jueves, 19 de enero de 2012

LAS VENAS ABIERTAS DE EDUARDO GALEANO

Las venas abiertas de Eduardo Galeano
Rafael Gumucio
En Penultimos Dias

En Chile los jóvenes luchan hoy por una educación gratuita y de calidad para todos. Se trata de un tema de mínima justicia en uno de los países más desiguales del planeta. Un país donde los libros, gravados con impuestos especiales, son un lujo impensable y la cultura es una incestuosa secta de parientes y capillas generalmente estériles. Un país en que un alcalde se da el lujo de homenajear con fondos municipales a un torturador y asesino condenado a 400 años de cárcel.
Sin la menor ambigüedad, me siento comprometido en la lucha por una educación gratuita y de calidad para los chilenos. Sólo figuras como Eduardo Galeano frenan a veces mi ímpetu. Hijo de una sociedad, la uruguaya, que ha logrado hace décadas esta educación gratuita, ciudadano de un país donde los libros no son una ruina y donde la cultura es casi inevitable, Galeano representa los peligros de la gratuidad de la cultura. La figura del que usa los libros para deformarlos, del que le habla a esa peligrosa turba que lee lo que no comprende y no sabe —por culpa del exceso de universidad— admitir que no sabe. Porque esa ideología seduce no desde la ignorancia completa, sino desde la semi cultura, desde los malos libros donde siempre hay culpables que te exculpan, donde abundan hasta el mareo convicciones para convencer a cualquiera de cualquier cosa.
Galeano representa —hasta niveles que serían cómicos si no fuesen patéticos— el tartufismo de una izquierda de lobby de hotel. El antimperialismo que el imperio más disfruta porque imita a la perfección el estilo de éste, sus generalizaciones, su desprecio por todo lo que se escapa del maniqueísmo, la falta de matiz, el desdén por la complejidad, el odio profundo por los detalles, el amor por las moralejas. Maya, quechua o mapuche, traducido al rioplatenses: el populismo y la pedantería, la palabrería pícara, que tanto seduce a las periodistas ansiosas por soltarle unas cuantas verdades al papá explotador. Por todos esos indios, obreros o pueblos olvidado, Galeano suele cobrar una suerte de impuesto revolucionario. No importa si la revolución existe o no, la necesidad de vivir de ella sigue en pie.
Galeano es el historiador impermeable a la historia. Capaz de decir, por ejemplo, que “la revolución cubana hizo lo que pudo y no lo que quiso”. Amante de la “Humanidad”, sus libros carecen justamente de hombres con dudas de hombres: antes de empezar ya se sabe el final de la película. Periodistas y profesores varios le agradecen haberse ahorrado verla o comprenderla. A cambio de ese prodigioso trabajo de síntesis, le perdonan que se reserve siempre el mejor papel: iguana inmortal que predica el compromiso pero parece no conocer otro que el compromiso consigo mismo. Vendedor de eslóganes, operador de turismo revolucionario, pícaro sin alegría, sus indios y sus obreros siempre víctimas del explotador ¿no son en el fondo él mismo, víctima de un talento a medias, de una capacidad de articular palabras que esconden mal la incapacidad de construir formas novelescas o ensayísticas que no dependan de la complicidad entregada del público? Libros que hablen por sí solos y digan lo que no esperamos. ¿No es esa historia de frustración continental que cuenta Galeano el relato de su propia frustración, la de no poder haber sido Onetti ni Feliberto Hernández, escritores que valen por escrito de una manera más entera y elusiva de lo que son en declaraciones y manifiestos? ¿No es esa defensa sin fin de causas perdidas una forma de esconder su incapacidad para generar efectos duraderos, verdaderos? En vez de novela o de historia o de periodismo una mezcolanza de todo eso; la pura convicción del que no cree en nada.
Esas venas abiertas de Latinoamérica, ¿no son acaso las de quien no tuvo el coraje de abrírselas para contarnos eso que habría sido más apasionante, la historia de un escritor que tiene el talento justo suficiente para darse cuenta del talento que le falta para ser un escritor de verdad? ¿No es esa la tragedia, una tragedia tan rioplatense, la de abrirse las venas para descubrir que por ella no corre la tinta sino el discurso, palabras y más palabras para encubrir quizás no sólo los hechos sino las sensaciones, los sentimientos, las ideas, contras las que parece Galeano haberse construido una máscara perfecta? Porque al ver sus foto, al ver su aspecto de un inquisidor en vacaciones, uno no puede dejar de pensar que es una máscara, la cubierta de otro rostro que quizás sufrió, temió, quiso, intentó, pero que ante la intemperie de la duda prefirió esconderse.

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