domingo, 6 de diciembre de 2015

CUANDO "JUANCHO LA PECHUGA" SE LE DECLARO A" LA PURPURINA"

CUANDO "JUANCHO LA PECHUGA" SE LE DECLARÓ A "LA PURPURINA" ELIGIO DAMS Nota: No sé cómo definir o calificar esto. Se me ocurre así de pronto, lo que es habitual en mi trabajo, que no es nada laborioso, llamarle casi con un lugar común, “Estampa de Cumaná”, aunque pudiera llamarle crónica, especialidad a la que soy aficionado. Como otros, lo he escrito para ponerlo en mi blog en esta época de navidad. Porque ésta, la navidad, como mi pueblo, forma parte de mis imborrables y hermosos recuerdos. Claro, no puedo pasar por alto que ahora en noviembre, la “ciudad marinera y mariscala” como la llamase uno de sus hijos predilectos, Andrés Eloy Blanco, estará cumpliendo 500 años de fundada, lo que la hizo la Primogénita de este continente. Por esto, el cumpleaños de la ciudad mártir y heroica, me adelantaré, no esperaré navidad y coloco ahora este trabajo, como mi humilde homenaje de amor a uno de los sueños, que fueron realidad, bellos y sublimes de mi vida. ¡Feliz cumpleaños hermosa y noble dama, madre exquisita, chica que no se olvida! I.- Juancho la Pechuga Juancho, ya en la mañana, a la misma hora cuando mi hermana y yo salíamos para la escuela, pasaba frente a nuestro rancho, viniendo desde “Las Palomas”. Pese la tristeza le inundaba, impuesta por los avatares de su vida, de una edad madura no muy avanzada, vida de abandono, según nuestro diagnóstico, que no conocíamos la palabra, que más bien debió ser parecer, siempre asomaba a su rostro también pálido, una como leve sonrisa que acentuaba aquella aposentada tristeza. Era la suya sonrisa ajena, prestada, más bien una como mueca brindada de pírrico agradecimiento por la alegría espontánea, desbordada y verdadera nuestra, de los niños, por verle en nuestro espacio. Tendría un poco más de cincuenta años, avejentado prematuramente por las vicisitudes del abandono, sufrimientos del indigente, quien siempre acompaña o le acompaña la soledad. Nunca supimos de dónde salió Juancho, sólo que un buen día en la mañana pasó frente a nuestra casa de bahareque, en el camino de Río Viejo, nuestro barrio, que corría paralelo a la “quinta de los Berrizbeitia”, con dirección hacia Cochabamba, para seguir luego hacia el centro de la ciudad. De esa manera como fortuita entró en nuestras vidas. Cuando le vimos por primera vez portaba sobre la espalda un viejo y sucio saco, eso que los mexicanos llaman costal, dentro del cual al parecer llevaba según el pronunciado bulto que se formaba, algunas cosas que nunca abandonó, que cuidaba con esmero y hasta demasiada energía; tanto que cuando alguien, por molestarle, intentaba quitárselo, se volvía fiera en celo, hembra que defiende su cría. Nunca supimos en detalle qué, aunque se asomaban muestras de ropa y cosa curiosa, cuando escribo esto, descubro que jamás nos interrogamos sobre ese asunto, ni preguntamos a Juancho, quien por cierto, eran pocas las palabras que pronunciaba; apenas balbuceaba, tanto que nunca le oímos una frase completa, por corta que fuese. Sólo salían de su boca palabras incompletas y sonidos incomprensibles. Cuando intentaba hablar, un manantial emergía por las comisuras de sus labios. No era eso, el hablar, el lenguaje propio de Juancho. Pese la tristeza, como pegada a su rostro lampiño, pálido y expresión corporal, su mustia sonrisa, que no se desataba, se le quedaba como pegada a su figura desgarbada toda, intentaba ante el más mínimo estímulo musical expresar alegría, no sé si verdadera o por complacer a los muchachos, con movimientos torpes y descompasados de todo su cuerpo. Era un costal de huesos, todo lánguido, bastante alto, que no lo parecía por su doblado cuerpo que había adquirido la forma o tendencia que le imponía el peso del saco que rara vez abandonaba. Cuando caminaba, la mitad de su torso, para mantener el equilibrio y viva la fuerza inercial, adquiría forma casi horizontal, tanto que la cara iba paralela al suelo y hacia este siempre su también triste mirada. Vestía pantalón de caqui mugroso, con la pierna derecha recogida un poco por encima del tobillo, mientras la izquierda caía sobre una alpargata sucia. Casi siempre llevaba una camisa que alguna vez fue