domingo, 28 de abril de 2013

UN MOMENTO EN COLUMBIA


Un momento en Columbia
Ciro Bianchi Ross • digital@juventudrebelde.cu
27 de Abril del 2013 21:58:18 CDT

En los días de Fulgencio Batista como jefe del Ejército, un soldado de
su escolta miraba en los caracoles si un visitante, aunque estuviese
citado, podía pasar o no al despacho del coronel.

Eso dice la periodista española Hilda de Toledano en el reportaje que
sobre su visita al campamento de Columbia dio a conocer en la revista
Mundo Gráfico, de Madrid, en marzo de 1936. Luego, añade, el hombre
fuerte de la Cuba de entonces apretaría y frotaría a conciencia la
palma de su mano con la de la reportera, porque así saludaban, le
dijo, «los antiguos indios de Banes, de los que desciendo» a aquellos
a los que querían ofrecer amistad eterna.

Llega la Toledano a Columbia en el auto que puso a su disposición
Pepín Rivero, director del Diario de la Marina. «¡Ah, pero no os
figuréis que este coche es como cualquiera!, detalla la periodista.
Desde el día en que por defender sus ideales políticos hubo de recibir
Pepín tres balazos en el hombro izquierdo, lleva por bastón una
ametralladora y su coche es blindado, con motor estilo tanque, vidrios
de seis centímetros de espesor y una portezuela que no se abre si la
aguja de la brújula, fija en su abridor, indica la mención peligro».

Desciende del automóvil y camina hasta que una reja pequeña y un rifle
enorme le cierran el paso. Un centinela negro le presenta el arma,
pide que se identifique y pregunta si trae el pase que le permita el
acceso. No tiene pase la periodista, pero sí la carta que un amigo
remite a Batista. Quiere el centinela ver ese documento y como ella se
niega a entregárselo, el custodio le advierte que no la dejará pasar
si no lo hace. Pese a que el amigo de Batista tuvo la acertada
precaución de indicar profusamente que se trataba de un texto
«Particularísimo», «Personalísimo», «Confidencialísimo», como se deja
leer en el sobre que lo contiene, el soldado lo despliega ante sus
ojos y lo examina. No le satisface lo que lee o no lo entiende, y pasa
la carta a un compañero que lee el escrito en silencio. De pronto,
coloca el papel en el suelo y, con un dedo, traza un círculo a su
alrededor. Saca de uno de sus bolsillos un puñado de caracoles, los
tira sobre el documento y los observa «con aire de médico pendiente
del enfermo agonizante», dice Hilda de Toledano, que no sabe lo que
está pasando y desconoce que los caracoles son parte de un sistema de
adivinación en la santería.

—Pero, ¿qué hace este hombre? —pregunta la periodista, impaciente, al
borde ya de la rabieta.

—Cumple con su deber. Mira en los caracoles si puedes pasar o no
—responde el escolta que le cerró el paso.

Dos horas de espera
Es afirmativa la respuesta de los caracoles y la periodista española,
ya dentro del campamento militar, busca la Escuela de Aplicación del
Ejército, donde Batista tiene su oficina. En las inmediaciones del
polígono, anota en su agenda, se hallan la casa del coronel y las
viviendas de los jefes del Estado Mayor y de algunos de sus
subalternos; más allá, hangares que guardan una flotilla de aviones
recién comprados, y está también el depósito de municiones. Pasa junto
a soldados flexibles y musculosos, limpios y correctísimos en sus
uniformes color caqui que montan guardia con unos fusiles enormes y, a
veces una ametralladora, y la miran con desconfianza. Uno de ellos, el
último de los centinelas que le corta el paso, no desperdicia la
ocasión de piropearla.

