domingo, 31 de marzo de 2013

LA PROTESTA DE LOS 13


La Protesta de los 13

Ciro Bianchi Ross • digital@juventudrebelde.cu
30 de Marzo del 2013 18:44:17 CDT

El pasado día 18 se cumplieron 90 años de la histórica Protesta de los
13, aquel gesto que protagonizaron 15 jóvenes cubanos y que fue, dijo
Juan Marinello, «la primera expresión política de nuestros
intelectuales, como grupo definido».

Salían a la palestra para denunciar el turbio negocio de la compra del
convento de Santa Clara, llevada a cabo por la administración del
presidente Zayas. En 1911, las monjas clarisas, decididas a abandonar
el viejo caserón enmarcado en el cuadrilátero conformado por las
calles Cuba, Habana, Sol y Luz, que ocupaban desde el siglo XVII, a
fin de trasladarse a un nuevo edificio en la barriada de Lawton,
pusieron en venta su propiedad. La adquirió, en 1921, una compañía
urbanizadora que quería demoler el convento y construir en ese espacio
locales para viviendas y establecimientos comerciales. Las clarisas
recibieron como pago un certificado de depósito, que expidió el
banquero Narciso Gelats, por la cantidad de 400 000 pesos y una
primera hipoteca de $600 000 con intereses al cinco por ciento. El 28
de marzo de 1922, cuando solo 31 monjas conformaban la comunidad, se
trasladaron las clarisas para su nuevo edificio.

La situación económica del país impidió llevar a vías de hecho el
proyecto de los compradores, y en una sucia operación, el 10 de marzo
de 1923, el presidente Zayas autorizó adquirir de la compañía
urbanizadora el viejo convento. Se pagaron 2 350 000 pesos, siendo el
Gobierno el encargado de liquidar la hipoteca que mantenían las
clarisas.

Contra ese acto, que reportaba una tajada de más de un millón y cuarto
de pesos para repartir entre el Gobierno y la compañía urbanizadora,
se rebeló el poeta Rubén Martínez Villena. Lo secundaban el ya aludido
Marinello, Jorge Mañach, José Z. Tallet, José Antonio Fernández de
Castro, Francisco Ichaso y Luis Gómez-Wangüemert, entre otros.

En su gesto, expresó el historiador Ramiro Guerra, cuajó el ideal más
alto de la revolución de 1895: libertad para pensar, para ser, para
afirmar la personalidad.

Hasta entonces, proseguía Guerra, «habíamos dispuesto en nuestros
juicios de una escala de valores seudocoloniales a base de
convencionalismo, de respeto, de cobardía frente a lo insincero y
falso; a partir de aquel momento tuvimos otra medida llena de audacia
y de juvenil insolencia y, al mismo tiempo, de elevada rectitud moral.
Después de aquella tarde nadie se sintió en la posesión de una
reputación legítima. Cada hombre debía ser capaz de resistir los
recios martillazos de la verdad».

¿Qué pasó aquella tarde del domingo 18 de marzo de 1923? Veámoslo en
la versión que acerca del suceso legó el poeta Tallet, uno de sus
protagonistas.

Almuerzo en Chinchurreta

Pocos días antes, el 8, la compañía mexicana de Lupe Rivas Cacho
estrenaba en el teatro Payret la revista titulada Las naciones del
Golfo, original de los jóvenes escritores cubanos Andrés Núñez Olano y
Guillermo Martínez Márquez, con música del compositor mexicano Ignacio
Torres. La obra —que se mantendría en escena durante dos meses— gozó
desde su primera puesta del favor del público y de la crítica, y la
juventud intelectual de entonces quiso rendir un sencillo homenaje a
sus exitosos autores. Nada pareció mejor que un almuerzo. Tendría
lugar aquel domingo 18 en el restaurante de Chinchurreta, en
Compostela, entre Sol y Luz, frente por frente al callejón de
Porvenir, en los bajos del hotel Campoamor. Fue un encuentro plácido y
distendido. Se hizo el elogio de los homenajeados, hubo una larga
sobremesa y una fotografía de grupo, ya histórica, remató el convite.