blanca, cuyo cuello también mugriento sobresalía del paltó del mismo material y color del pantalón. Cuando escribo esto, y lo escribo por él, estoy pagándole con mi afecto a Juancho toda la alegría que nos brindó de niños. ¡Cuánto siento que los niños de ahora, en este estadio de vida que habla de desarrollo y envueltos ellos en un proceso de crecimiento vertiginoso de la tecnología, crecimiento desmedido de las ciudades y la población, donde pocos son los transeúntes que se reconocen entre sí y le ha sido robado a ellos los espacios, no puedan tener instantes tan sencillos pero hermosos, alegres y llenos de ternura, como aquellos que para nosotros brindaba la presencia de Juancho, a quien por cierto, ahora lo recuerdo, nunca le dimos nada, no sé si porque nada teníamos o porque Juancho no mendingaba! Pero justo ahora, terminando la frase anterior, me interrogo acerca de cómo vivía, de qué se sustentaba en lo que se refiere al comer. Pero nunca debí hacer y hacerme esa pregunta, porque podría llevarnos a una respuesta aparentemente fantasiosa o inventada y ajena a la generosidad de la ciudad y el tiempo en que vivimos y crecimos. Digo esto, porque el caso de la subsistencia de Juancho, quien portaba en el saco unos sucios cambios de ropa que usaba no por estar limpio sino por cumplir un ritual o fantasía, era el mismo de nosotros. Al decir esto, recuerdo mi libro “El Crimen Más Grande del Mundo”, donde hablo de nuestro espacio, subsistencia casi mágica, lo que explica por qué he dicho que nunca “debí” interrogar de esa manera. Todo es para nosotros muy claro. Aquella era una vida bucólica, generosa y hermosa que truncó “el progreso”. Muchas veces, al salir del rancho para ir a la escuela, avistábamos allá, no muy lejos la figura estrafalaria de Juancho y su caminar lento por arrastrar el peso que su espalda portaba, especie de penitencia autoimpuesta, quizás como una demencial manera de darle sentido a su vida. Le esperábamos llegase a donde nos encontrábamos para solicitarle, como siempre, el humilde y sencillo espectáculo que nos brindó la primera vez que le vimos y por el cual, en toda nuestra pequeña ciudad, se le llamaba “Juancho la Pechuga”. No había problema en esperarlo, el tiempo era algo que en nuestro espacio y vidas sobraba; no había motivos para andar apresurados. -“Juancho, suena la pechuga”. De esa manera solicitábamos nos brindase su espectáculo. Juancho, ante aquel requerimiento, la mayoría de las veces hecho por coro de voces infantiles y alegres, comenzaba a bailar un ritmo indefinido, moviendo sus pies y cuerpo todo con torpeza, girando lentamente siempre en el sentido de las agujas del reloj, mientras habiendo colocado el saco en el suelo, muy cerca suyo, como con desconfianza, nos brindaba su sonrisa. Luego ejecutaba un hábil movimiento, repetido tantas veces como se lo permitiese el tiempo que sobraba, que consistía en un como frotarse ligeramente las palmas de las manos, un poco separadas del cuerpo a la altura del pecho y luego golpearse esa parte del cuerpo. La mano izquierda movía con la palma hacia abajo y la derecha hacia arriba y luego, inmediatamente y con gran rapidez, con esta se golpeaba en el lugar indicado, la retiraba y volvía a la posición inicial, mientas la primera también golpeaba allí y salía presurosa al encuentro de la otra mano. Mientras tanto no dejaba de mover su cuerpo y girar sobre sus pies en el mismo sentido. El pecho de Juancho hacía de caja de resonancia y producía un sonido firme, sonoro, ronco, profundo y repetitivo. Las palmas de las manos al golpear producían uno agudo y cristalino. Mientras hacía aquellos movimientos, producía su música, balbuceaba y en apariencia cantaba al ritmo que marcaban sus manos y su pecho y por las comisuras de los labios emergía el manantial. Mientras tanto, todos quienes le rodeábamos, repetíamos cada uno de los movimientos de Juancho y cantábamos lo primero que a alguien, haciendo de primera voz o guía, se le ocurriese, como: “Este zamurito que viene de Roma a comer podrío aquí a “Las Palomas”. Juancho era un pequeño, humilde y sencillo espectáculo ambulante para todos los niños de la ciudad que lo eran más que quienes tenían la edad nuestra. Entonces el “Juancho, suena la pechuga”, se