domingo, 29 de enero de 2012

?EXISTE UNA IGLESIA CATOLICA CUBANA FUERA DE CUBA?

Inicio Número 67

TEMAS no. 67 julio-septiembre de 2011

Estimado lector, la revista Temas ya cuenta con una versión de este artículo en formato HTML, además, ponemos a su disposición una versión en formato PDF.

¿Existe una Iglesia católica cubana fuera de Cuba?



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TEMAS no. 67 julio-septiembre de 2011

Estimado lector, la revista Temas ya cuenta con una versión de este artículo en formato HTML, además, ponemos a su disposición una versión en formato PDF.

¿Existe una Iglesia católica cubana fuera de Cuba?



Enrique López Oliva
Periodista e historiador. CEHILA-CUBA.

(268.5k)




¿Existe una Iglesia católica cubana fuera de Cuba?
Enrique López Oliva
Periodista e historiador. CEHILA-CUBA.

* Gerald E. Poyo, Cuban Catholics in the United States, 1960-1980. Exile and Integration, Institute for Latino Studies, University of Notre Dame Press, Notre Dame, 2007.

L
legó a nuestras manos, gracias a la revista Temas, una obra sobre los católicos cubanos en los Estados Unidos. Se trata de Cuban Catholics in the United States, 1960-1980. Exile and Integration,* del investigador Gerald E. Poyo, actualmente profesor de Historia de St. Mary´s University, en San Antonio, Texas.
Según el autor, escribió el libro para
entender un poco el proceso de formación de la comunidad cubana en los Estados Unidos [...] usando los católicos como un case studio (caso de estudio) [y] explorar cómo las ideas de «exilio» e «integración» surgieron y coexistieron entre los cubanos durante esa época.
Poyo vio a los católicos como «un grupo activista, visible, y con muchas publicaciones».1
El libro, además de una introducción del autor, comprende nueve capítulos: «Reforma y Revolución», «Traición y disidencia», «Comunidad de fe», «Identidad e ideología», «La cuestión social», «Una guerra justa y necesaria», «Etnicidad y derechos», «Católicos hispanos en los Estados Unidos» y «Diálogo». A estos se añaden un epílogo y una amplia bibliografía que incluye materiales de archivos, informaciones tomadas de diversos medios, historias orales, entrevistas y comunicaciones de veintidós personalidades: académicos y actores políticos de la comunidad cubana —entre los últimos concurren tres sacerdotes católicos y un prelado estadounidense (Mons. Bryan Walsh2).
Siempre que leo un libro sobre historia del cristianismo viene a mi mente una cita del célebre teólogo de la antigüedad, Aurelio Agustín,3 quien representó un puente entre el llamado Mundo antiguo y la civilización cristiana, y fuera llevado a los altares católicos con el nombre de San Agustín. En su obra Confesiones (de 397 d.C.) escribió:
Cuando se narran acontecimientos pasados que sucedieron realmente, no se atraen a la memoria los acontecimientos propiamente sucedidos, sino aquellos conceptos que, sugeridos por sus imágenes y tamizados a través de los sentidos, se imprimieron como huellas en el alma.4
La historia de la Iglesia católica en Cuba en los últimos cincuenta años ha estado marcada por desgarramientos, en gran medida reflejos de los cambios provocados por la radicalidad de la Revolución cubana.5 Entre estos desgarramientos figuró la separación de un sector importante de creyentes, contrario al proyecto de cambios políticos y sociales emprendidos por la Revolución, que abandonó su patria y se dirigió, principalmente, hacia los Estados Unidos. Muchos de los integrantes del grupo trataron de estructurar un contraproyecto político y se proclamaron «contrarrevolucionarios».
Durante su primera etapa, el exilio cubano en los Estados Unidos estuvo caracterizado por un anticomunismo militante y un catolicismo de corte conservador, inspirado en varias encíclicas papales, en especial la Divini Redemptoris (1937) de Pío XI —que percibía al comunismo como «intrínsecamente perverso»6—, e influido ideológicamente por el impacto de las revoluciones bolchevique y mexicana7 y, por la Guerra civil española, así como por la política de guerra fría apoyada por la jerarquía católica estadounidense. En ella se destacó el Arzobispo de Nueva York y cardenal Francis Spellman, que ordenó al primer sacerdote cubano en el exilio, Daniel Sánchez, en agosto de 1962. (p. 95)
Esta caracterización resulta incomprensible si no recordáramos quiénes eran sus principales guías espirituales antes de salir del país. Habría que señalar que, en 1959, alrededor de 70% del clero católico en Cuba era de origen español. Muchos habían pasado por el trauma de la Guerra civil (p. 123), algunos combatiendo en las filas de la Falange franquista contra «los rojos» y solo unos pocos —en especial del clero vasco— en el campo republicano, los llamados «curas rojos», que después permanecerían, casi todos, en Cuba. Entre estos últimos se destacó el franciscano Ignacio Biain,9 quien fuera director de la revista La Quincena, y mostrara sus simpatías hacia el proceso revolucionario. Permaneció en la Isla hasta su muerte en 1963, pues se negó a aceptar las presiones de sus superiores para que saliera del país.
El anticomunismo en lo político y el conservadurismo en la fe católica, que distinguió a aquellos primeros exiliados a partir de 1959, no impidió que sectores minoritarios de esta emigración asumieran posiciones diferentes ante el hecho revolucionario cubano y realizaran diversas lecturas del suceso. Fueron estos los que buscaron, por diversas vías, un acercamiento hacia los cubanos de la Isla; lograron la creación de organizaciones con tales fines, como la Brigada Antonio Maceo y de publicaciones como la revista Areito. Su enfoque del asunto y las intervenciones públicas los situaron en la posición de tener que enfrentar el rechazo y la hostilidad de la mayoría «exiliada», que llegó a extremos como emprender acciones violentas contra ellos, incluyendo al asesinato de algunos de sus miembros, como Carlos Muñiz Varela en abril de 1979.