Después de la foto —eran ya casi las cuatro de la tarde— se dispersó
la mayor parte de los comensales, unas 40 personas. Quince de ellos
quedaron frente al restaurante, sin saber qué hacer ni adonde ir. De
pronto alguien recordó que cerca de allí, en la sede de la Academia de
Ciencias, el Club Femenino de Cuba homenajearía a la escritora y
pedagoga uruguaya Paulina Luisi, de paso por La Habana, y que el
panegírico de la invitada estaría a cargo del doctor Erasmo
Regüeiferos Boudet, ministro de Justicia del presidente Zayas. La
misma persona propuso que el grupo se trasladara a la Academia y
repudiara allí la actitud deshonesta de Regüeiferos, que había
firmado, junto a Zayas, el decreto sobre la compra del convento por
parte del Estado cubano.

Hay que decir, en honor a la verdad, que el sujeto no era una mala
persona. Ni un ladrón. Por aquel «chivo» de la venta del convento no
parece haberse metido un solo centavo en el bolsillo. El mismo Rubén
lo exculpa cuando luego de llamarle «el seráfico Erasmo», lo califica
en su famosa Epístola lírico-civil, que compuso poco después de la
Protesta, de «señor incapaz del pecado y del vicio». Como senador de
la República, este abogado oriental —Gran Maestro de la Masonería, ex
autonomista y mediocre dramaturgo— dio siempre su apoyo a las causas
más justas, si bien la mayoría de sus proyectos no progresó,
ninguneados en el Congreso o vetados por el Presidente. Su único
triunfo en el Senado resultó la ley del divorcio, de la que fue
ponente. No tenía por qué haber firmado el decreto que lo pondría en
la picota. Como secretario de Justicia no le correspondía. Pero cuando
Manuel Despaigne, secretario de Hacienda, se negó a hacerlo, él asumió
la responsabilidad por solidaridad con Zayas, con quien lo unía una
larga y estrecha amistad. Como dijo Rubén: «Prefirió rendir una alta
prueba de adhesión al amigo, antes que defender los intereses
nacionales».

Todavía frente al restaurante de Chinchurreta, los jóvenes trazaron su
estrategia: entrarían en pequeños grupos al paraninfo de la Academia y
se dispersarían por el salón. Rubén Martínez Villena sería, de ellos,
el único que hablaría.

Habla Rubén

El poeta de La pupila insomne ocupó una butaca en la segunda fila del
lunetario, hacia el centro. Tomaban asiento en el estrado Hortensia
Lamar, presidenta del Club Femenino, la educadora objeto del homenaje,
el cuestionado ministro, el embajador uruguayo y su esposa… Ya con el
salón lleno, la Lamar abrió el acto y dio la palabra a Regüeiferos.
Cuando este se hallaba a mitad de camino hacia la tribuna, Rubén se
puso de pie, gesto que imitaron sus compañeros. Señorita Presidenta,
pido la palabra, dijo el poeta, y los «protestantes» aplaudieron. El
ministro, parado en seco en medio de la tarima, sonrió. Quizá pensó
que aquellos jóvenes estaban allí para vitorearlo.

Martínez Villena pidió perdón a la presidencia del Club Femenino y a
la ilustre invitada, al embajador y a su esposa y a la distinguida
concurrencia. El grupo de jóvenes no se oponía a la celebración de un
acto como ese ni que se rindiera reconocimiento a Paulina Luisi…
Dejaba, sí, constancia de su protesta por la presencia allí de Erasmo
Regüeiferos, «que olvidando su pasado y su actuación, sin advertir el
daño que causaría su gesto, ha firmado un decreto ilícito que encubre
un negocio repelente y torpe… Protestamos contra el funcionario
tachado por la opinión pública, y que ha preferido rendir una alta
prueba de adhesión al amigo, antes que defender los intereses
nacionales. Sentimos mucho que el señor Regüeiferos se encuentre aquí,
por eso nos vemos obligados a protestar y a retirarnos».

