ciudad —y el escribidor es habanero de cuarta
generación. Tiene uno que gustar de la aventura y tener cierta dosis
de adivino.
Ómnibus que toda la vida pasaron por un lugar, ya no existen o tienen
otro recorrido establecido, sin contar los desvíos ocasionales en una
ciudad donde cualquiera se siente con derecho a cerrar una calle.
Véase, si no, la ruta 174. Hubo una época en que al llegar a G y 23,
doblaba hacia el cementerio y si desde la intersección mencionada se
quería buscar el Malecón, había que hacerlo a pie. Pero desde que el
escribidor tiene uso de razón —y hace unos cuantos años de eso— la 174
y antes la 74 transitó por G en subida y en bajada. Desde hace un
tiempo, se le ve pasar en subida por L, y cumplido su itinerario baja
por una maraña de calles que no alcanzo a precisar.
Pocas rutas como esa han variado tanto en verdad el punto donde
termina su subida y empieza su bajada. El lugar más remoto que me
viene a la mente es G y Quinta, al costado del Ministerio de
Relaciones Exteriores. Con el tiempo pasó a la acera contraria, frente
al desaparecido hotel Azul —más bien una casa de huéspedes—. Luego, en
la misma acera estuvo bajando o subiendo. Tampoco permanecería en ese
sitio. Pasó más tarde al parquecito del patronato de la Comunidad
Hebrea y de ahí a la esquina de Línea y C.

El último paradero
Muchas de las guaguas que iban al Vedado, rendían viaje en el
cementerio. Lo hacía no solo la 74, también la 2 y la 10, que ya no
existen, y la 23, que tiene un recorrido hoy inimaginable.
El conductor, que no era el que conducía el ómnibus, sino el que
cobraba el pasaje y estaba atento a la subida y a la bajada del
pasajero, iba anunciando las paradas, sobre todo las más importantes.
¡Ayuntamiento! ¡San Lázaro! ¡Espada! ¡23! ¡Cementerio! A la de 23 y 12
se le llamaba «el último paradero» por su proximidad con la
Necrópolis. No era raro que entonces el conductor anunciara: «¡La
ciudad que progresa!». Importantes eran también las paradas de Toyo,
Tejas, Galiano y Trocadero, Diez de Octubre entre Estrada Palma y Luis
Estévez. La Palma… Las guaguas por lo general paraban en todas las
esquinas, a una señal del conductor cuando percibía que algún pasajero
quería apearse o en respuesta a la demanda del que la quería montar.
En la segunda mitad de la década de 1960 aparecieron los expresos.
Eran los mismos ómnibus de siempre, identificados ahora por tres
dígitos. La 174, por ejemplo, coexistía con la 74, y el costo del
pasaje era el mismo en ambas, pero mientras que la 74 interrumpía su
trayecto en G y 25, luego de haber dado una vuelta por detrás del
Ministerio de Transporte, la otra, sin salirse de Boyeros, hacía su
recorrido hasta G y Quinta, en un tiempo menor, pues paraba cada diez
cuadras, mientras que la otra lo hacía cada cinco.
Las paradas entonces se hicieron obligatorias, hubiera o no pasajeros
que descendieran o que quisieran subir. Fue por esa época cuando el
precio del pasaje bajó de ocho a cinco centavos y desaparecieron las
transferencias. También desapareció el conductor, que fue sustituido
por la alcancía, un artilugio que algunos pasajeros burlaban
alevosamente.
El conductor, mientras existió, entregaba al pasajero un comprobante
por su pago y accionaba una manecilla para que ese pago quedara
registrado en un contador. El pasajero conservaba su comprobante
mientras estuviese a bordo del ómnibus, porque debía mostrarlo al
inspector, que subía esporádicamente al vehículo, si se lo solicitaba.
Le hacía entonces el inspector una pequeña marca con un lápiz y
devolvía el comprobante al viajero. Cotejaba además los comprobantes
entregados por el conductor con la cantidad registrada en el reloj:
tenían que coincidir. También el inspector, sin subir al ómnibus,
chequeaba la hora en que el vehículo llegaba a determinada parada,
pues el chofer debía hacer el recorrido dentro de un horario estricto.
¡Ah!, el conductor siempre tenía menudo para el cambio. El pasajero
pagaba, digamos, con un realito y el hombre le devolvía los dos
centavos.
Mientras el precio del pasaje se mantuvo en ocho centavos, existió la
transferencia. Si el pasajero debía proseguir viaje, porque la guagua
que había tomado no llegaba adonde él lo necesitaba, pedía una
transferencia que, por dos centavos adicionales, le permitía seguir su
recorrido en un ómnibus de la misma empresa. El comprobante de la
transferencia era más largo que el del pasaje y el conductor antes de
entregarlo, con un ponchador, le marcaba la hora y el lugar donde el
pasajero haría el cambio de ómnibus.
Había mucha vida en torno a los paraderos. En las inmediaciones del de
la Víbora se hallaban las cafeterías El Asia y El Recreo, los cafés
Central y La Conferencia, el Gran Cinema, la clínica Lourdes, la
librería La Polilla, la farmacia San Ramón, uno de los
establecimientos de las Cadenas Brito y otras tiendas de confecciones
textiles, guaraperas, expendios de ostiones, etc.
Lo mismo sucedía en los alrededores de las paradas con gran afluencia
de público, como la de Diez de Octubre entre Estrada Palma y Luis
Estévez. Allí estaban los cafés Récords con vidriera de apuntaciones
incluida, León y Los Castellanos, la cafetería Noche y Día, la tienda
La Campana y otro establecimiento de las cadenas Brito, llamado
después Tejidos Brimart —Brito-Martínez—, la tintorería Barros, el
cine y la florería Tosca, una gran barbería, una mueblería y la
panadería La Marina, sin contar la venta en los portales como el
puesto de Josefina Siré, con fritas que podían considerarse, junto a
las de Sebastián Carro, entre las mejores de la ciudad.
La panadería de la Esquina de Tejas, anunciaba: «Pan caliente cada 15
minutos». Pero la más famosa panadería, o una de las más famosas, era
la de Toyo. Aunque está emplazada en un edificio moderno, es lo más
antiguo de la zona. Se inauguró en 1832. En los años 40 había en Toyo
una fonda famosa por su caldo gallego.

Guaguas de palo
Faltaría hablar de las guaguas de palo, aquellos ómnibus de madera,
con las puertas permanentemente abiertas porque no había cómo
cerrarlas y que tenían el motor dentro de la propia cabina, a la
derecha del chofer. Y del carro de la confronta, que circulaba entre
las 12 de la noche —o un poco antes— y las 4:50 de la mañana, cuando
salía el primer carro de línea. Faltaría aludir a personajes que
subían al ómnibus sin ser precisamente pasajeros: billeteros,
vendedores ambulantes de los productos más variados, voceadores de
periódicos, limosneros. No faltaba el que, acompañado de su guitarra,
entonaba, con el consentimiento tácito del conductor, una canción y,
al finalizarla, recorría el vehículo hasta el fondo y a la voz de
«Ayude al artista cubano» pasaba el sombrero a fin de que los
pasajeros lo recompensaran con alguna moneda.
Era la época. Hoy la música grabada se ha adueñado, a altos volúmenes,
de muchas guaguas, guste o no al viajero, y no es raro que en los
interiores del vehículo luzcan garabateados los nombres de algunos
pasajeros que quisieron perpetuarse, ni que el ómnibus detenga su
marcha 40 o 50 metros antes o después de la parada establecida. El
pasajero protesta, pero acaba resignándose.











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Ciro Bianchi Ross

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