Surgieron, incluso, pequeños grupos de jóvenes cristianos con inquietudes sociales, que bajo la influencia del pensamiento y la acción del sacerdote guerrillero y sociólogo colombiano Camilo Torres Restrepo, y al calor de la incipiente Teología Latinoamericana de la Liberación —vista por los conservadores como un caballo de Troya de los comunistas dentro de la Iglesia—, abogaron por una «Revolución cristiana, no comunista», para enfrentar la creciente pobreza y la injusticia social en Latinoamérica (p. 207). Llegaron a apoyar la elección del socialista Salvador Allende como presidente de Chile.
Acercarnos a esa «otra Cuba» —como se le ha llamado—, instalada en los Estados Unidos, no es tarea fácil para los que vivimos en la Isla. La distancia es no solo geográfica; está teñida por dolorosas y profundas rupturas que dividieron a muchas familias y condujeron a enfrentamientos fraticidas violentos. Recuérdese la expedición por Bahía de Cochinos de 1961, organizada por la Agencia Central de Inteligencia (CIA), para la cual se logró movilizar a muchos miembros de organizaciones católicas de la comunidad cubana residente en los Estados Unidos, los cuales llevaban, en una manga de la camisa del uniforme, un escudo con una cruz sobre la isla de Cuba, y el lema: Dios, Patria y Libertad. En la expedición armada participaron tres sacerdotes católicos —ninguno nacido en Cuba— y un ministro evangélico.
Lo interesante es que, pese al dolor y la violencia que nos han marcado, continúan existiendo lazos entre los cubanos de ambas orillas y permanecen inquebrantables muchos afectos.
¿Cómo se vieron a sí mismos los católicos cubanos que se marcharon de Cuba, por razones políticas, después de 1959? La respuesta a tal interrogante es, en nuestra opinión, el principal aporte de este serio estudio académico, que trasciende la estrechez de los condicionamientos políticos e ideológicos, para ofrecernos un rico, tenso y dinámico panorama histórico de una comunidad establecida fuera de su territorio nacional, obligada a adaptarse a una serie de códigos nuevos que incluyó la adopción de una lengua diferente y distante de la materna, y de hábitos de vida enraizados en otra cultura religiosa: el protestantismo. Un grupo que inicialmente pensó que abandonaba la Isla por corto tiempo para retornar a restablecer su forma de concebir Cuba, inspirada en el modelo pre-revolucionario.
El primer grupo que abandonó la Isla en los diez primeros años luego del triunfo revolucionario se consideró a sí mismo «exiliado» y no «emigrado», pues confiaban en un pronto retorno que «nunca se materializó» (p. 184). Solo unos pocos de los que murieron fuera de su terruño lograron que sus familiares repatriaran sus restos, luego de engorrosos y costosos trámites; la mayoría fueron y siguen siendo enterrados lejos del lugar donde nacieron.
El presidente histórico de Democracia Cristiana en el exilio, Dr. José Ignacio Rasco, antiguo profesor de Cívica en el Colegio de Belén en Cuba, insistía en 1969: «No debemos abandonar nuestro deseo de un futuro retorno» (p. 156). Con él tuve oportunidad de conversar ampliamente en varias ocasiones en Miami —ciudad considerada «la segunda capital de los cubanos». En esos intensos y honestos ratos el viejo profesor criticó algunas de sus actitudes de aquellos primeros años de exilio, y declaró su deseo de volver a Cuba algún día.
Pudiéramos preguntarnos si existen dos Historias de Cuba: la escrita en la Isla, y la de los cubanoamericanos, recreada por el contexto en el cual, según quién lo interprete, escogieron vivir o los obligaron a ello. Poyo se detiene en un aspecto poco abordado por los estudiosos que encaran este complejo proceso: el papel desempeñado por la religión católica, tal como fue interpretada y vivida por esos feligreses cubanos que se establecieron en los Estados Unidos, y trasladaron sus formas de religiosidad, pastorales, asociaciones laicales, escuelas, organizaciones políticas de inspiración católica (surgirían nuevas en el exilio), publicaciones, etc. Para preservar sus costumbres y hábitos, sus jerarquías sociales y de valores, así como retener una identidad, que amenazó con desintegrarse y ser absorbida por la cultura dominante estadounidense, se aferraron a un pasado que iba poco a poco borrándose de la memoria; intentaron retenerlo mediante la recreación de símbolos y narrativas que pretendían mantener vivo lo que ellos consideraban propiamente «cubano», tan difícil de trasmitir a sus hijos formados o nacidos en los Estados Unidos, con escasos contactos con el país de origen.
Según Poyo, surgieron «escuelas cívico-religiosas» en las parroquias católicas de asistencia mayoritariamente cubana, con el objetivo de proveer «un contexto nacional y cultural» a los niños de la comunidad cubana, para mantenerles vivo el recuerdo de la patria. A partir de 1979 se organizaron peregrinaciones a San Agustín, en la Florida, lugar donde falleció, en 1853, el sacerdote patriota cubano Félix Varela, y se fomentó la devoción a la patrona del pueblo cubano, la Virgen de la Caridad del Cobre, a la cual se le dedicó una ermita, consagrada por el cardenal de Filadelfia, John Krol, el 2 de diciembre de 1973, que se convertiría en un centro religioso y espiritual de particular importancia para los católicos cubanos del sur de la Florida y otros insertados en el extenso territorio estadounidense.9
El simbolismo encarnado por la Patrona de Cuba merece especial interés para no pocos estudiosos de la temática cultural-religiosa cubana. Para la mayoría de los nacidos en la Isla y no pocos de los que lo hicieron en el exterior, de madre o padre cubanos, la Virgen de la Caridad se erige como el símbolo por excelencia de la cubanidad. Trasladarse hasta la basílica dedicada a ella, en el poblado santiaguero de El Cobre, tiene algo de cálida aventura, acto semejante a la hipotética vuelta al seno materno.10
