lunes, 28 de marzo de 2016

CAL. EL CALLADO

Cal, el Callado
Ciro Bianchi Ross • digital@juventudrebelde.cu
26 de Marzo del 2016 22:51:24 CDT

A raíz de la aparición en este diario de mi página sobre la visita a
La Habana del presidente norteamericano Calvin Coolidge, se publicó en
un periódico del sur de Florida, y con la firma de Glenn Garvin, un
artículo que aborda otras aristas de la estancia habanera de dicho
mandatario, a quien apodaban, recuerda la nota, «Cal, el Callado» y de
quien se llegó a decir que lucía la expresión de «alguien a quien
destetaron con un pepinillo encurtido».
Garvin da a su nota el título de Fracaso de la diplomacia y triunfo de
la juerga, y así, de entrada, da al lector la idea de por dónde irán
los tiros. Afirma enseguida que aquella visita fue «un festival de
borrachera y libertinaje, contrabando salaz y hasta actos
antinaturales con tartas de Key Lime». Nada de eso reveló la prensa en
su momento. Ese trasfondo salió a relucir 30 años después, cuando el
reportero Beverly Smith hizo sonar la alarma en un artículo publicado
en el Saturday Evening Post. «Un cuento de hadas —escribe Garvin—, con
elementos de pompa, drama, comedia y farsa; de dignidad rígida y
juerga indecorosa; de diplomacia de sombrero de copa con un toque de
alcoholismo».
Precisa Garvin que Coolidge no participó de la depravación general. Si
algunos habaneros creyeron ver al mandatario escurriéndose por las
calles de las zonas de tolerancia de la ciudad, tocado con un sombrero
de copa totalmente fuera de lugar, se equivocaron por completo. Y es
que venía entre los periodistas que lo acompañaron uno que se parecía
mucho al Presidente y se hacía pasar por él. El mismo que, suplantando
al mandatario, recorría los bares de La Habana despertando la
admiración y la simpatía de la clientela, espléndida a la hora de la
convidada y que no escatimaba en pagarle todos los tragos que fuera
capaz de beber. Escribía Smith en su reportaje de 1959: «Sospecho que
todavía hay algunos habaneros viejos que creen que Cal, fuera de su
horario de oficina, era un alegre bebedor».
De cualquier manera la anécdota matizó la estancia habanera del
Presidente norteamericano. Se dice que el presidente Gerardo Machado
invitó a Coolidge y a su esposa a que visitaran una granja avícola
experimental que fomentaba el Gobierno cubano. Cuando la Primera Dama
se acercó a uno de los gallineros, observó asombrada cómo un gallo
«pisaba» frenéticamente a una gallina.
—¿Con qué frecuencia hace eso? —preguntó a uno de los peones.
—Decenas de veces al día —respondió el aludido.
—Pues dígaselo al Presidente cuando pase.
Así lo hizo el peón. Coolidge inquirió entonces si el gallo «pisaba»
siempre a la misma gallina.
—No, es una diferente cada vez —contestó el peón, y el mandatario no
demoró su respuesta:
—Dígale eso a mi esposa.
La anécdota desde luego es apócrifa. La historiadora Amity Shlaes, en
su biografía de Coolidge publicada en 2013, afirma que hizo lo
imposible por hallar elementos que la sustentaran. «No encontré
pruebas de que fuera cierta», concluye.

Un presidente saliente
En aquel lejano ya mes de enero de 1928, cuando vino a Cuba, Coolidge
era «un presidente saliente que intentaba cerrar su estancia en la
Casa Blanca con un logro de política exterior», escribe Glenn Garvin
en su artículo. Añade que trataba de calmar la creciente inconformidad
de los cubanos con las altas tarifas azucareras de EE. UU. que
acababan con la economía de la Isla, y de aplacar las críticas
generalizadas en Latinoamérica a las intervenciones militares
estadounidenses en Nicaragua, Haití y República Dominicana. Fueron
esos sus propósitos al responder de manera afirmativa a la invitación
de Machado para asistir a la Sexta Conferencia Panamericana de La
Habana.
Se dice que se proponía usar la reunión para impulsar su campaña a
favor de un tratado a nivel mundial de renuncia de la guerra como
instrumento de política nacional. El Senado de EE. UU. se había negado
a aprobar la participación del país en la Liga de las Naciones ocho
años antes, pero Coolidge pensó que podría conseguir que fuese
aprobado si se concentraba simplemente en prohibir la guerra sin crear
una burocracia internacional como parte del acuerdo.
En última instancia, fracasó en todo lo que se propuso, afirman
especialistas. Aunque Coolidge prometió al gobernante cubano bajar las
tarifas, eso nunca sucedió —de hecho, un par de años más tarde
subieron los impuestos al azúcar que EE. UU. adquiría en Cuba. Por
otra parte, los esfuerzos por aplacar al resto de América Latina con
respecto a las intervenciones estadounidenses nunca se pusieron en
práctica, porque Coolidge ordenó a sus marines que regresaran a
Nicaragua justo antes de partir rumbo a La Habana.
El tratado de paz a nivel mundial de Coolidge, que acabó siendo
conocido como el Pacto Briand-Kellogg, fue aprobado por más de cinco
docenas de países. Pero eso no impidió a nadie lanzarse de cabeza a la
Segunda Guerra Mundial una década más tarde, lo cual hizo del
mencionado acuerdo el acto de diplomacia más inútil de la historia
universal.
«No estoy segura de cuán convencido estaba él de nada de esto», afirma
Amity Shlaes en la biografía. «Él lo hizo todo con cierta melancolía,
el tipo de cosas que uno hace cuando algo está de acuerdo con sus
principios, pero no encuentra mucho placer en hacerlo. Coolidge no se
sentía bien; pensaba que la presidencia estaba agotándolo, pero en
realidad estaba enfermo del corazón. Y estaba sintiendo la soledad que
rodea a un presidente cuando todo el mundo se da cuenta de que él no
va a seguir siendo presidente por mucho tiempo y empieza a adular al
nuevo».

