lunes, 12 de diciembre de 2016

COMPRE POLVORA CON ESE DINERO

Compre pólvora con ese dinero
Ciro Bianchi Ross • digital@juventudrebelde.cu
10 de Diciembre del 2016 21:33:29 CDT

Muy joven empezó Bernarda Toro, Manana, su vida al lado de Máximo
Gómez. Lo acompañó en la manigua en la Guerra de los Diez Años, y en
ella perdieron a los dos primeros hijos que procrearon y vivieron los
siguientes vástagos sus años iniciales. Lo sigue Manana en su
peregrinar, luego de finalizada la contienda, hasta que se establecen
en Montecristi, en la tierra dominicana del General.
Cuando Gómez, en compañía de José Martí, abandona lo suyo para volver
a Cuba, queda Manana, estoica y firme, en Montecristi. Teme por la
suerte de sus seres queridos que van a la guerra y allí recibe la
noticia de la muerte de su hijo Panchito junto al cadáver de su jefe,
el mayor general Antonio Maceo.
La situación de la familia es precaria, tanto que don Tomás Estrada
Palma, delegado del Partido Revolucionario Cubano, asigna a Manana una
pensión que le ayude a atender las necesidades más apremiantes.
No se hace esperar la respuesta de la mambisa:
—Es una inmensa dicha para mí que mi hijo Maximito, todo un hombre ya
pese a sus 17 años, represente dignamente a su padre en la casa, y que
con su trabajo diario cubra las necesidades de la familia. No estamos
dispuestos a convertir en pan el dinero que debe emplearse en pólvora.
¡ESE NEGRO ES UN HÉROE!
La escena tiene lugar en el café El Cosmopolita, en la Acera del
Louvre, sobre el Paseo del Prado. Sentados a una de las mesas varios
jóvenes blancos, de distinguida presencia y elegantísimos con sus
trajes a la última moda, escuchan con avidez el relato de un negro que
puede triplicarles la edad. Avivado por la curiosidad de sus
interlocutores, el hombre evoca a Antonio Maceo y a Calixto García,
alude a los tiempos en los que mandaba la escolta de Carlos Manuel de
Céspedes y detalla el ataque a El Caney y la batalla de la Loma de San
Juan, de los que fue protagonista.
Quien habla es el mayor general Jesús Rabí, un combatiente de las tres
guerras por la independencia de Cuba que no quiso ocupar cargos
públicos durante la intervención militar norteamericana y que ahora,
en la República, vive de un puesto de inspector de Montes y Minas. Uno
de los que escuchan con atención es Alberto Yarini, «el Rey», el más
grande y famoso de los chulos cubanos de todos los tiempos.
Cómo y por qué se entrecruzan los destinos de estos dos personajes es
algo que desconoce quien escribe. Ni viene a cuento. El caso es que en
aquella remotísima tarde de comienzos del siglo pasado, Alberto Yarini
dio, a su modo y sin medir las consecuencias, una formidable lección
en defensa del orgullo y la dignidad de la nación.
Jesús Rabí nació en Jiguaní, Oriente, el 24 de junio de 1845. El 13 de
octubre de 1868, tres días después del Grito de Yara, se incorporó
como soldado a la tropa de Donato Mármol. El 15 entró en combate por
primera vez y el 26 estuvo al lado de Máximo Gómez en su primera carga
al machete en Pino de Baire. Peleó bajo las órdenes de Calixto García.
Participó en la Protesta de Baraguá y en el 95 se alzó en armas el
mismo 24 de febrero. Era ya general de brigada cuando intervino en la
batalla de Peralejo, en la que Maceo se enfrentó al capitán general
Martínez Campos y ocasionó unas 400 bajas a los españoles. En el 96
Rabí fue ascendido a mayor general y otra vez bajo las órdenes de
Calixto García fue el segundo jefe de la agrupación de tropas creada
con vistas a la campaña de Santiago de Cuba. Murió en 1915.
Alberto Yarini nació en La Habana, en 1884. Estudió en los mejores
colegios de la capital y prosiguió sus estudios en Estados Unidos. En
1900 regresó a la Isla. Su padre, un prestigioso dentista y profesor
universitario, se empeñó en que siguiera sus pasos, pero Yarini no
acató la voluntad paterna. Tenía dos pasiones: la política y las
mujeres. La primera lo llevaría a afiliarse al Partido Conservador y a
prepararse para aspirar a un acta de Representante a la Cámara, como
escalón inicial de la confesada ambición de alcanzar un día la
presidencia de la República. La segunda lo convirtió en el más
ranqueado accionista del amor rentado. Cuando lo asesinaron tenía 11
mujeres bajo su égida y unas 25 llevaban tatuadas en alguna parte de
su cuerpo las iniciales de Alberto Yarini. Cometió, sin embargo, un
error imperdonable. Se enamoró de la pequeña Bertha, una prostituta
francesa regenteada por el chulo francés Luis Lotot. Se la arrebató y
Lotot vengó la ofensa.
El 21 de noviembre de 1910, Lotot y sus secuaces sorprendían a
traición a Yarini. Yarini y su acompañante lograron ripostar la
agresión, y el francés cayó fulminado por un tiro que le abrió la
frente. Pero tres disparos habían ido a cebarse en el cuerpo del
afamado chulo cubano, aquel hombre que deslumbró por su belleza,
educación y virilidad. Murió el 22, a las 11 de la noche. Tenía 26
años de edad. Su entierro fue una de las mayores manifestaciones de
duelo que ha conocido La Habana.
Cómo y por qué se entrecruzaron los destinos de Rabí y Yarini es algo
que aún está por averiguarse. El caso es que aquella tarde de