Se ha hecho cada vez más frecuente encontrar allí, en cualquier época del año, a cubanos residentes en el exterior, cuyo viaje a los orígenes identitarios pasa por el reencuentro con la «virgen mambisa», como también se le conoce. Por eso, no es azaroso que la ermita construida en Miami mire hacia la Isla, ni que el sitio sea de casi obligada peregrinación para aquellos que llegan de la Isla en visitas familiares (pp. 105-7).
Pero no todo fue fácil para los exiliados cubanos en los Estados Unidos; no siempre hallaron acogida y comprensión, idea errónea que suele a veces tenerse en Cuba. En 1972, Monseñor Coleman Carrol prohibió al sacerdote cubano Ramón O´Farril realizar una invocación en español en una ceremonia ecuménica celebrada durante la Convención anual del Partido Republicano, y removió al sacerdote Jorge Bez Chabebe, primer presidente de la Asociación de Clérigos Hispanos, por sus denuncias contra el comunismo y por su apoyo «a la causa cubana» (pp. 196-7).
Durante los 60 y los 70, los católicos cubanos en el sur de la Florida construyeron una comunidad dependiente en la fe, valores y tradiciones [...] de su lugar de origen» y «recrearon su nuevo mundo en exacta imagen de su lugar de origen», afirma Poyo (p. 119). Pero ello no debiera entenderse como que la comunidad no encontraría fuertes obstáculos en sus propósitos de conservarse identitariamente. En un primer momento, los católicos cubanos chocaron con una Iglesia católica estadounidense marcada por la mentalidad de origen irlandés, que inicialmente no aceptó en su seno a las organizaciones católicas trasplantadas desde la Isla. No obstante, en 1961 los cubanos establecieron un Comité de Organizaciones Católicas en el Exilio, con el cual se enfrentaron al Obispo de Miami, Carroll, y a su equipo diocesano, quienes no veían con buenos ojos el surgimiento, de facto, de una «iglesia étnica», con una «específica agenda política» en la Florida (p. 191).
Se trató de someterlos a las estructuras diocesanas de la Iglesia católica estadounidense, «americanizarlos», rechazando, en un principio, la realización de cultos religiosos en español, resistiéndose a la incorporación, en sus estructuras, de los obispos que abandonaban la Isla, e incluso manteniendo en posiciones marginales al clero procedente de Cuba.11
Hasta el papado, al corriente del conflicto, vio con reservas lo que llegó a considerarse una actitud extremista de los católicos cubanos residentes en los Estados Unidos, quienes reclamaron el apoyo de esta frente a la jerarquía católica estadounidense, así como respecto a su política de enfrentamiento con el gobierno revolucionario cubano. Este último, mantuvo relaciones oficiales con la Santa Sede, aunque esta apoyó con firmeza a la Iglesia católica de la Isla.
Por intermedio de su representante en La Habana, especialmente Monseñor Cesare Zacchi (rechazado por el exilio), el Vaticano intentó frenar el éxodo de católicos de la Isla, y mediar con las autoridades revolucionarias ante las diferencias y contradicciones que surgieron con la Iglesia. Estas se debieron a los efectos de medidas como la estatización de las escuelas católicas, en el marco de la nacionalización del sistema de enseñanza, y las confrontaciones derivadas de una política ideológica ateizante, además de la utilización del espacio religioso cubano por opositores políticos al gobierno de la Isla.
Los opositores políticos al nuevo gobierno, luego del aplastamiento de las organizaciones contrarrevolucionarias en la Isla, intentaron convertir a la Iglesia católica en Cuba en «un partido de oposición», a lo que se negaron la jerarquía y el clero cubanos, por lo que fueron acusados por sectores católicos del exilio de debilidad y de confabulación con el gobierno revolucionario.
En 1969 la Fraternidad del Clero y Religiosos de Cuba en la diáspora envió una carta al Secretario de Estado de la Santa Sede, que expresaba su inconformidad con la política seguida hacia el gobierno revolucionario y el mantenimiento de relaciones diplomáticas con este (p. 170).
El papado renovador de Juan XXIII (1958-1963), llamado por los conservadores «el Papa rojo», abrió la posibilidad a los católicos de dialogar con los marxistas —lo que rechazarían los cubanos del exilio, firmes anticomunistas. La celebración en Roma del Concilio Vaticano Segundo (1962-65), iniciado por ese pontífice y culminado por Pablo VI, propició un proceso de aggiornamento (puesta al día) de la Iglesia; y la realización en Medellín (Colombia) de la Segunda Conferencia General del Episcopado Latinoamericano (CELAM, 1968), para poner en práctica, en América Latina, los acuerdos del Concilio.
La aparición, a principios de los años 70, de la Teología Latinoamericana de la Liberación —en alguna medida inspirada en la Revolución cubana—, más cambios ocurridos en los propios Estados Unidos a consecuencia del Movimiento Pro Derechos Civiles de la población afroestadounidense; la elección, por primera vez, de un presidente católico en los Estados Unidos; los asesinatos de John F. Kennedy (1963), Malcolm X (1965), el reverendo Martin Luther King, Jr. (1968), y Robert Kennedy (1968); así como la sucesión de golpes militares en América Latina, auspiciados por los Estados Unidos, fueron hechos que tener en cuenta para visualizar el cambiante contexto en que se desenvolverían los católicos cubanos exiliados.
No obstante, como muestra Poyo en su investigación, los exiliados cubanos desarrollaron diversas estrategias de lucha contra la incipiente Revolución cubana: momentos de lucha armada, presiones diplomáticas, discursos políticos y lobbys ante el gobierno estadounidense para tratar de favorecer su agenda política (pp. 174-80). Pero hubo cubanos que «por razones morales» se opusieron «a asesinatos y acciones terroristas» (p. 158).