El grupo de jóvenes salió del local y el acto continuó su curso.
Regüeiferos, lento y grave, se dirigió a la tribuna y dijo su
discurso. Después, en declaraciones exclusivas al periódico Heraldo de
Cuba, expresó:

«Yo no le hago caso a eso. Hasta he aplaudido. Son unos inconscientes…
He firmado el decreto de la compra del convento de Santa Clara porque
estoy convencido de que se trata de una buena obra…

«Lo autorizo para que lo diga así: el pueblo de Cuba no sabe lo que se
ha propuesto el Presidente con esta compra. Hemos comprado las
reliquias históricas que allí existen, la verdadera Habana antigua con
sus calles, con sus casas, casi como en su fundación. Tesoros de
tradición, de historia, de leyenda, salvados para la posteridad… como
se hace en todos los países».

Desde ese punto de vista, Regüeiferos tenía razón. Un decreto inmoral
salvaba para la posteridad una reliquia histórica que la compañía
urbanizadora, con sus planes, hubiera barrido para siempre del mapa de
la ciudad.

Mis deberes de cubano

En la mesa de un cafetín cercano al Heraldo de Cuba, Rubén escribió a
vuela pluma el manifiesto que exponía la razón y la finalidad de lo
sucedido; documento que dio a conocer dicho periódico. Lo firman 13 de
los 15 «protestantes». No lo hacen el poeta español Ángel Lázaro, por
miedo a que lo expulsen de la Isla por «extranjero indeseable», y el
doctor Emilio Teuma, pedagogo y propietario de una escuela para niños
con trastornos físicos y síquicos, porque era masón y no quiso entrar
en contradicción con el gran maestro Regüeiferos. Diría además Rubén a
un reportero: «Esta protesta no será la última. Hemos decidido
protestar contra aquellos que han violado la ley con escarnio, contra
aquellos que han resucitado un pasado de ignominia. Protestaremos pues
públicamente también contra el doctor Alfredo Zayas, autor de este
decreto torpe e inmoral».

Dos días después del incidente, obedeciendo a su caballerosidad innata
y a lo firme de sus convicciones, daba el poeta a conocer una carta
abierta a la señorita Hortensia Lamar. De nuevo pedía excusas por la
abrupta interrupción del acto y explicaba las motivaciones de su
conducta. Se dice «el vocero de un grupo de adictos a la religión que
profesaron en vida nuestros muertos» que no podía hurtar el cuerpo a
su responsabilidad de cubano. Añadía: «Y para mí, señorita, mis
deberes de cubano están por sobre todo. Creo que el hombre se debe
primordialmente a la patria y a la madre. Los que como yo tienen la
desgracia de deberse nada más que a la patria, a ella se deben
doblemente». Subraya Rubén al final de la misiva la identificación
suya y de sus compañeros con los ideales renovadores de la mujer
cubana.

Delito de injurias

A esa altura ninguna medida había tomado el Gobierno contra los
jóvenes de la Academia de Ciencias. La publicación de la carta a
Hortensia Lamar y la insistencia del Heraldo de Cuba de no dejar morir
los ecos de la Protesta, a fin de aprovecharla en su campaña contra
Zayas, hicieron que Regüeiferos se querellara contra Rubén. A este lo
detuvieron en la noche del día 21 y como el juez de guardia no
apareció por ninguna parte —recuérdese que Regüeiferos era el ministro
de Justicia— tuvo que dormir en el vivac, pues no pudo prestar fianza.
Fue la primera vez, dice Raúl Roa, que el poeta pasó la noche en la
cárcel, hecho que se repetiría luego. Al día siguiente se pagó la
fianza y el poeta volvió a la calle.

El fiscal de la Audiencia habanera acusó a los «protestantes» por el
delito de rebelión, pero el juez de instrucción García Solá modificó
la imputación y dictó auto de procesamiento por el delito de injurias.
En este sentido, se procedió a incoar la causa 330 de 1923. Se impuso
una fianza de mil pesos a cada uno de los «protestantes» y tenían
todos la obligación de acudir los lunes a firmar al juzgado, para un
juicio que nunca se celebró. Así cerró esta historia, pero quedó la
clarinada.

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Ciro Bianchi Ross
ciro@jrebelde.cip.cuhttp://wwwcirobianchi.blogia.com/http://cbianchiross.blogia.com/

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