escuchaba en cada esquina mientras él iba de “Las Palomas”, donde dormía, hasta el centro de la ciudad a refugiarse habitualmente durante el día, bajo el puente viejo o Guzmán Blanco. Por cierto, ahora lo recuerdo bien, bajo ese puente, que brindaba una sombra generosa como para pasar el día agradablemente, mientras arriba el calor del mediodía sofocaba a la gente, aparte de Juancho pasaban el día algunas otras personas como él. No sólo era como una enorme casa, amplia, de ventanales abiertos que permitían que el viento, viniese del sur o norte a ella entrase raudo y constante. Pero también, allí mismo, en la orilla del río abundaban peces, camarones que se podían atrapar sin dificultad alguna; bastaba la mano habilidosa y esta se lograba después de una no muy larga experiencia en aquel espacio. Y el río de manera constante traía frutos en abundancia de los árboles de allá arriba. Allí, en ese espacio, Juancho conoció a “La Purpurina”. II.- “La Purpurina” Los personajes como Juancho y “La Purpurina”, nadie supo nunca de dónde salieron, ni cuándo aparecieron por primera vez en los espacios que luego hicieron suyos y se convirtieron como parte del paisaje y de la vida misma de la gente toda. Son personajes que no aparecen en ningún registro, pese sus huellas y recuerdos están esparcidos en la calle. Por esto, gozan de un significativo privilegio; quedan para siempre grabados en la memoria nada frágil y por demás generosa de los niños y jóvenes que más tarde, ya viejos, pudieran recordarlos como lo hago yo ahora. Quienes eran viejos cuando Juancho y “La Purpurina” nos alegraban la vida, a ellos ignoraron, porque sus recuerdos estaban llenos de otros personajes, quizás como aquellos, de su tiempo infantil. Juancho, nadie supo nunca, por lo menos los muchachos, para quienes su existencia no nos era inadvertida, ni tampoco insignificante, por qué ese nombre ni quién le puso el sobrenombre de la “Pechuga”. Parece obvio que se llamaba Juan y lo segundo por la costumbre de celebrar e intentar alegrar a la gente con su habilidosa práctica que convertía su pecho en un tambor y sus manos unas castañuelas. Pese su tristeza, caminar torpe y vacilante, su cuerpo desgarbado, por donde pasase y en el instante que lo hiciese, aparecía la alegría en los rostros de la gente y de aquí y allá surgían las demandas para que Juancho sonase la pechuga; y él, mostrando su mustia sonrisa, se esmeraba en dar aquello que le pedían y todo era un bailar y reír a carcajadas. Y él, pese todo, parecía sentirse complacido que su paso por las calles no fuese la de un fantasma, un cuerpo transparente, alguien en quien nadie fija su mirada o muestra interés. Quizás por eso bailaba, aunque fuese torpemente, moviendo su cuerpo a su manera, sonando su pecho al golpe de sus manos y a estas sacándole el sonido de las castañuelas. “La Purpurina”, caminaba tanto por la ciudad que, uno podía encontrarla en cualquier parte. No era como Juancho, quien se movía en un espacio determinado; éste, de “Las Palomas”, iba al puente, apenas siguiendo las curvas del camino o las calles del centro. Nunca vimos a Juancho atravesar el Puente, hacia donde arranca o termina la “Calle Larga”, la que conduce directamente a Puerto Sucre y pasar al lado de Altagracia. “La Purpurina” tenía mayor autonomía; cualquier espacio de la ciudad era suyo. Podíamos encontrárnosla aquí, allá, donde menos uno lo esperaba. Tampoco era metódica, rutinaria o respetuosa del tiempo como Juancho. Este, predecible en cuanto tiempo y espacio. Cuando el sol comenzaba a declinar, Juancho abandonaba el espacio bajo el puente y, volvía sobre sus pasos mañaneros a dormir. “La Purpurina”, como hemos dicho antes, podía aparecérsenos en cualquier sitio y hora, hasta muy altas de la noche. Uno podía hallarle tirada en algún rincón durmiendo o caminando sin rumbo a cualquier hora. Se podría hasta decir que ella tenía mucho de trashumante; o mejor, era eso, trashumante. Su extraño nombre, “La Purpurina”, sin autor reconocido, pudiera derivarse de aquellos polvos metálicos que se usan como pigmentos en las mezclas de pintura o de uso frecuente en la bisutería. Porque “La Purpurina”, que nadie le conoció otro nombre, acostumbraba maquillar su rostro con lo que