El diálogo: ¿posible o imposible?

Las reiteradas visitas de cubanoamericanos a la Isla, rechazadas por el sector más radical del exilio, así como los diálogos iniciados a partir de 1978 entre representantes del gobierno cubano y de las comunidades cubanas residentes en el exterior abrieron una controversia que no solo tuvo manifestaciones violentas, sino que complejizó aun más las casi inexistentes relaciones entre los gobiernos de Cuba y los Estados Unidos.
La creciente población cubana que abandonó la Isla —mayoritariamente blanca— llevaría a tratar de definir su lugar en los Estados Unidos en los 70. Los pocos afrocubanos que emigraron por entonces se enfrentaron —incluso aquellos que se habían comprometido con la causa del exilio— a una «doble discriminación». Tal fue el caso del cubano negro Sergio Carrillo, quien trabajaba en Cuba con la Agrupación Católica Universitaria, y después se unió a la invasión de Bahía de Cochinos. Carrillo reconoció que en la Florida tenía dificultad para encontrar empleo, se enfrentaba con carteles que decían: «No perros, no negros» y con baños segregados, razón por la cual muchos negros y mulatos cubanos se mudaron al norte de los Estados Unidos (p. 204).
Con el tiempo, las divisiones se acentuaron, sobre todo después de la llegada de nuevos emigrados procedentes de Cuba. No dejó de preocupar a los líderes católicos del exilio que cubanos blancos abandonaran la práctica ortodoxa católica y se vincularan a religiones cubanas de origen africano (pp. 200-2).
La comunidad católica del exilio buscó en la población hispana católica una conexión y un aliado para ampliar su influencia en la sociedad estadounidense. No obstante, le censuraron la simpatía con la cual muchos líderes de movimientos de origen hispano veían el proceso revolucionario cubano; especialmente a los de la población mexicano-estadounidense les criticaban que «vieran a la Revolución cubana [como] aceptable alternativa a la opresiva pobreza en los Estados Unidos» (p. 216).
Muchos cubanos exiliados encontraron en su catolicismo —como señala Poyo— un asidero «de ideas y de prácticas» para asumir el dilema que afrontaron en todos los órdenes; no solo las consecuencias de la Revolución, sino significativas reformas dentro de su propia Iglesia, y turbulentos acontecimientos en los Estados Unidos y América Latina.
Va siendo hora de que los académicos cubanos de la Isla nos aproximemos con seriedad y políticamente desprejuiciados —aunque podamos en algunos aspectos no estar de acuerdo—, a esta «otra Cuba», tan diferente a la nuestra y a la cual, sin embargo, no somos del todo extraños, como tampoco a ellos les somos tan ajenos. Obras como la de Gerald E. Poyo ayudan, sin dudas, a entender esa otra Cuba en su complejidad, al sistematizar un complejo proceso que, hasta el momento, se nos pierde.
No son pocos los impedimentos para trasladarnos entre ambos lugares —sobre todo para los cubanos de la Isla—, ni las serias limitaciones con la bibliografía. Solo una pequeña parte de la producción intelectual de los cubanos de dentro se conoce en los Estados Unidos, y viceversa. Por ahora nos unen más la música, los tostones y las remesas económicas que los libros.
Ojalá no esté lejos el día en que exista en Cuba una colección de textos publicados fuera de de sus fronteras geográficas, similar a la que tuvo el Fondo de Cultura Económica de México, que atesoró y difundió todo lo que se publicaba en el exterior sobre ese país.
Conocer las percepciones que tienen otros sobre nosotros es un paso importante hacia el conocimiento propio e indudablemente ayuda a corregir errores —todos los humanos los tenemos—, y a vincularnos con ese «otro mundo» que tanto tiene que ver con el nuestro. De ahí la importancia, para los cubanos de la Isla y del resto del mundo, de poder acceder a ensayos como Cuban Catholics in the United States..., de Gerald E. Poyo.

Notas

1. Comunicación por e-mail del profesor Gerald E. Poyo al autor de esta nota, 16 de abril de 2010.
2. Monseñor Bryan Walsh fue director en Miami de Caritas Católicas-Chatolic Charities, y figura clave en la llamada Operación Peter Pan, que trasladó hacia los Estados Unidos a unos 14 000 niños cubanos, entre 1962 y 1963.
3. Aurelio Agustín (354-430), nacido en Tagaste, provincia romana de Numidia, actual Túnez.
4. Véase Atlas Universal de Filosofía, Océano, Barcelona, 2008, p. 684.
5. Véase Enrique López Oliva, «La Iglesia católica y la Revolución cubana», Temas, n. 55, La Habana, julio-septiembre de 2008, pp. 138-151.
6. Véase Gerald E. Poyo, ob. cit., p. 122. En lo adelante, solo se señalará la página de referencia a la obra reseñada.
7. Véase Enrique López Oliva, «La Iglesia católica y la Revolución mexicana», Temas, n. 61, La Habana, enero-marzo de 2010, pp. 49-60.
8. Véanse varias referencias a Biain en Gerald E. Poyo, ob. cit., pp. 35, 39-40, 42, 48, 54, 62 y 248.
9. Este autor tuvo ocasión de visitarla, y allí conversar con quien fuera, durante mucho tiempo, su capellán, el cubano Monseñor Agustín Román, que llegó a ser Obispo auxiliar de Miami y desempeñó un importante papel dentro de la comunidad católica cubana exiliada.
10. Véase Thomas A. Tweed, Our Lady of the Exile. Diasporic Religion at a Cuban Catholic Shrine in Miami, Oxford University Press, Nueva York, 1997.
11. Este fue el motivo por el cual Monseñor Eduardo Boza Masvidal, antiguo Obispo auxiliar de La Habana, se vio obligado a realizar su ministerio en una parroquia en Los Teques (Venezuela). Véase Gerald E. Poyo, ob. cit., pp. 269-70.