comienzos del siglo pasado mientras que el general Rabí conversaba con
un grupo de jóvenes en El Cosmopolita, dos extranjeros, desde una mesa
cercana, hacían burlas del patriota negro. Yarini se percató de ello y
pidió al grupo trasladarse a otro sitio. Ya fuera del café, volvió
sobre sus pasos y se acercó a los dos extranjeros. En perfecto inglés
les dijo: «¡Ese negro es un héroe de mi país y hay que respetarlo!».
Entonces, sin pensarlo mucho, se echó hacia atrás como buscando
impulso, levantó rápido el brazo derecho y proyectó el puño una, dos,
tres veces contra el rostro del que más se había burlado del cubano.
Al día siguiente los periódicos reseñaban que un juez de instrucción
había impuesto una fianza de 400 pesos a un joven distinguido y de
buena familia, quien en la Acera del Louvre le había roto la nariz y
la mandíbula al Encargado de Negocios de la Embajada norteamericana en
La Habana. El asunto no pasó a mayores. No hay constancia de que el
juicio se celebrara.
LOS HONORARIOS DE JUAN GUALBERTO
Ya en sus últimos días Juan Gualberto Gómez era colaborador habitual
de Bohemia, sita entonces en la calle Trocadero, en Centro Habana. Y
hasta allí iba el amigo de Martí, ya muy anciano, a entregar y cobrar
sus colaboraciones. La revista, que atravesaba entonces una de sus
peores etapas —acorde con la situación económica del país—, no contaba
a veces con dinero en caja para retribuirle sus honorarios. Y entonces
Miguel Ángel Quevedo, director-propietario de la publicación, salía y
pedía el dinero prestado al bodeguero de la esquina porque no podía
permitir que Juan Gualberto, que vivía en Mantilla e iba hasta Bohemia
en transporte público, regresara a su casa sin los diez pesos que
recibía como pago.
CON CRUZ Y SIN CRUZ
Juan Gualberto Gómez, que fue representante a la Cámara y senador,
como militó siempre en la oposición, vivió con gran austeridad y murió
en la pobreza. Su casa de Mantilla, en la que aún radican sus deudos,
no puede ser más modesta.
Muchas veces intentaron comprarlo, pero el insigne patriota jamás se
vendió. Cuando en la Asamblea Constituyente de 1901 se convirtió en
abanderado de la causa cubana en contra de la Enmienda Platt, el
general Leonardo Wood, interventor yanqui en la Isla, le ofreció, para
acallarlo, la dirección del Archivo Nacional —puesto jugosamente
remunerado. También quiso silenciarlo el dictador Gerardo Machado, a
quien Juan Gualberto fustigaba, día a día, por sus desmanes, desde las
páginas de su periódico Patria, al decidir otorgarle la Orden Carlos
Manuel de Céspedes en el grado de Gran Cruz, la más alta condecoración
que confería la República.
Fue la apoteosis de Juan Gualberto, pues Cuba entera calorizó la idea
de rendirle el homenaje condigno que se llevó a cabo en el Teatro
Nacional, el 10 de mayo de 1929. Machado en persona estaba allí para
condecorarlo.
¿Claudicaba el viejo patricio? Lejos de hacerlo, aprovechó la ocasión
para reafirmar sus principios y cara a cara dijo al dictador que
aceptaba la Orden de sus manos porque los honores no se pedían ni se
rechazaban y que nadie se llamara a engaño por eso, porque «Juan
Gualberto con Cruz es el mismo Juan Gualberto sin Cruz».
El ofrecimiento de Wood, por supuesto, lo rechazó. Días después viajó
a Santiago de Cuba. Allí, el general Castillo Duany y el teniente
coronel Lino D’ou, dos combatientes por la independencia, se
interesaron por el asunto.
—Cuéntenos, Maestro, ¿está usted tan bien económicamente que no
necesita el puesto en el Archivo? ¿Por qué lo rechazó? —preguntó D’ou.
Y respondió Juan Gualberto, cubanísimo:
—Porque yo, «vate» no me dejo archivar.
EL SEÑOR ESTÁ DE PRISA
En su campamento de La Araucana, en Camagüey, recibe el mayor general
Máximo Gómez la visita de un señor procedente de Las Tunas. Trae un
cargamento de quesos que quiere obsequiar a la tropa.
El Generalísimo agradece el presente y conversa animadamente con el
visitante hasta que el hombre revela el verdadero propósito de su
visita. Tiene un hijo en el campamento y pide al guerrero que no lo
lleve con él a Las Villas. Interrumpe Gómez la plática y llama a su
asistente. Le dice:
—Comandante, devuélvale los quesos al señor… Está de prisa y se va
para Las Tunas.
ENTRE LEONES
La discusión más nimia, el motivo más baladí, daba a veces pretexto
para la concertación de un duelo.
Una tarde discurrían plácidamente sobre asuntos de armas Ramón Fonts,
el formidable esgrimista zurdo, y el maestro de esgrima José María
Rivas. Conversaban sobre la técnica esgrimística del italiano Athos de
San Malato, autor de uno de los códigos que regían los duelos. Algo
dijo Rivas que disgustó a su interlocutor y ahí mismo quedó planteada
la llamada cuestión de honor. No quedaba otra salida que la de
batirse.
En el día acordado se situaron frente a frente los dos leones. El juez
de campo dio por comenzado el encuentro y enseguida dejó escuchar la
voz de ¡alto! Pidió a Rivas que diera a Fonts las satisfacciones
necesarias. El maestro Rivas asintió sin reparos y ambos
contendientes, quienes eran en verdad muy amigos y se admiraban
mutuamente, se sellaron en un abrazo.

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Ciro Bianchi Ross
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