tuviese a mano, sobre todo con pétalos de las abundantes flores de la orilla del río o los jardines de las plazas públicas. Siempre llevaba la cara brillante con colores rosado, rojo y sutilmente granate. Detrás de aquella figura escondida tras harapos, andrajosa, había una mujer de baja estatura, caderas redondeadas, en apariencia descendiente de indígenas, siempre con la inocencia pintada en el rostro, en su mirada también triste que parecía no coincidir con su sonrisa espontánea, discreta, sin dejar de ser fisgona y amorosa. Sus labios eran carnosos y el superior con un ligero pronunciamiento que embellecía más su sonrisa. Iba vestida de negro, mugrienta; sobre su abundante cabello sucio, hirsuto, colocaba un rollete de tela para darle asiento al peso de una mara, la misma que habitualmente llevaban las vendedoras de pescado, también como el saco de Juancho, llena de una carga misteriosa y pesada; esto último uno adivinaba por la actitud corporal de “La Purpurina”. Intentaba además embellecer su rostro, que lo era, pese el deterioro y aparente poca pulcritud de su imagen, con una hermosa cayena prendida a sus cabellos, como aquellas vendedoras de pescado que recorrían la ciudad, el barrio, con sus cestas encima de la cabeza y gritando para advertir a la clientela. ¡Llevo el pescado fresco! ¡Qué curiosidad, nadie nunca averiguó, que se sepa, qué cosas llevaba, ni el porqué de aquel empeño de ir de arriba abajo todo el día con aquella pesada e innecesaria carga! ¡Ah, se me olvidaba! Ella tampoco abandonó nunca la “cola” o “punta” de tabaco, sin encender, que sostenía en la comisura izquierda de sus labios. Cuando uno la hallaba de repente acurrucada en un quicio en horas de la noche, percibía que su mara, su tesoro, lo colocaba de manera que nadie pudiese quitárselo o escudriñar para conocer su secreto. Carmelita Marcano, personaje cumanés del tiempo de la presidencia del general Medina, aquella que vivía rodeada de gatos en el viejo mercado, que así le llamaron por largo tiempo, después de construido y puesto en funcionamiento el ubicado cerca de la calle de “El Baño”, tan viejo que los cumaneses de ahora no le recuerdan o no saben de él, ubicado frente a lo que fue el cine Paramaount, donde gritábamos “cuadro Peña”, que era el apellido del nombre del dueño y administrador, cada vez que se interrumpía la película, y ahora es el Teatro Luis Mariano Rivera, pocos recuerdos dejó en mi vida. Es en mí como una sombra que pasó fugaz. No sé si por mi muy corta edad, haberla visto pocas veces, pues entonces no estaba yo en capacidad ni libertad para recorrer la ciudad con frecuencia, no conservo de ella más que el vago recuerdo de su desgarbada figura, sus largas, afiladas uñas y sus gatos que le rodeaban y hasta estaban muchas veces sobre ella. “La Purpurina” es una existencia e imagen más reciente de nuestras vidas, de cuando ya habíamos echado pantalones largos y apoderados de las calles de la ciudad en las distintas horas del día. Si pudiera relacionarla con algún gobierno y la vida nuestra, lo haría con Pérez Jiménez, quien gobernó Venezuela desde 1948 hasta diez años después, 1958, justamente el lapso de nuestra vida que transcurrió de 10 a 20 años. Otro de esos personajes fue aquella a quien solían decirle “La loca Juanita Mayo”, también de la época de mi muy temprana infancia de quien pocos o casi ningún recuerdo tengo. Sólo el nombre me acude a la memoria cada vez que intento recrear aquellos tiempos. Es posible que mucho antes que nosotros los viésemos juntos, Juancho y “La Purpurina” hubiesen cruzado sus caminos. Nuestra ciudad, más que esto, era un pequeño pueblo aún, de límites estrechos, donde las calles iban al mismo sitio y tributaban, al fin de cuentas, hacia allí, donde todos concurríamos sin saber la razón; donde todos nos conocíamos; nadie era extraño ni ajeno. Posiblemente, no lo sé, la mirada inocente de Juancho, al cruzarse en una de aquellas calles, generalmente desiertas, sobre todo en las horas del mediodía, cuando el sol desparramaba sus refulgentes y quemantes rayos, se posó más de una vez sobre la figura atrayente de “Purpurina” y esta, tras su humildad, pero siempre interesada y despierta ante quien se le cruzase en el camino, quizás le