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Enrique López Oliva
Periodista e historiador. CEHILA-CUBA.

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¿Existe una Iglesia católica cubana fuera de Cuba?
Enrique López Oliva
Periodista e historiador. CEHILA-CUBA.

* Gerald E. Poyo, Cuban Catholics in the United States, 1960-1980. Exile and Integration, Institute for Latino Studies, University of Notre Dame Press, Notre Dame, 2007.

L
legó a nuestras manos, gracias a la revista Temas, una obra sobre los católicos cubanos en los Estados Unidos. Se trata de Cuban Catholics in the United States, 1960-1980. Exile and Integration,* del investigador Gerald E. Poyo, actualmente profesor de Historia de St. Mary´s University, en San Antonio, Texas.
Según el autor, escribió el libro para
entender un poco el proceso de formación de la comunidad cubana en los Estados Unidos [...] usando los católicos como un case studio (caso de estudio) [y] explorar cómo las ideas de «exilio» e «integración» surgieron y coexistieron entre los cubanos durante esa época.
Poyo vio a los católicos como «un grupo activista, visible, y con muchas publicaciones».1
El libro, además de una introducción del autor, comprende nueve capítulos: «Reforma y Revolución», «Traición y disidencia», «Comunidad de fe», «Identidad e ideología», «La cuestión social», «Una guerra justa y necesaria», «Etnicidad y derechos», «Católicos hispanos en los Estados Unidos» y «Diálogo». A estos se añaden un epílogo y una amplia bibliografía que incluye materiales de archivos, informaciones tomadas de diversos medios, historias orales, entrevistas y comunicaciones de veintidós personalidades: académicos y actores políticos de la comunidad cubana —entre los últimos concurren tres sacerdotes católicos y un prelado estadounidense (Mons. Bryan Walsh2).
Siempre que leo un libro sobre historia del cristianismo viene a mi mente una cita del célebre teólogo de la antigüedad, Aurelio Agustín,3 quien representó un puente entre el llamado Mundo antiguo y la civilización cristiana, y fuera llevado a los altares católicos con el nombre de San Agustín. En su obra Confesiones (de 397 d.C.) escribió:
Cuando se narran acontecimientos pasados que sucedieron realmente, no se atraen a la memoria los acontecimientos propiamente sucedidos, sino aquellos conceptos que, sugeridos por sus imágenes y tamizados a través de los sentidos, se imprimieron como huellas en el alma.4
La historia de la Iglesia católica en Cuba en los últimos cincuenta años ha estado marcada por desgarramientos, en gran medida reflejos de los cambios provocados por la radicalidad de la Revolución cubana.5 Entre estos desgarramientos figuró la separación de un sector importante de creyentes, contrario al proyecto de cambios políticos y sociales emprendidos por la Revolución, que abandonó su patria y se dirigió, principalmente, hacia los Estados Unidos. Muchos de los integrantes del grupo trataron de estructurar un contraproyecto político y se proclamaron «contrarrevolucionarios».
Durante su primera etapa, el exilio cubano en los Estados Unidos estuvo caracterizado por un anticomunismo militante y un catolicismo de corte conservador, inspirado en varias encíclicas papales, en especial la Divini Redemptoris (1937) de Pío XI —que percibía al comunismo como «intrínsecamente perverso»6—, e influido ideológicamente por el impacto de las revoluciones bolchevique y mexicana7 y, por la Guerra civil española, así como por la política de guerra fría apoyada por la jerarquía católica estadounidense. En ella se destacó el Arzobispo de Nueva York y cardenal Francis Spellman, que ordenó al primer sacerdote cubano en el exilio, Daniel Sánchez, en agosto de 1962. (p. 95)
Esta caracterización resulta incomprensible si no recordáramos quiénes eran sus principales guías espirituales antes de salir del país. Habría que señalar que, en 1959, alrededor de 70% del clero católico en Cuba era de origen español. Muchos habían pasado por el trauma de la Guerra civil (p. 123), algunos combatiendo en las filas de la Falange franquista contra «los rojos» y solo unos pocos —en especial del clero vasco— en el campo republicano, los llamados «curas rojos», que después permanecerían, casi todos, en Cuba. Entre estos últimos se destacó el franciscano Ignacio Biain,9 quien fuera director de la revista La Quincena, y mostrara sus simpatías hacia el proceso revolucionario. Permaneció en la Isla hasta su muerte en 1963, pues se negó a aceptar las presiones de sus superiores para que saliera del país.
El anticomunismo en lo político y el conservadurismo en la fe católica, que distinguió a aquellos primeros exiliados a partir de 1959, no impidió que sectores minoritarios de esta emigración asumieran posiciones diferentes ante el hecho revolucionario cubano y realizaran diversas lecturas del suceso. Fueron estos los que buscaron, por diversas vías, un acercamiento hacia los cubanos de la Isla; lograron la creación de organizaciones con tales fines, como la Brigada Antonio Maceo y de publicaciones como la revista Areito. Su enfoque del asunto y las intervenciones públicas los situaron en la posición de tener que enfrentar el rechazo y la hostilidad de la mayoría «exiliada», que llegó a extremos como emprender acciones violentas contra ellos, incluyendo al asesinato de algunos de sus miembros, como Carlos Muñiz Varela en abril de 1979.
Surgieron, incluso, pequeños grupos de jóvenes cristianos con inquietudes sociales, que bajo la influencia del pensamiento y la acción del sacerdote guerrillero y sociólogo colombiano Camilo Torres Restrepo, y al calor de la incipiente Teología Latinoamericana de la Liberación —vista por los conservadores como un caballo de Troya de los comunistas dentro de la Iglesia—, abogaron por una «Revolución cristiana, no comunista», para enfrentar la creciente pobreza y la injusticia social en Latinoamérica (p. 207). Llegaron a apoyar la elección del socialista Salvador Allende como presidente de Chile.
