domingo, 7 de octubre de 2012

DESPUES DE TREJO , ?QUE?


Después de Trejo, ¿qué?


Ciro Bianchi Ross
6 de Octubre del 2012 19:02:39 CDT

Estudiantes universitarios con los que debo sostener un encuentro el
próximo día 18, me preguntan si los asesinatos de Julio Antonio Mella,
en México, el 10 de enero de 1929, y de Rafael Trejo, en La Habana, el
30 de septiembre del año siguiente —al que aludimos en detalle la
semana anterior— fueron los primeros crímenes del dictador Gerardo
Machado.

No lo fueron. Cuando ocurrió el primero de los hechos de sangre
mencionados, ya una larga cadena de crímenes jalonaba el mandato del
llamado «mocho de Camajuaní». El trágico rosario se inicia con la
muerte del periodista Armando André, baleado cuando intentaba entrar
en su casa, el 20 de agosto de 1925, justo el mismo día en el que
Machado cumplía tres meses en el poder. Uno de los últimos fue el de
la militante comunista Ana Luisa Lavadí, herida mortalmente el 1ro. de
agosto de 1933, cuando participaba en una manifestación callejera
contra el régimen.

Entre una fecha y otra, se impone responsabilizar a las fuerzas
represivas machadistas con cientos de crímenes individuales y no pocas
masacres, como la del 7 de agosto de 1933, que deja el saldo de 20-30
muertos y más de cien heridos, luego de propalarse la falsa noticia de
la caída de Machado, y, antes, en 1926, el asesinato colectivo de
numerosos emigrantes canarios acusados en Ciego de Ávila del secuestro
de un rico colono azucarero. Sobre el comandante Arsenio Ortiz cayó la
responsabilidad del asesinato, en la región oriental, de 44 personas
en menos de un año. Con valentía y entereza el juez Ríos Balmaseda
procesó al llamado «Chacal de Oriente», y no quedó a la dictadura otro
remedio que tomar cartas en el asunto. No pasó nada a la postre. Con
la protección de Machado, Ortiz salió de Cuba con destino a Alemania,
a fin de asistir a la boda de una hija, y se radicó después y hasta su
muerte en la República Dominicana de Trujillo.

Con el asesino de Rafael Trejo, el policía Félix Díaz Robaina, que era
un niño de teta al lado de Ortiz, sucedió algo similar. Por los
sucesos del 30 de septiembre de 1930, Juan Marinello, catedrático de
la Universidad de La Habana, y tres estudiantes de ese centro docente
fueron procesados con exclusión de fianza y permanecieron encarcelados
hasta mediados de octubre. Se les acusaba de haber promovido la
manifestación estudiantil. A Díaz Robaina, en cambio, el juez le dio
la posibilidad de la fianza, que depositó de inmediato el pagador de
la Policía. Enseguida se le rehabilitó y Robaina pasó a prestar
servicio en la reserva especial de la Jefatura. Luego, amnistiado, fue
ayudado por la propia Policía a salir de la Isla.
Si no se va, lo mato

En 1926 era ultimado en la ciudad de Morón el dirigente ferroviario
Enrique Varona. Se dirigía al cine en compañía de su esposa e hijo
cuando dos soldados, sin importarles que los reconocieran, lo
acribillaron a balazos a la vista de varios transeúntes. Los también
dirigentes obreros Claudio Brouzón y Noske Yalob fueron arrojados a
los tiburones en enero de 1928, luego de someterlos a torturas sin
cuento en la Sección de Expertos de la Policía Nacional.

En abril del mismo año desaparecían para siempre el teniente de
aviación Ponce de León y el alférez Pérez Terradas, acusados de
complicidad en el supuesto golpe de Estado que orquestaba contra
Machado su ministro de Guerra y Marina, Rafael Iturralde. Para
justificar su ausencia, se dijo que habían salido en un vuelo de
prueba y no regresaron.

En la noche del 29 de junio le tocaba el turno a Blas Masó, coronel
del Ejército Libertador, baleado con alevosía cuando, en compañía de
su familia, tomaba el fresco en la azotea de su casa, en el Cerro. Lo
acusaron asimismo de complicidad con Iturralde, que había huido nueve
días antes luego de recibir un aviso suficientemente explícito de
Machado. Decía: «Si no se va de Cuba antes de 24 horas, lo mato».
Iturralde no demoró en tomar las de Villadiego. Masó, confiado,
decidió permanecer en La Habana.

Semanas más tarde, el 11 de agosto de 1928, en la calzada de San
Lázaro, mientras se dirigía a su domicilio, era agredido, con un
blackjack manejado con destreza, el periodista y representante a la
Cámara Bartolomé Sagaró. Se trataba de un político liberal, ajeno al
entorno palaciego, que exigió a Machado unas elecciones honestas a fin
de alejar de los cargos públicos a lo que él llamaba la delincuencia
electoral. Golpeado salvajemente en la cabeza, Sagaró demoró varios
días en morir, no sin antes revelar al juez de instrucción la
identidad de su agresor, Ramiro Mañalich. No pasó nada; se trataba de
otro crimen del Gobierno.
La tragedia de Luyanó

Hay en esta larga cadena de hechos sangrientos uno que merece ser
destacado. No se le conoce suficientemente. El 9 de agosto de 1931
tuvo lugar un suceso que, por sus dimensiones e importancia, la prensa
bautizó como la tragedia de Luyanó. Allí, en la esquina de Manuel
Pruna y Trespalacios, Arturo del Pino, capitán del Ejército
Libertador, cercado por la policía en la fábrica de medias de su
propiedad, decidió vender cara su vida. Muy cara.