Recibimiento apoteósico
Ocho buques de la Marina de Guerra norteamericana se hicieron
necesarios para transportar desde Cayo Hueso al Presidente y su
comitiva, de la que formaba parte el famoso aviador Charles Lindbergh,
el primero en atravesar en solitario el océano Atlántico a bordo de su
avión Espíritu de San Luis. Ya frente a La Habana, una pequeña
embarcación lo trajo a la orilla. Doscientas mil personas se
congregaron a lo largo de las calles para aclamarlo en su breve
recorrido desde el puerto hasta el Palacio Presidencial, donde se
alojaría con su esposa y sus principales colaboradores, mientras que
el resto de la comitiva se alojaba en el hotel Sevilla y otros
establecimientos. Hubo una nota simpática en el recibimiento: ocho o
diez muchachas llamativamente vestidas y muy maquilladas lanzaron
rosas al paso del automóvil que conducía al mandatario. Eran las
pupilas de un prostíbulo cercano, portaban una bandera norteamericana
y acudieron al acto de bienvenida en compañía de su matrona, que
tampoco quiso quedarse en casa.
Cuando Coolidge se retiró al fin a descansar en el tercer piso de la
mansión de la calle Refugio número 1, reporteros y editorialistas
quedaron libres para acometer el periodismo de investigación… en los
bares de la ciudad. Venían de un país donde, desde 1920, primaba la
llamada Ley Seca, que prohibía las bebidas alcohólicas y obligaba a
arriesgarse en cantinas clandestinas, donde la entrada dependía de
contraseñas y toques en clave. Para los periodistas y funcionarios del
Gobierno, que se sumaron también a la aventura, se abría la ciudad
que, al decir de Alejo Carpentier, mayor cantidad de bebidas podía
mostrar al paladar curioso del viajero, donde una pareja no tenía que
mostrar el certificado de matrimonio para encontrar albergue en un
hotel y en la que se podía apostar —y ganar o perder— cualquier
cantidad de dinero en las ruletas del Casino Nacional sin llamar la
atención de las autoridades. Buscaron los visitantes bares como el
Floridita y el Sloppy Joe’s o los de los hoteles Florida, Sevilla,
Plaza e Inglaterra, y los más osados se desplazaron hasta los bares y
cabaretuchos que en la playa de Marianao se conocían con el nombre
genérico de «las fritas». Hubo visitas a teatros pornográficos y no
fueron pocos los que acudieron al barrio de Colón a fin de buscar
emociones inolvidables entre las piernas de una muchacha cubana.
Algunos de los artículos que sobre Coolidge y su visita a Cuba
aparecieron en la prensa norteamericana fueron escritos bajo la
influencia del alcohol, dice Glenn Garvin, y ofrece esta perla que
publicó The New York Times en la que se comenzó aludiendo al vestuario
protocolar de los funcionarios cubanos y termina haciéndose
incoherente. Dice: «Como no se podía encontrar un par de polainas
cortas grises en toda La Habana, un estado de perturbación prevaleció
hasta que los investigadores se cercioraron de que se trataba de una
falsa alarma».
En realidad, la fiesta y la diversión habían comenzado en Cayo Hueso,
cuando los viajeros descubrieron que dejaban atrás un país sometido a
la Ley Seca para encontrar que Cayo Hueso, con sus bares abiertos de
par en par, era sencillamente Cayo Hueso. Hubo bromas crueles como las
de las camas embarradas con tartas de Key Lime, con las que se
encontraban los borrachos a la hora de acostarse.
El presidente Calvin Coolidge asistió en La Habana a un partido de jai
alai. La hora del regreso entristeció a los miembros de su comitiva:
volverían al país de la prohibición. Pronto otra noticia les devolvió
el alma al cuerpo: nadie, ni siquiera los reporteros, haría aduana en
Cayo Hueso a su entrada en Estados Unidos, lo que quería decir que el
que lo deseara podría llevar todo el ron que quisiera. Los licoreros
cubanos hicieron su agosto. Fueron muchas las maletas que se
adquirieron de prisa para transportar el mejor ron cubano envasado en
recipientes de medio galón, que más tarde los marines, entre guiños
cómplices, subirían a los barcos.
¿Quién aprobó esa gigantesca operación de contrabando?, se preguntaba
en 1959 el periodista Beverly Smith en su artículo publicado en el
Saturday Evening Post. «¿Habría sido, increíblemente, el mismo Calvin,
en un arranque del humor caprichoso que algunos suponían se ocultaba
tras su cara de avinagrado de Vermont?».





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