jueves, 18 de febrero de 2016

VIDAS PARALELAS

Vidas paralelas

Ciro Bianchi Ross • digital@juventudrebelde.cu
13 de Febrero del 2016 20:56:26 CDT

En la página que la semana pasada (7 de febrero) dediqué a bares de La
Habana, me faltó tiempo, es decir, espacio para aludir a Fabio Delgado
Fuentes, uno de los grandes de la cantina cubana, creador de más de 30
cocteles, algunos de ellos tan famosos y vigentes como el Cuba Bella,
que se elabora con granadina, zumo de limón, ron blanco, menta y ron
añejo.
Fabio (o Favio, que de las dos maneras lo ha visto escrito este
escribidor) se inició en 1934 en el giro de la gastronomía, y tres
años más tarde logró ser admitido en el ya desaparecido Club de
Cantineros —actual Asociación de Cantineros de Cuba—. En 1939, un
curso auspiciado por dicha entidad, al develarle muchos de los
secretos del bar, lo preparó de manera adecuada. No por eso consiguió
trabajo fijo. Era la época en la que muchos gastronómicos, en bares,
restaurantes y cabarés, trabajaban solo por la propina, generalmente
en la llamada temporada alta. Solo por la propina o como suplente,
Fabio trabajó en algunos de los bares más exclusivos, como los del
Country Club, Vedado Tenis, y Havana, Miramar y Biltmore Yacht Club,
los llamados Cinco Grandes de la alta sociedad habanera, hasta que en
1945 consiguió una plaza fija en el Sloppy Joe’s y allí estuvo hasta
que en 1956 pasó, siempre como barman, al restaurante Normandie, casa
de cocina francesa, con especialidades regionales, ubicado en el
kilómetro 19 de la carretera a Pinar del Río; a seis kilómetros del
Havana Yacht Club por la Autopista del Mediodía y a cuatro del cabaré
Sans Souci por Arroyo Arenas.
En el Normandie le tocó atender a no pocos famosos, como Errol Flynn,
Tyrone Power, César Romero y Joe Louis, entre otros, decía, y con una
sonrisa pícara añadía que en el Sloppy jamás vio a Ernest Hemingway.
Tiempo después, Fabio Delgado adquiría el bar Actualidades, en
Monserrate 264, un establecimiento que los cantineros quieren ahora
para sede de su asociación. Triunfó la Revolución, el bar Actualidades
pasó a ser propiedad estatal, y Fabio Delgado administró hoteles,
asesoró centros recreativos y, sobre todo, se desempeñó como profesor
de la Escuela Nacional de Hotelería, instalada primero en el cabaré
Tropicana y luego en el hotel Sevilla cuando el restaurante de Alta
Cocina fue parte de esa instalación turística.
Fabio, que falleció con más de 80 años de edad, privilegió siempre su
paso por Sloppy Joe’s. En la carta de ese famoso bar habanero siguen
consignándose algunos de sus cocteles como Martini Especial, Cubanacán
y Sol y Sombra.

¡Qué pareja!
En el Normandie, Fabio Delgado coincidió con Gilberto Smith. Al
llamado Mago de las Salsas no le iba nada mal en El Carmelo, de
Calzada y D, en el Vedado, adonde había llegado procedente de Los Tres
Ases, el restaurante de Prado 356, donde ahora radica el Centro
Andaluz. Pero recibió la oferta irresistible que le hacía el señor
François Toussé, propietario del Normandie: si pasaba a trabajar con
él, sería una especie de chef dueño, con un por ciento de los ingresos
por concepto de la cocina. Además, la casa pondría a su disposición un
automóvil con chofer.
Smith sentía abandonar El Carmelo, el mejor grill-room de La Habana de
la década del 50 y donde en parrillas de carbón, se preparaban a
diario 20 líneas de carne asada, sin contar las palomas, las perdices,
los faisanes, los jabalíes, las liebres, los pollos de especialidades.
Todo lo que había en el mundo de la cocina se encontraba en El
Carmelo, una casa con 150 empleados, donde se vendían 25 jamones
diarios.
Ganaba bien en El Carmelo y los dueños lo distinguían mucho. Y fue
allí, sobre todo, donde se había convertido en el cocinero que era ya.
En eso lo había ayudado mucho Juan Cañella, un catalán cascarrabias
que era un artífice en el montaje de los platos, un genio en las
gelatinas y un maestro dulcero sin igual. La posición de Cañella era
un tanto ambigua en aquella casa donde latía el pulso de la ciudad. No
era el chef ni cocinaba ni confeccionaba los pasteles ni las salsas,
pero se metía en todo, aconsejaba, orientaba, ¡ordenaba! Álvarez y
Méndez, los dueños de El Carmelo, lo tenían en funciones de
especialista y, como no se hablaban entre ellos, lo utilizaban de
mediador.
Aunque había de todo, el Normandie tenía una clientela selecta. Era el
lugar de moda. Todas las grandes personalidades que pasaron por Cuba
durante la segunda mitad de la década de los 50, comieron en el
Normandie. Se concibió como un restaurante de cocina francesa, pero
debido a que el cliente paga y, por tanto, manda, se cocinaba también
al gusto de los comensales. Smith conocía a muchos de ellos, pues
venían siguiéndolo desde sus tiempos en Los Tres Ases, trataba de
satisfacerlos a todos.
Un día llegó el doctor Alberto Inclán, hijo del eminente ortopédico de
igual nombre y ortopédico él mismo, sobrino del doctor Clemente
Inclán, pediatra, rector de la Universidad habanera, el llamado Rector
Magnífico; los tres con consulta privada en la calle 21 número 454, en
el Vedado. Inclán hijo era el eterno rival del doctor Julio Martínez
Páez, ambos profesores auxiliares de Ortopedia en la Universidad.
Cuando el viejo Inclán muriera o se jubilara, solo uno podía ocupar su
puesto. Quince personas acompañaban a Inclán aquel día... Se les
entregó la carta y todos, los 16 se decidieron, cosas de la vida, por
la suprema de faisán, de las que solo había 15 en la nevera.
«Esto se soluciona fácil», se dijo Smith, y buscó cuatro o cinco
guineos muy tiernos y seleccionó el mejor.
Al ponerse el servicio en la mesa, el chef cuidó que la suprema de
guineo tocara al doctor Inclán. A esa altura, los cocteles de Fabio
Delgado alegraban al grupo. Comieron, bebieron, conversaron. Smith los
miraba de lejos y advertía la cara de satisfacción de todos.
Celebraban algún acontecimiento, y los cocteles, la buena mesa y los
buenos vinos contribuían a hacerlos más felices.
Cuando se disponían ya a retirarse, Inclán hizo un aparte con el
cocinero. Le dijo:
—No creas que no me percaté… me pusiste suprema de guineo.
—Es que solo había en la cocina 15 supremas de faisán. Puse a usted la
de guineo porque era el anfitrión. No quería hacerlo quedar mal
delante de sus invitados.
El doctor Inclán sonrió. Extendió su mano derecha y estrechó la de
Smith, con fuerza para dejar en ella un billete de cien dólares
cuidadosamente doblado.