miró con interés tantas veces y hasta pudo coquetearle. Porque “Purpurina” era muy coqueta. Su sólo nombre y arraigada costumbre de acicalarse tanto como para que alguien le pusiese aquel nombre y la cayena prendida al lado de su cara, hacían de ella una indigente, trashumante, atractiva y muy coqueta. “La Purpurina”, cuando algo o alguien le llamaba la atención, despertaba su interés por cosas propias de lo humano, se paraba sobre la acera y hasta en el medio de la calle, con el brazo derecho formando arco y la mano empuñada puesta sobre la cadera, mientras la mano izquierda permanecía aferrada a su mara montaba sobre su cabeza, y miraba escrutadoramente lo que era de su atención. Así permanecía hasta que su curiosidad se saciaba o el objeto de su atención se perdía de vista. Pues, como solían decir, quienes de aquella costumbre se habían percatado: -“Purpurina es muy fisgona”. III.- Una fila india serpentea la orilla del río Aquel mediodía ardiente, habiendo bajado hasta la orilla del río, justo detrás del Concejo Municipal de Cumaná, donde ahora existe un museo en honor al Mariscal, lo que solíamos hacer, en esos meses, cada vez que nos acercábamos a ese espacio, optamos por algo inusual, caminar en dirección a la cabeza del puente, lo mismo que hacerlo contra la corriente, río arriba. El río se hallaba en su menor nivel en esos días; estábamos en marzo o abril, cuando todavía no habían entrado las lluvias, lo que hacía posible caminásemos por aquel sendero. Por la mansedumbre de la corriente en la orilla, las ribazones se observaban en cada curva. Había peces de todos los tamaños, colores y camarones; y allá en el centro, las cotúas aterrizaban y luego se sumergían para aparecer más adelante disfrutando su pesca. Alcatraces, abundantes más abajo, en la desembocadura del río, se aventuraban hasta allí, remontando la corriente, para pescar, compitiendo con las cotúas, lanzándose con violencia desde lo alto para pronto emerger y levantar vuelo mientras engullían sus presas. Los perros de agua, expertos nadadores, emergían y se sumergían en los espacios de mayor profundidad, mostrándose como alegres y juguetones. Nosotros, mientras nos dirigíamos hacia nuestra meta, no definida sino que era en verdad un deambular sin rumbo ni propósito, mirábamos el espectáculo y sonreíamos felices; era una fiesta maravillosa que podíamos contemplar y disfrutar diariamente sin dificultad. El agua era limpia porque la fuerza y caudal del río en aquel momento del año no eran lo suficiente como para invadir, desde allá arriba, río arriba, espacios donde se amontaban materiales y arrastrarlos y enturbiarse. El lecho del río era solo de arena, por eso, en los sitios menos profundos, uno podía ver el fondo y la vida toda que allí se prodigaba. -“¡Esperen!” Gritó de repente el compañero que marchaba adelante, pues lo estrecho y dificultoso del camino obligaba que fuésemos en fila india, mientras extendía los brazos de manera horizontal y mostraba hacia atrás las palmas de las manos en concordancia con la palabra pronunciada. -¡Vean allí! Volvió a hablar el mismo personaje, mientras extendía la mano izquierda hacia la cabeza del puente del lado de Santa Inés, el mismo donde nos hallábamos, cerca de la plaza Ayacucho donde se encuentra la estatua ecuestre del Mariscal. Cuando dijo aquello mostró desmesurado asombro, tanto que por el cuerpo le corrió un estremecimiento y empezó a dar bruscos saltos, el mismo que invadió a los demás, pues creíamos estar presenciando algo inusitado y sin duda alguna, para nosotros nunca imaginado. Era como un preciado encuentro, casi mágico, hallazgo que nos llenaría de orgullo. ¡Qué dicha haber sido testigo de aquello! El bajo nivel del caudal del río “Manzanares” dejaba allí, bajo esa cabeza de puente, un enorme espacio arenoso, bajo la fresca sombra que aquél, haciendo en parte de techo, como también los grandes árboles de lado y lado del mismo, generosamente brindaban. En aquel espacio, una curiosa comunidad de indigentes, dicho así sólo para resistir la tentación de hablar en detalles de ella, desarrollaba su vida un poco al margen de los habitantes de la ciudad toda. Era una forma de vida clandestina, donde quienes formaban parte o participaban de