miércoles, 4 de noviembre de 2015

UNA FILA INDIA SERPENTEA LA ORILLA DEL RÍO

Aquel mediodía ardiente, habiendo bajado hasta la orilla del río, justo detrás del Concejo Municipal de Cumaná, donde ahora existe un museo en honor al Mariscal, lo que solíamos hacer, en esos meses, cada vez que nos acercábamos a ese espacio, optamos por algo inusual, caminar en dirección a la cabeza del puente, lo mismo que hacerlo contra la corriente, río arriba. El río se hallaba en su menor nivel en esos días; estábamos en marzo o abril, cuando todavía no habían entrado las lluvias, lo que hacía posible caminásemos por aquel sendero. Por la mansedumbre de la corriente en la orilla, las ribazones se observaban en cada curva. Había peces de todos los tamaños, colores y camarones; y allá en el centro, las cotúas aterrizaban y luego se sumergían para aparecer más adelante disfrutando su pesca. Alcatraces, abundantes más abajo, en la desembocadura del río, se aventuraban hasta allí, remontando la corriente, para pescar, compitiendo con las cotúas, lanzándose con violencia desde lo alto para pronto emerger y levantar vuelo mientras engullían sus presas. Los perros de agua, expertos nadadores, emergían y se sumergían en los espacios de mayor profundidad, mostrándose como alegres y juguetones. Nosotros, mientras nos dirigíamos hacia nuestra meta, no definida sino que era en verdad un deambular sin rumbo ni propósito, mirábamos el espectáculo y sonreíamos felices; era una fiesta maravillosa que podíamos contemplar y disfrutar diariamente sin dificultad. El agua era limpia porque la fuerza y caudal del río en aquel momento del año no eran lo suficiente como para invadir, desde allá arriba, río arriba, espacios donde se amontaban materiales y arrastrarlos y enturbiarse. El lecho del río era solo de arena, por eso, en los sitios menos profundos, uno podía ver el fondo y la vida toda que allí se prodigaba. -“¡Esperen!” Gritó de repente el compañero que marchaba adelante, pues lo estrecho y dificultoso del camino obligaba que fuésemos en fila india, mientras extendía los brazos de manera horizontal y mostraba hacia atrás las palmas de las manos en concordancia con la palabra pronunciada. -¡Vean allí! Volvió a hablar el mismo personaje, mientras extendía la mano izquierda hacia la cabeza del puente del lado de Santa Inés, el mismo donde nos hallábamos, cerca de la plaza Ayacucho donde se encuentra la estatua ecuestre del Mariscal. Cuando dijo aquello mostró desmesurado asombro, tanto que por el cuerpo le corrió un estremecimiento y empezó a dar bruscos saltos, el mismo que invadió a los demás, pues creíamos estar presenciando algo inusitado y sin duda alguna, para nosotros nunca imaginado. Era como un preciado encuentro, casi mágico, hallazgo que nos llenaría de orgullo. ¡Qué dicha haber sido testigo de aquello! El bajo nivel del caudal del río “Manzanares” dejaba allí, bajo esa cabeza de puente, un enorme espacio arenoso, bajo la fresca sombra que aquél, haciendo en parte de techo, como también los grandes árboles de lado y lado del mismo, generosamente brindaban. En aquel espacio, una curiosa comunidad de indigentes, dicho así sólo para resistir la tentación de hablar en detalles de ella, desarrollaba su vida un poco al margen de los habitantes de la ciudad toda. Era una forma de vida clandestina, donde quienes formaban parte o participaban de ella, marginados o excluidos, intentaban vivir conforme a las potencialidades del río, lo agradable del espacio y sus pocas aptitudes o habilidades como para desempeñarse allá arriba y ser aceptados, no ser objeto de burla o víctimas hasta de atropellos, blasfemias y gestos de desprecio. Por el contrario, allí se sentían libres, alegres y en disposición de vivir la vida con plena libertad. Eran allí ellos, seres humanos, sin la sujeción de la mirada transeúnte, el gesto de desaprobación y hasta muestras de rechazo, como el caminante que se pasa a la otra acera o, en la calle, cambia el rumbo para no sentir el olor o percibir de cerca simplemente la figura de algunos de ellos, aunque en verdad, fuesen muy pocos que, aparte de