Chisme de cocina
El escribidor no tiene la certeza de que lo que contará ahora sea
cierto. No podrá corroborarlo nunca. Por eso omite el nombre de la
dama, una actriz francesa muy joven entonces, famosa ya, deslumbrante
por su belleza provocativa de mujer endemoniada, mirada pícara y
labios que entreabría de una manera que hacía que a quienes la veían
se les inflamara el lado oscuro del corazón. Una mujer como creada por
Dios que llegaba a Cuba, por segunda vez, envuelta en otra nueva ola
de popularidad.
Se decía que aquella actriz había venido a la Isla, en las dos
ocasiones, invitada por uno de los propietarios del Gran Stadium del
Cerro. Toussé quiso conquistarla y como no le llegaba, le ofreció una
considerable suma de dinero. Si la muchacha aceptó o no, se desconoce;
pero para congraciarse con ella, a Toussé no se le ocurrió idea mejor
que invitarla al Normandie y disfrazarse esa noche de cocinero,
atenderla personalmente y hacerle creer que los platos que degustaba
salían de sus manos. Por cierto, la joven se decidió siempre por la
langosta cardenal.
Que lo hiciera, pase. Si quería salir al salón con el gorro y el
delantal y decir lo que le pareciera, no estaba mal. Tenía derecho
como propietario del restaurante. Pero Toussé se fue de rosca, se
creyó cocinero de verdad y se metió en la cocina a dar órdenes.
El chef Gilberto Smith no pudo permanecer en silencio. Le aconsejó con
respeto que saliera de allí o se mantuviera callado. Toussé lo ignoró.
Siguió dando órdenes. A Smith se le colmó la paciencia.
—¿Quién es este señor? —preguntó a sus compañeros. Yo soy el jefe de
cocina. Sigan en lo suyo como hasta ahora y no le hagan caso.
La posibilidad de tener entre las sábanas a una de las mujeres más
codiciadas del mundo, le había hecho perder la cabeza. Toussé se le
encaró.
—Aquí el dueño soy yo —gritó.
Smith hizo lo que tenía que hacer. Se quitó el gorro y el delantal.
—Cocine usted —le dijo.
Con él se despojaron de sus gorros y delantales todos los componentes
de la brigada que esa noche se ocupaba de la cocina.
En ese punto, a Toussé se le cayeron las medias, se le arrugaron los
atabales. Smith no hablaba en broma; aquellos hombres se marchaban de
verdad y se la dejaban en la mano. Se puso chiquitico, chiquitico.
Imploraba. Que no le podían hacer aquello. Que él no era una mala
persona. Que comprendía que se había extralimitado. Que se pusieran en
su lugar. Que usted disculpe, señor Smith.
Ni modo. No hubo entendimiento. Aquella fue la última noche de
Gilberto Smith en el restaurante Normandie. Perdía dinero y posición.
Quedaba sin empleo y con una familia numerosa a su abrigo. Siempre
podía volver a El Carmelo, pero resultaba duro hacerlo en ese momento.
Alguien le habló de La Roca, un restaurante que acaba de abrir en la
esquina de 21 y M, en el Vedado, en el mismo sitio que había ocupado
el restaurante Colonial, y que estaba carente de personal. Se fue a La
Roca como cocinero de a pie. Crearía allí un plato que hasta el final
de su vida tuvo entre los mejores: la tortilla de frutas al ron. Y
otro, la tortilla interventora del chef.
No estaría Smith mucho tiempo en La Roca. Un día entró en El Carmelo
y, como quien no quiere las cosas, dijo al gerente que aquella era la
casa que él prefería. Pues El Carmelo está abierto para usted,
respondió el gerente.
Aquella misma noche se fue de La Roca. Volvió a El Carmelo con su
ritmo de trabajo de siempre, pero esta vez con una responsabilidad
especial: atender al grupo de Meyer Lansky, el financiero de la mafia,
que estaba de nuevo en La Habana a fin de seguir, entre otros asuntos,
la construcción del hotel Havana Riviera.
Mientras tanto, en el bar Actualidades, Fabio Delgado continuaba su
exitosa carrera.






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Ciro Bianchi Ross

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