ella, marginados o excluidos, intentaban vivir conforme a las potencialidades del río, lo agradable del espacio y sus pocas aptitudes o habilidades como para desempeñarse allá arriba y ser aceptados, no ser objeto de burla o víctimas hasta de atropellos, blasfemias y gestos de desprecio. Por el contrario, allí se sentían libres, alegres y en disposición de vivir la vida con plena libertad. Eran allí ellos, seres humanos, sin la sujeción de la mirada transeúnte, el gesto de desaprobación y hasta muestras de rechazo, como el caminante que se pasa a la otra acera o, en la calle, cambia el rumbo para no sentir el olor o percibir de cerca simplemente la figura de algunos de ellos, aunque en verdad, fuesen muy pocos que, aparte de esos gestos o manifestaciones de rechazo, no les mostrasen de alguna manera su simpatía. Eso sí, el ¡hola Juancho!, ¿cómo estás “Purpurina”?, iban acompañados de muestras inequívocas del deseo de mantenerles distantes, como por razones de asepsia. Juancho debió saber siempre que, pese los gestos de alegría de los muchachos con quienes a diario se encontrase, eran muestras de afecto hacia él, carecían del necesario calor de la amistad; pues se prodigaban a distancia. Nadie se le acercaba lo suficiente y cuando era cercado en una rueda de radio grande, todo aquel que empujasen hacia él, mientras bailaba torpemente, no sin dejar de transmitirle una inexplicable alegría a su cuerpo siempre triste, haciendo sonar su caja torácica y sus castañuelas, ponía el freno, detenía, anulaba la fuerza inercial y volvía rápidamente a su punto de arranque, por el temor instintivo de acercarse a aquel infeliz. Les aterraba rozar sus cuerpos con los del sucio Juancho. Cuando él intentaba con inocencia, mientras bailaba y tocaba la pechuga, acercarse a alguien de aquellos que le rodeaban, el círculo se ensanchaba para mantener la distancia, mientras todos reían a carcajadas. Cuando el espectáculo llegaba a su fin, más por el cansancio del público que por Juancho, el círculo se disolvía, cada quien seguía su camino, unos pocos se quedaban pero a mayor distancia y él allí, solo y triste como antes. Juancho no era violento, nunca se supo que agrediese a nadie, más bien tímido y asustadizo como un niño, pero su desaseo y aquel incesante babeo, provocaban en la gente aquellos gestos de rechazo en circunstancias como esas. Cosa extraña, como ya dijimos arriba, se enardecía si alguien intentaba separarlo de su saco. Para mayor tristeza, sin prueba alguna, corría el rumor que Juancho padecía de tuberculosis. ¡Y eso era muy grave y peligroso! A Juancho sólo ofrecían estentóreas carcajadas y aplausos distantes. Juancho, por todo aquello, era un solitario que debía albergarse, la mayor parte del tiempo que pasaba en el centro de la ciudad, debajo de aquel puente, donde sólo concurría gente como él no a encontrar compañía sino la soledad de otros. Tenía pocas cosas en común con quienes habitaban la ciudad, como la de divertirlos, recibir de ellos unos aplausos complacientes y hasta compartir una sonrisa. ¡Más nada! Claro, eso sí, los peces, cotúas, garzas, hasta alcaravanes que se atrevían a venirse desde allá de la desembocadura, las iguanas verdes que saltaban de rama en rama, la fauna toda asociada al río, los deliciosos jobos, guayabas y guamas que desde arriba arrastraba la corriente llenaban sus necesidades y vacío. “La Purpurina” daba muestras de necesitar del contacto con la gente. Tanto deambulaba por la ciudad toda, se detenía con frecuencia en aquellas esquinas o espacios donde concurriese la gente; no era esquiva. Si, como dijimos, trashumante. Recorrer la ciudad, por lo menos del centro hasta Caigüire era su permanente pasatiempo. De vez en cuando intentaba comunicarse con los transeúntes aunque fuese pronunciando una palabra o retahíla de ellas con incoherencia, en tono generalmente muy bajo, algo poco peculiar en aquella sociedad de gritones, de lo que generalmente no recibía respuesta alguna. Ella, como Juancho, también era mantenida a distancia por su aspecto andrajoso. Eso sí, quizás por lo mismo que le dijeran fisgona, le placía pararse en algún sitio donde encontrase jóvenes o uno en particular y les miraba o miraba con inusitado interés y hasta fijeza. Si alguien que aquello detectaba, optaba por decir algo gracioso, insinuante a la Purpurina misma o al observado por ella, sonreía con inocultable picardía, con disimulo estudiado y parsimonia continuaba su camino, como invitando a aquel sobre el cual mostró interés le siguiese, mientras su sonrisa pícara seguía pegada a su rostro purpurino. Todo aquello, mientras su mara bamboleaba sobre su cabeza. Por eso, también solían decir: ¡La Purpurina es coqueta y pícara! IV.