Del Pino era hombre de absoluta confianza de los nacionalistas. En su
fábrica de medias se guardaba todo un arsenal, así como documentos muy
comprometedores y servía como lugar de encuentro y reunión para
oposicionistas destacados.

Fue precisamente la frecuencia de las visitas y lo numeroso de estas
lo que hizo sospechar a Celia Amohedo Herrera, de 18 años de edad y
vecina de la casa de enfrente a la fábrica, que en aquel
establecimiento se cocinaba algo raro y quizá hasta se preparasen
artefactos explosivos. Tal vez por miedo a que alguna bomba explotara
por mal manejo frente a su casa u otra razón o sentimiento que ya
nunca podrá precisarse, Celia, sin reparar en las consecuencias,
comunicó a la policía sus temores.

El día de los sucesos, el capitán Del Pino observó detenidamente por
una ventana los movimientos de Celia. Advirtió la llegada de la
Policía y la conversación que sostenía con la joven, y la manera
reiterada en que esta señalaba para la fábrica. No lo pensó dos veces
el capitán, y de un balazo certero la dejó muerta. Enseguida se
dispuso a enfrentar a los sicarios machadistas. No menos de diez
policías y agentes de la Sección de Expertos habían arribado al lugar
en el primer momento. Dentro del establecimiento, junto a Del Pino, se
hallaban solo dos hombres. Un empleado del lugar, Felipe Cabezas, más
conocido como «El Gallego», e Ignacio Arjona, amigo del propietario
desde muchos años antes.

Refiere la crónica periodística que el fuego se prolongó durante tres
horas consecutivas. Una batalla desigual que puso de relieve el valor
y la serenidad del capitán Arturo del Pino y de Felipe Cabezas. Los
resultados del combate son elocuentes.

Aparte de la soplona, un vigilante quedó muerto. Otros tres fueron
heridos graves, mientras que cinco más se reportaron como heridos
menos graves. Todas las bajas fueron ocasionadas por los disparos de
Del Pino y de «El Gallego», pues Arjona recibió una herida grave al
comienzo de la refriega y salió por el fondo de la fábrica, donde fue
detenido.

Mientras tuvieron municiones aquellos dos bravos no dejaron de
disparar. Policías y expertos se parapetaban tras los árboles y las
columnas de las viviendas circundantes, sin atreverse a avanzar,
temerosos de ser víctimas de «tantas balas como salían de la fábrica
de medias». Y la verdad era que salían muchas balas, pese a que solo
dos hombres se hallaban en el interior del inmueble. El veterano mambí
y su compañero, para sembrar el desconcierto entre los policías y
hacerles creer que en la casa había muchos hombres, disparaban dos
veces por una ventana para enseguida trasladarse a otra y a otra más y
repetir la misma operación. Hicieron creer así a los que los cercaban
que el local de la fábrica de medias estaba lleno de hombres armados.

La resistencia, lamentablemente, no podía ser infinita. Tres horas
después de iniciado el combate, los disparos de Del Pino y «El
Gallego» se hicieron escasos y demorados, lo que hizo sospechar a los
sitiadores que las municiones comenzaban a escasearles a los sitiados.
Así ocurría, en efecto. Policías y expertos, con rifles y
ametralladoras, arreciaron entonces su ataque contra el inmueble. Una
lluvia de balas atravesó puertas y ventanas e impactó los cuerpos
extenuados de Arturo del Pino y Felipe Cabezas, segando sus vidas de
manera instantánea.

El prolongado silencio que siguió al ataque brutal hizo comprender a
la fuerza represiva que ya no había nadie con vida o, al menos, en
condiciones de resistir, en el interior del inmueble. Dos o tres de
los más arrojados entre los atacantes se decidieron a entrar. Cuál no
sería el asombro de aquellos hombres cuando vieron en el interior del
amplio edificio solo dos cadáveres atravesados por un sinfín de balas.
Parecía que una sonrisa de felicidad plegaba los labios de ambos
hombres porque morir, como murieron, había sido para ellos motivo de
satisfacción y gloria.
La última víctima

En el largo martirologio que generó la lucha contra Machado hay
nombres muy conocidos y recordados. Juan M. González Rubiera era casi
un niño cuando encontró la muerte. Alfredo López, el amigo de Mella,
horcón de la Federación Obrera de La Habana, vivió sin miedo ante las
amenazas que lo acompañaron hasta el final. Félix E. Alpízar,
estudiante detenido en plena vía pública por el mismo jefe de la
Policía Nacional, apareció cadáver, a la caída de la dictadura, en las
caballerizas del castillo de Atarés. A los hermanos Valdés Daussá se
les aplicó la ley de fuga en G y 25, en el Vedado. Pío Álvarez, herido
a quemarropa en la cabeza, moría en medio de horribles dolores en el
patio del Hospital de Emergencias sin que los expertos que allí lo
condujeron permitieran que se le prestara asistencia médica…

Las fuerzas represivas machadistas no se detenían ante nada. Su última
«hazaña» en La Habana fue el asesinato de un mendigo. Regresaba a su
buhardilla Manuel García González con un cartucho de comida en las
manos cuando caía acribillado a balazos en la esquina de Valle y
Pasaje Upmann. Ese mismo día una bomba había explotado en la calle
Mazón y la policía buscaba al «bombero», aun cuando sabía que los
autores del hecho habían sido los mismos porristas, interesados en
provocar desórdenes para seguir cobrando sus servicios y asesinar a
mansalva. Fue así que aquella tarde le tocó perder a un joven
hambriento y desocupado, totalmente ajeno a la política.







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Ciro Bianchi Ross
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