APUNTES DEL CARTULARIO
Ciro Bianchi Ross
El indio bravo
Cuando se habla de bandoleros famosos en Cuba, vienen a la mente, de
golpe, los nombres de Manuel García y de Arroyito, pero casi nadie
recuerda a El Indio Bravo que sembró el terror en la jurisdicción de
Puerto Príncipe (Camagüey) a comienzos del siglo XIX. Nunca llegó
saberse cómo se llamaba en verdad. Los que lo vieron aludían a su
corpulencia, su fuerza descomunal, su crueldad primitiva. Se dice que
montaba al pelo un caballo negro enorme y que, aunque iba armado de
trabuco, machete y cuchillo, era, sobre todo, diestro en el manejo del
arco y de la flecha y dejaba a su paso una estela de vacas a las que
había arrancado la lengua.
El Indio Bravo fue un bandolero singular. No era un simple ladrón de
fincas o un salteador de caminos. Tampoco hay constancia de que
descendiera en verdad de los primitivos habitantes de la Isla. Si
sacrificaba aquellas bestias es porque la lengua asada era su alimento
preferido y cuando recurrió a los secuestros fue siempre para exigir
comida a cambio. Pero en aquella ciudad pequeña que era el Camagüey de
entonces pronto los rumores subieron de tono y de boca en boca El
Indio Bravo se vio convertido en un caníbal que se robaba a los niños
para alimentarse con ellos o simplemente para arrancarles el corazón y
beber de su sangre.
Cundió el pánico, y así, muchos que en corrillos y tertulias
presumían de valientes no se sentían ya seguros para recorrer el
camino hasta sus fincas. En la ciudad, las mujeres recogían a los
niños antes del oscurecer, y las trancas y los pestillos parecían
pocos para protegerse del fantasmal bandolero. Comenzaron a decaer las
visitas y fiestas y aun los festejos del San Juan se suspendían pues
no estaba el ánimo para diversiones.
Camagüey comenzaba a desperezarse entonces del largo letargo de los
casi dos siglos transcurridos desde su fundación. Contaba la villa con
unos 13 000 habitantes, la tercera parte de la población total de la
comarca. Se construían allí iglesias y puentes y su economía
prosperaba gracias al comercio creciente con La Habana. Pero la
instrucción pública, como es de suponer, se hallaba en estado crítico,
escaseaban las escuelas primarias, muchos hombres que alardeaban de su
linaje ilustre ni siquiera sabían firmar y había casas opulentas en
las que nunca entró un libro. Es explicable entonces que los rumores
se propalaran con mucha facilidad y se les dieran más crédito a medida
que fuesen más absurdos. Por otra parte, se hacía habitual que la
atmósfera cerrada y extremadamente represiva de la colonia provocara
hechos brutales. Una época en la que los bandos políticos dirimían sus
diferencias a tiros y a cuchilladas en plena vía pública, se sometía a
los esclavos a suplicios espantosos y en la que el ahorcamiento en la
Plaza de Armas de un condenado a muerte era motivo de diversión. En
resumen, el Indio Bravo no era lo más feroz de esos tiempos, pero
sobre él recaía por entonces toda la atención.
Siguió la vida su monótono transcurrir. En 1801, cuando el bandolero
llevaba en lo suyo alrededor de un año, el ayuntamiento principeño
prometió recompensar al que lo capturara con 500 pesos, suma
elevadísima para la época.
Nada se consiguió, sin embargo. No se le atrapó entonces ni tampoco
en los años subsiguientes. Llegó así el de 1804 y el Cabildo aprobó un
plan para la captura del Indio. A partir de ahí se inició la cuenta
regresiva para el Indio Bravo. Más que el ofrecimiento de la jugosa
recompensa, que el ayuntamiento mantenía en pie, fue el secuestro del
niño José María Álvarez González, hijo de un vecino principal de la
villa, lo que apresuró y concentró las acciones de su búsqueda y
captura. Muchos principiemos se sumaron a ellas con el fin de evitar,
decían, que el tierno infante fuese devorado por el malhechor.
El 11 de junio de 1804 le llegó la mala hora al indio Bravo. Dos
vecinos de la finca Cabeza de Vaca, lo capturaron y ajusticiaron. Se
ha dicho que fue un esclavo quien en realidad dio muerte al
delincuente, pero que por su condición de esclavo no tuvo parte en la
recompensa pecuniaria. La injusticia quedó intacta.
Al filo de la media noche de ese día el Indio Bravo entró por última
vez a Camagüey. En la Plaza de Armas se expuso su cadáver a la
curiosidad y al escarnio. Pese a lo intempestivo de la hora las
iglesias echaron sus campanas al vuelo y los templos se abarrotaron de
fieles que agradecían haber sido librados de aquel azote real, pero
que en buena parte inventaron. Al día siguiente el pueblo se lanzó a
la calle lleno de alegría para celebrar el San Juan tradicional con
júbilo desconocido hasta entonces.
Pasó el tiempo. El Indio Bravo no cayó en el olvido. Su condición de
rebelde solitario se asoció, 90 años después de su muerte, con el
enfrentamiento de los camagüeyanos al colonialismo español. En 1893
un periódico independentista que circulaba clandestinamente llevó su
nombre, como si el Indio Bravo quisiera vengarse de una vez por todas
de sus matadores.
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Ciro Bianchi Ross
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