- Juancho la Pechuga se le declaró a “La Purpurina” En efecto, allí, en un punto de la línea imaginaria que marcaba la indicación de quien encabezaba la fila india, justamente en el centro del espacio debajo del puente, estaban Juancho y la Purpurina. Habíamos llegado muy cerca de ellos, apenas unos pequeños arbustos que formaban una barrera a la altura de los hombros nos separaban; en ese instante, se rompió la fila india y cada uno de nosotros se desplegó a ambos lados de quien hacía de cabecilla. Unos quedaron en la subida que iba hasta allá arriba de la muralla que atrapaba el río para evitar se desbordase en los tiempos de lluvia, cuando venía “de monte a monte” y los otros en la bajada hacia la orilla del cauce de aquellos días secos. Estaban tan abstraídos en lo suyo que no sintieron nuestros pasos y todo aquello nos permitió observarlos de cerca. Mientras tanto, allá arriba en el puente, unos comparseros que venían desde el barrio “Plaza Bolívar”, de allá de los lados del “Salao”, entonaban su canto y al ritmo de mandolinas, furrucos, cuatros y maracas cantaban: “En Cumaná se baila la malagueña el maremare, la jota y el galerón el estribillo como este que estoy cantando zumba que zumba, cumanés de corazón”. Juancho, quien se había desprendido de su sucio y viejo costal o saco y puesto por allí sin preocupación o cautela, bailaba con torpeza, como siempre, pero no sin ternura e interés de agradar a La Purpurina. Lo hacía girando alrededor de ella, pero siempre en el mismo sentido de cuando bailaba en la calle y en cada giro iba estrechando el radio del círculo que los separaba, mientras tanto las palmas de sus manos se golpeaban y ellas dos al pecho que parecía sonar de una manera delicada y limpia, esta vez al ritmo de lo que arriba sonaba. Allá arriba, justo sobre la cabeza de aquellos inesperados y furtivos amantes, la comparsa entonaba: Es una tierra donde reina la alegría con sus mujeres tan bonitas cual la flor me traen recuerdos las coplas y las fulías,” Mientras Juancho bailaba y hacía sonar la pechuga y movía su cabeza de derecha a izquierda con lentitud, ligeramente inclinada la cintura, los ojos cerrados y una sonrisa abierta, ahora sin timidez, “La Purpurina” le miraba, con su mirada pícara y gestos de satisfacción, como sonreír en concordancia con ellos, que invitaban al danzante a continuar con su osadía. Agitaba su cara sin brusquedad de lado a lado, sus párpados abría y cerraba y de vez en cuando, su refulgente cara de purpurina inclinaba hacia el cielo como si viajase al infinito para expandir su deleite. “La Purpurina” comenzó a mover sus caderas con cadencia, un movimiento empezado en los tobillos, mientras los pies metidos en sus alpargatas roídas se mantenían firmes en la tierra, la mano derecha abierta, levantada a la altura de la oreja, agitaba como si estuviese saludando efusivamente a alguien y la izquierda, como siempre, sosteniendo su inseparable mara. Antes, cosa extraña, había expulsado de su boca la punta de tabaco. En tanto, Juancho seguía acortando el círculo y acercándose, como de manera estudiada, al cuerpo de La Purpurina. Nosotros nos mantuvimos quietos, muy quietos, casi no respirábamos detrás de aquellos arbustos, para no llamar la atención de la, quizás por primera vez, feliz pareja y sobre todo para no perdernos el desenlace de lo que bajo del puente acontecía, amenizado por los comparseros que allá arriba ofrecían baile y canto, con “Alma Cumanesa”, a la ciudad toda. Allá sobre el puente se escuchaba la música y cante: “el maremare, el golpe y el galerón”. Juancho hizo ya demasiado pequeño el círculo y su cuerpo comenzó a rozar al de “La Purpurina”, mientras le giraba en torno. Sin dejar de bailar ni girar alrededor de la mujer, tomó la mara y bojote que servía