Acercarnos a esa «otra Cuba» —como se le ha llamado—, instalada en los Estados Unidos, no es tarea fácil para los que vivimos en la Isla. La distancia es no solo geográfica; está teñida por dolorosas y profundas rupturas que dividieron a muchas familias y condujeron a enfrentamientos fraticidas violentos. Recuérdese la expedición por Bahía de Cochinos de 1961, organizada por la Agencia Central de Inteligencia (CIA), para la cual se logró movilizar a muchos miembros de organizaciones católicas de la comunidad cubana residente en los Estados Unidos, los cuales llevaban, en una manga de la camisa del uniforme, un escudo con una cruz sobre la isla de Cuba, y el lema: Dios, Patria y Libertad. En la expedición armada participaron tres sacerdotes católicos —ninguno nacido en Cuba— y un ministro evangélico.
Lo interesante es que, pese al dolor y la violencia que nos han marcado, continúan existiendo lazos entre los cubanos de ambas orillas y permanecen inquebrantables muchos afectos.
¿Cómo se vieron a sí mismos los católicos cubanos que se marcharon de Cuba, por razones políticas, después de 1959? La respuesta a tal interrogante es, en nuestra opinión, el principal aporte de este serio estudio académico, que trasciende la estrechez de los condicionamientos políticos e ideológicos, para ofrecernos un rico, tenso y dinámico panorama histórico de una comunidad establecida fuera de su territorio nacional, obligada a adaptarse a una serie de códigos nuevos que incluyó la adopción de una lengua diferente y distante de la materna, y de hábitos de vida enraizados en otra cultura religiosa: el protestantismo. Un grupo que inicialmente pensó que abandonaba la Isla por corto tiempo para retornar a restablecer su forma de concebir Cuba, inspirada en el modelo pre-revolucionario.
El primer grupo que abandonó la Isla en los diez primeros años luego del triunfo revolucionario se consideró a sí mismo «exiliado» y no «emigrado», pues confiaban en un pronto retorno que «nunca se materializó» (p. 184). Solo unos pocos de los que murieron fuera de su terruño lograron que sus familiares repatriaran sus restos, luego de engorrosos y costosos trámites; la mayoría fueron y siguen siendo enterrados lejos del lugar donde nacieron.
El presidente histórico de Democracia Cristiana en el exilio, Dr. José Ignacio Rasco, antiguo profesor de Cívica en el Colegio de Belén en Cuba, insistía en 1969: «No debemos abandonar nuestro deseo de un futuro retorno» (p. 156). Con él tuve oportunidad de conversar ampliamente en varias ocasiones en Miami —ciudad considerada «la segunda capital de los cubanos». En esos intensos y honestos ratos el viejo profesor criticó algunas de sus actitudes de aquellos primeros años de exilio, y declaró su deseo de volver a Cuba algún día.
Pudiéramos preguntarnos si existen dos Historias de Cuba: la escrita en la Isla, y la de los cubanoamericanos, recreada por el contexto en el cual, según quién lo interprete, escogieron vivir o los obligaron a ello. Poyo se detiene en un aspecto poco abordado por los estudiosos que encaran este complejo proceso: el papel desempeñado por la religión católica, tal como fue interpretada y vivida por esos feligreses cubanos que se establecieron en los Estados Unidos, y trasladaron sus formas de religiosidad, pastorales, asociaciones laicales, escuelas, organizaciones políticas de inspiración católica (surgirían nuevas en el exilio), publicaciones, etc. Para preservar sus costumbres y hábitos, sus jerarquías sociales y de valores, así como retener una identidad, que amenazó con desintegrarse y ser absorbida por la cultura dominante estadounidense, se aferraron a un pasado que iba poco a poco borrándose de la memoria; intentaron retenerlo mediante la recreación de símbolos y narrativas que pretendían mantener vivo lo que ellos consideraban propiamente «cubano», tan difícil de trasmitir a sus hijos formados o nacidos en los Estados Unidos, con escasos contactos con el país de origen.
Según Poyo, surgieron «escuelas cívico-religiosas» en las parroquias católicas de asistencia mayoritariamente cubana, con el objetivo de proveer «un contexto nacional y cultural» a los niños de la comunidad cubana, para mantenerles vivo el recuerdo de la patria. A partir de 1979 se organizaron peregrinaciones a San Agustín, en la Florida, lugar donde falleció, en 1853, el sacerdote patriota cubano Félix Varela, y se fomentó la devoción a la patrona del pueblo cubano, la Virgen de la Caridad del Cobre, a la cual se le dedicó una ermita, consagrada por el cardenal de Filadelfia, John Krol, el 2 de diciembre de 1973, que se convertiría en un centro religioso y espiritual de particular importancia para los católicos cubanos del sur de la Florida y otros insertados en el extenso territorio estadounidense.9
El simbolismo encarnado por la Patrona de Cuba merece especial interés para no pocos estudiosos de la temática cultural-religiosa cubana. Para la mayoría de los nacidos en la Isla y no pocos de los que lo hicieron en el exterior, de madre o padre cubanos, la Virgen de la Caridad se erige como el símbolo por excelencia de la cubanidad. Trasladarse hasta la basílica dedicada a ella, en el poblado santiaguero de El Cobre, tiene algo de cálida aventura, acto semejante a la hipotética vuelta al seno materno.10