esos gestos o manifestaciones de rechazo, no les mostrasen de alguna manera su simpatía. Eso sí, el ¡hola Juancho!, ¿cómo estás “Purpurina”?, iban acompañados de muestras inequívocas del deseo de mantenerles distantes, como por razones de asepsia. Juancho debió saber siempre que, pese los gestos de alegría de los muchachos con quienes a diario se encontrase, eran muestras de afecto hacia él, carecían del necesario calor de la amistad; pues se prodigaban a distancia. Nadie se le acercaba lo suficiente y cuando era cercado en una rueda de radio grande, todo aquel que empujasen hacia él, mientras bailaba torpemente, no sin dejar de transmitirle una inexplicable alegría a su cuerpo siempre triste, haciendo sonar su caja torácica y sus castañuelas, ponía el freno, detenía, anulaba la fuerza inercial y volvía rápidamente a su punto de arranque, por el temor instintivo de acercarse a aquel infeliz. Les aterraba rozar sus cuerpos con los del sucio Juancho. Cuando él intentaba con inocencia, mientras bailaba y tocaba la pechuga, acercarse a alguien de aquellos que le rodeaban, el círculo se ensanchaba para mantener la distancia, mientras todos reían a carcajadas. Cuando el espectáculo llegaba a su fin, más por el cansancio del público que por Juancho, el círculo se disolvía, cada quien seguía su camino, unos pocos se quedaban pero a mayor distancia y él allí, solo y triste como antes. Juancho no era violento, nunca se supo que agrediese a nadie, más bien tímido y asustadizo como un niño, pero su desaseo y aquel incesante babeo, provocaban en la gente aquellos gestos de rechazo en circunstancias como esas. Cosa extraña, como ya dijimos arriba, se enardecía si alguien intentaba separarlo de su saco. Para mayor tristeza, sin prueba alguna, corría el rumor que Juancho padecía de tuberculosis. ¡Y eso era muy grave y peligroso! A Juancho sólo ofrecían estentóreas carcajadas y aplausos distantes. Juancho, por todo aquello, era un solitario que debía albergarse, la mayor parte del tiempo que pasaba en el centro de la ciudad, debajo de aquel puente, donde sólo concurría gente como él no a encontrar compañía sino la soledad de otros. Tenía pocas cosas en común con quienes habitaban la ciudad, como la de divertirlos, recibir de ellos unos aplausos complacientes y hasta compartir una sonrisa. ¡Más nada! Claro, eso sí, los peces, cotúas, garzas, hasta alcaravanes que se atrevían a venirse desde allá de la desembocadura, las iguanas verdes que saltaban de rama en rama, la fauna toda asociada al río, los deliciosos jobos, guayabas y guamas que desde arriba arrastraba la corriente llenaban sus necesidades y vacío. “La Purpurina” daba muestras de necesitar del contacto con la gente. Tanto deambulaba por la ciudad toda, se detenía con frecuencia en aquellas esquinas o espacios donde concurriese la gente; no era esquiva. Si, como dijimos, trashumante. Recorrer la ciudad, por lo menos del centro hasta Caigüire era su permanente pasatiempo. De vez en cuando intentaba comunicarse con los transeúntes aunque fuese pronunciando una palabra o retahíla de ellas con incoherencia, en tono generalmente muy bajo, algo poco peculiar en aquella sociedad de gritones, de lo que generalmente no recibía respuesta alguna. Ella, como Juancho, también era mantenida a distancia por su aspecto andrajoso. Eso sí, quizás por lo mismo que le dijeran fisgona, le placía pararse en algún sitio donde encontrase jóvenes o uno en particular y les miraba o miraba con inusitado interés y hasta fijeza. Si alguien que aquello detectaba, optaba por decir algo gracioso, insinuante a la Purpurina misma o al observado por ella, sonreía con inocultable picardía, con disimulo estudiado y parsimonia continuaba su camino, como invitando a aquel sobre el cual mostró interés le siguiese, mientras su sonrisa pícara seguía pegada a su rostro purpurino. Todo aquello, mientras su mara bamboleaba sobre su cabeza. Por eso, también solían decir: ¡La Purpurina es coqueta y pícara! -- Publicado por Eligio Damas para BLOG DE ELIGIO DAMAS el 10/30/2015 01:09:00 p. m.

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