de base para aquella aposentar en la cabeza y los depositó en el suelo como con estudiada lentitud. La Purpurina se dejó hacer aquello sin muestra alguna de su habitual desconfianza por su tesoro. Es más, hasta cerró los ojos y se dejó hacer, era más importante aquel momento que el secreto que guardaba y habitualmente defendía con todas sus fuerzas de quien intentase violárselo. Pegó su cara contra la de la mujer y el labio superior de ésta pareció inflamarse más de lo habitual. Se miraron intensamente y así se dijeron muchas cosas. Juancho aun pudo seguir girando, sin dejar de bailar y hacer sonar la pechuga que esta vez pareció un tono más profundo, ya recostado sobre la Purpurina, que ahora movía con más lentitud pero cadencia sus caderas, estimulada al estrechar su cuerpo al del hombre. Pegaron sus espaldas; esta vez Juancho se detuvo, dejó de sonarse la pechuga, caer brazos a lo largo de su cuerpo, se estrechó más a La Purpurina y de seguidas, comenzó a seguir el cadencioso movimiento de sus caderas con las suyas. Y sus cuerpos estrujaban y la mujer había olvidado su mara. Allá arriba, soportando la inclemencia del sol y el sofoco de la larga caminata, los “comparseros” entonaban, con admirable entusiasmo: “Ponle cuidado cuando vayas a mi tierra, oye, mi hermano, si gusto te quieres dar. Pegados de espaldas, ambos empujaron en sentido contrario, uno contra la espalda del otro y empezaron a bajar y subir, primero lentamente y luego más rápido como queriendo alcanzar el ritmo del estribillo, mientras meneaban las caderas y sonreían ampliamente; de pronto los dos, al unísono, comenzaron a suspirar profundamente y luego rieron soltando carcajadas; Y arriba: “Allá en oriente el que más y el que menos, desde que nace sabe tocar y cantar” En un volver hacia arriba, como si ejecutasen un movimiento estudiado, los dos se separaron, volvieron a mirarse de frente, sonreír y soltaron tenues carcajadas. Purpurina, pequeña, regordeta, de caderas redondas y Juancho un costal de huesos, cubierto por una piel pálida. Juancho se acercó a La Purpurina, hizo que ésta girase sobre sus pies y le diese la espalda; cumplido el movimiento, con una delicadeza inconcebible, comenzó a desvestirla y ella, mansamente, se entregó a los designios de su acompañante. Juancho paseó su mirada lentamente por el cuerpo desnudo de “La Purpurina” y ella procedió a desvestir a su acompañante. Los dos se miraron atentamente y se abrazaron. Mientras tanto sobre el puente se cantaba con alegría: “Come las ostras que se dan en los manglares los chipichipis en la playa de San Luis”. Los instrumentos tomaron un encanto distinto, los ejecutantes de bandolín, furruco, cuatro y maraca y los cantantes se habían como contaminado de la emoción de la pareja sobre la cual se hallaban y entonces a la emoción y estridencia de la música, el cante y toda la alegría que ello prodigaba, se transmitió al ambiente todo la sensualidad y ternura que emanaba de abajo del puente. Se abrazaron con fuerza mirándose de frente, el cuerpo de uno se confundió con el otro, se llenaron de besos. Luego se separaron lentamente, sin dejar de sonreír, esta vez Juancho mostraba una sonrisa amplia, mostrándose dueño de la felicidad, “La Purpurina” miraba hacia arriba como soñando lo que la vida entera le había negado; se colocaron uno al lado del otro, tomados de las manos, mirando ahora ambos hacia el río, comenzaron a bajar con parsimonia la poca pronunciada cuesta hasta llegar a la orilla; continuaron su embelesada marcha y hundieron sus pies en la arena limpia y cuerpos en el agua tibia y cristalina. Allá arriba, los comparseros ponían fin al cante del estribillo: “Los camarones que nacen del Manzanares Son un orgullo con que cuenta mi país”. Al verlos sumergirse en el río, tomados de la mano y juntos sus cuerpos, observamos como la mara de “La Purpurina” y el saco de Juancho, habían quedado muy cerca uno del otro, como sus cuerpos y sus ropas harapientas, hacían un pequeño promontorio; de pronto el costal y las ropas de Juancho asaltaron la mara de “La Purpurina” y se intercambiaron sus secretos. -- Publicado por Eligio Damas para BLOG DE ELIGIO DAMAS el 11/04/2015 04:58:00 a. m.

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