Se ha hecho cada vez más frecuente encontrar allí, en cualquier época del año, a cubanos residentes en el exterior, cuyo viaje a los orígenes identitarios pasa por el reencuentro con la «virgen mambisa», como también se le conoce. Por eso, no es azaroso que la ermita construida en Miami mire hacia la Isla, ni que el sitio sea de casi obligada peregrinación para aquellos que llegan de la Isla en visitas familiares (pp. 105-7).
Pero no todo fue fácil para los exiliados cubanos en los Estados Unidos; no siempre hallaron acogida y comprensión, idea errónea que suele a veces tenerse en Cuba. En 1972, Monseñor Coleman Carrol prohibió al sacerdote cubano Ramón O´Farril realizar una invocación en español en una ceremonia ecuménica celebrada durante la Convención anual del Partido Republicano, y removió al sacerdote Jorge Bez Chabebe, primer presidente de la Asociación de Clérigos Hispanos, por sus denuncias contra el comunismo y por su apoyo «a la causa cubana» (pp. 196-7).
Durante los 60 y los 70, los católicos cubanos en el sur de la Florida construyeron una comunidad dependiente en la fe, valores y tradiciones [...] de su lugar de origen» y «recrearon su nuevo mundo en exacta imagen de su lugar de origen», afirma Poyo (p. 119). Pero ello no debiera entenderse como que la comunidad no encontraría fuertes obstáculos en sus propósitos de conservarse identitariamente. En un primer momento, los católicos cubanos chocaron con una Iglesia católica estadounidense marcada por la mentalidad de origen irlandés, que inicialmente no aceptó en su seno a las organizaciones católicas trasplantadas desde la Isla. No obstante, en 1961 los cubanos establecieron un Comité de Organizaciones Católicas en el Exilio, con el cual se enfrentaron al Obispo de Miami, Carroll, y a su equipo diocesano, quienes no veían con buenos ojos el surgimiento, de facto, de una «iglesia étnica», con una «específica agenda política» en la Florida (p. 191).
Se trató de someterlos a las estructuras diocesanas de la Iglesia católica estadounidense, «americanizarlos», rechazando, en un principio, la realización de cultos religiosos en español, resistiéndose a la incorporación, en sus estructuras, de los obispos que abandonaban la Isla, e incluso manteniendo en posiciones marginales al clero procedente de Cuba.11
Hasta el papado, al corriente del conflicto, vio con reservas lo que llegó a considerarse una actitud extremista de los católicos cubanos residentes en los Estados Unidos, quienes reclamaron el apoyo de esta frente a la jerarquía católica estadounidense, así como respecto a su política de enfrentamiento con el gobierno revolucionario cubano. Este último, mantuvo relaciones oficiales con la Santa Sede, aunque esta apoyó con firmeza a la Iglesia católica de la Isla.
Por intermedio de su representante en La Habana, especialmente Monseñor Cesare Zacchi (rechazado por el exilio), el Vaticano intentó frenar el éxodo de católicos de la Isla, y mediar con las autoridades revolucionarias ante las diferencias y contradicciones que surgieron con la Iglesia. Estas se debieron a los efectos de medidas como la estatización de las escuelas católicas, en el marco de la nacionalización del sistema de enseñanza, y las confrontaciones derivadas de una política ideológica ateizante, además de la utilización del espacio religioso cubano por opositores políticos al gobierno de la Isla.
Los opositores políticos al nuevo gobierno, luego del aplastamiento de las organizaciones contrarrevolucionarias en la Isla, intentaron convertir a la Iglesia católica en Cuba en «un partido de oposición», a lo que se negaron la jerarquía y el clero cubanos, por lo que fueron acusados por sectores católicos del exilio de debilidad y de confabulación con el gobierno revolucionario.
En 1969 la Fraternidad del Clero y Religiosos de Cuba en la diáspora envió una carta al Secretario de Estado de la Santa Sede, que expresaba su inconformidad con la política seguida hacia el gobierno revolucionario y el mantenimiento de relaciones diplomáticas con este (p. 170).
El papado renovador de Juan XXIII (1958-1963), llamado por los conservadores «el Papa rojo», abrió la posibilidad a los católicos de dialogar con los marxistas —lo que rechazarían los cubanos del exilio, firmes anticomunistas. La celebración en Roma del Concilio Vaticano Segundo (1962-65), iniciado por ese pontífice y culminado por Pablo VI, propició un proceso de aggiornamento (puesta al día) de la Iglesia; y la realización en Medellín (Colombia) de la Segunda Conferencia General del Episcopado Latinoamericano (CELAM, 1968), para poner en práctica, en América Latina, los acuerdos del Concilio.
La aparición, a principios de los años 70, de la Teología Latinoamericana de la Liberación —en alguna medida inspirada en la Revolución cubana—, más cambios ocurridos en los propios Estados Unidos a consecuencia del Movimiento Pro Derechos Civiles de la población afroestadounidense; la elección, por primera vez, de un presidente católico en los Estados Unidos; los asesinatos de John F. Kennedy (1963), Malcolm X (1965), el reverendo Martin Luther King, Jr. (1968), y Robert Kennedy (1968); así como la sucesión de golpes militares en América Latina, auspiciados por los Estados Unidos, fueron hechos que tener en cuenta para visualizar el cambiante contexto en que se desenvolverían los católicos cubanos exiliados.
No obstante, como muestra Poyo en su investigación, los exiliados cubanos desarrollaron diversas estrategias de lucha contra la incipiente Revolución cubana: momentos de lucha armada, presiones diplomáticas, discursos políticos y lobbys ante el gobierno estadounidense para tratar de favorecer su agenda política (pp. 174-80). Pero hubo cubanos que «por razones morales» se opusieron «a asesinatos y acciones terroristas» (p. 158).


El diálogo: ¿posible o imposible?

Las reiteradas visitas de cubanoamericanos a la Isla, rechazadas por el sector más radical del exilio, así como los diálogos iniciados a partir de 1978 entre representantes del gobierno cubano y de las comunidades cubanas residentes en el exterior abrieron una controversia que no solo tuvo manifestaciones violentas, sino que complejizó aun más las casi inexistentes relaciones entre los gobiernos de Cuba y los Estados Unidos.
La creciente población cubana que abandonó la Isla —mayoritariamente blanca— llevaría a tratar de definir su lugar en los Estados Unidos en los 70. Los pocos afrocubanos que emigraron por entonces se enfrentaron —incluso aquellos que se habían comprometido con la causa del exilio— a una «doble discriminación». Tal fue el caso del cubano negro Sergio Carrillo, quien trabajaba en Cuba con la Agrupación Católica Universitaria, y después se unió a la invasión de Bahía de Cochinos. Carrillo reconoció que en la Florida tenía dificultad para encontrar empleo, se enfrentaba con carteles que decían: «No perros, no negros» y con baños segregados, razón por la cual muchos negros y mulatos cubanos se mudaron al norte de los Estados Unidos (p. 204).
Con el tiempo, las divisiones se acentuaron, sobre todo después de la llegada de nuevos emigrados procedentes de Cuba. No dejó de preocupar a los líderes católicos del exilio que cubanos blancos abandonaran la práctica ortodoxa católica y se vincularan a religiones cubanas de origen africano (pp. 200-2).
La comunidad católica del exilio buscó en la población hispana católica una conexión y un aliado para ampliar su influencia en la sociedad estadounidense. No obstante, le censuraron la simpatía con la cual muchos líderes de movimientos de origen hispano veían el proceso revolucionario cubano; especialmente a los de la población mexicano-estadounidense les criticaban que «vieran a la Revolución cubana [como] aceptable alternativa a la opresiva pobreza en los Estados Unidos» (p. 216).
Muchos cubanos exiliados encontraron en su catolicismo —como señala Poyo— un asidero «de ideas y de prácticas» para asumir el dilema que afrontaron en todos los órdenes; no solo las consecuencias de la Revolución, sino significativas reformas dentro de su propia Iglesia, y turbulentos acontecimientos en los Estados Unidos y América Latina.
Va siendo hora de que los académicos cubanos de la Isla nos aproximemos con seriedad y políticamente desprejuiciados —aunque podamos en algunos aspectos no estar de acuerdo—, a esta «otra Cuba», tan diferente a la nuestra y a la cual, sin embargo, no somos del todo extraños, como tampoco a ellos les somos tan ajenos. Obras como la de Gerald E. Poyo ayudan, sin dudas, a entender esa otra Cuba en su complejidad, al sistematizar un complejo proceso que, hasta el momento, se nos pierde.
No son pocos los impedimentos para trasladarnos entre ambos lugares —sobre todo para los cubanos de la Isla—, ni las serias limitaciones con la bibliografía. Solo una pequeña parte de la producción intelectual de los cubanos de dentro se conoce en los Estados Unidos, y viceversa. Por ahora nos unen más la música, los tostones y las remesas económicas que los libros.
Ojalá no esté lejos el día en que exista en Cuba una colección de textos publicados fuera de de sus fronteras geográficas, similar a la que tuvo el Fondo de Cultura Económica de México, que atesoró y difundió todo lo que se publicaba en el exterior sobre ese país.
Conocer las percepciones que tienen otros sobre nosotros es un paso importante hacia el conocimiento propio e indudablemente ayuda a corregir errores —todos los humanos los tenemos—, y a vincularnos con ese «otro mundo» que tanto tiene que ver con el nuestro. De ahí la importancia, para los cubanos de la Isla y del resto del mundo, de poder acceder a ensayos como Cuban Catholics in the United States..., de Gerald E. Poyo.

Notas

1. Comunicación por e-mail del profesor Gerald E. Poyo al autor de esta nota, 16 de abril de 2010.
2. Monseñor Bryan Walsh fue director en Miami de Caritas Católicas-Chatolic Charities, y figura clave en la llamada Operación Peter Pan, que trasladó hacia los Estados Unidos a unos 14 000 niños cubanos, entre 1962 y 1963.
3. Aurelio Agustín (354-430), nacido en Tagaste, provincia romana de Numidia, actual Túnez.
4. Véase Atlas Universal de Filosofía, Océano, Barcelona, 2008, p. 684.
5. Véase Enrique López Oliva, «La Iglesia católica y la Revolución cubana», Temas, n. 55, La Habana, julio-septiembre de 2008, pp. 138-151.
6. Véase Gerald E. Poyo, ob. cit., p. 122. En lo adelante, solo se señalará la página de referencia a la obra reseñada.
7. Véase Enrique López Oliva, «La Iglesia católica y la Revolución mexicana», Temas, n. 61, La Habana, enero-marzo de 2010, pp. 49-60.
8. Véanse varias referencias a Biain en Gerald E. Poyo, ob. cit., pp. 35, 39-40, 42, 48, 54, 62 y 248.
9. Este autor tuvo ocasión de visitarla, y allí conversar con quien fuera, durante mucho tiempo, su capellán, el cubano Monseñor Agustín Román, que llegó a ser Obispo auxiliar de Miami y desempeñó un importante papel dentro de la comunidad católica cubana exiliada.
10. Véase Thomas A. Tweed, Our Lady of the Exile. Diasporic Religion at a Cuban Catholic Shrine in Miami, Oxford University Press, Nueva York, 1997.
11. Este fue el motivo por el cual Monseñor Eduardo Boza Masvidal, antiguo Obispo auxiliar de La Habana, se vio obligado a realizar su ministerio en una parroquia en Los Teques (Venezuela). Véase Gerald E. Poyo, ob. cit., pp. 269-70.











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