Es ya la una de la mañana cuando llega al edificio de la Escuela de
Aplicación. La antesala del despacho del Jefe del Ejército está casi
vacía. Se ven algunos oficiales, todos soñolientos; ningún civil. Las
conversaciones son breves y siempre en tono menor. El enervante
susurro de un ventilador, el crujir de las mecedoras, el tecleo de una
máquina de escribir, el timbre de un teléfono… rompen el silencio en
el amplio local. En las paredes, varios carteles repiten esta
precavida advertencia: «En pocas palabras se pueden expresar las más
grandes ideas. Recuerde que otras personas esperan que usted termine».

La periodista capta el mensaje del anuncio a las mil maravillas. El
mensaje sugiere a un visitante que hable poco a fin de que el
visitante siguiente hable tres veces más para decir exactamente lo
mismo. De cualquier manera, son ya las dos de la mañana cuando Batista
manda a decirle que la recibirá después de evacuar todos los asuntos
pendientes a fin de poder dedicarle tiempo y la mayor atención.

«Estoy muy agradecida por esta indudable prueba de consideración,
pero, la verdad, empiezo a sentir un hormigueo en las piernas que
compite muy ventajosamente con los mosquitos del techo».

Dulzura azucarada y azucarera
Después de tan larga espera, la entrevista de Batista con la Toledano
no fue nada del otro jueves. Nada que ver con la que, por aquellos
mismos días, le hizo, en su calidad de enviado especial de El Heraldo
de Madrid, el periodista y escritor español Luis Amado Blanco —luego
con una larga permanencia entre nosotros— y mucho menos con la
entrevista que, en esa época asimismo le hizo el cubano Ramón
Vasconcelos y que con el título de Media hora en Columbia incluyó en
su libro Dos años bajo el terror. Meses después del encuentro de la
española con el Jefe del Ejército cubano, el corresponsal en La Habana
del periódico madrileño La Voz, calificaba a Hilda de Toledano como
una escritora «monárquica y tonta» y le reprochó que no hubiera
advertido que, con Batista, el fascismo ya asomaba en Cuba su oreja
peluda.

Nada dice la reportera en su texto acerca de cómo el Coronel quita y
pone presidentes a su antojo ni de los hombres y mujeres que se pudren
en las cárceles por sus ideas políticas. Ni una palabra acerca de su
fortuna ilícita ni de sus ambiciones políticas, que ya despuntaban.
Tampoco habla de los palmacristazos que manda a administrar a sus
opositores. No menciona la Toledano ni de pasada la manera brutal con
que Batista reprimió la huelga de marzo del 35 ni su responsabilidad
en la muerte de Guiteras.

En su reportaje, en cambio, ella no eludirá mencionar el largo vestido
de organdí que llevó a su primer encuentro con el Coronel

—fueron dos las reuniones, al menos, las confesadas— y no olvidará
referirse a la caja de polvos faciales y al creyón de labios que lleva
en la cartera. Habla del té que ofreció en su honor, en el Country
Club, un grupo de damas distinguidas, y de la petición de matrimonio
que, de sopetón, le hizo «uno de los cuatro marqueses que quedan en La
Habana». Alude al banquete al que la convidaron los notables de la
colonia china habanera y que incluyó como primer plato una sopa de
tiburón que se elaboró con «el más gordo y cebado» escualo capturado
en la bahía. Los chinos dieron a la española el nombre de «Ciruela
Perfumada». No olvida el portaplumas, con su nombre grabado en la
madera preciosa, que desde el Castillo del Príncipe le envió un
recluso con un asesino indultado por esos días… Y delata su
preferencia por el daiquirí, que ella escribe daikiri, «un coctel
ligerísimo, hecho a base de limón, pero de limón dulce, como todo lo
de Cuba, que embriaga más rápidamente que una bodega entera de las
nuestras».

Dice en un recuadro de su reportaje:

«Señoras y más señoras. Palabras melosas, azúcar en retórica, azúcar
por todas partes, azúcar para hacer una zafra de palabras, y labios de
mujer. ¡Y azúcar! Estoy sorprendidísima. Muy agradablemente
sorprendida por tales pruebas de amistad y consideración.

«Me creía ignorada en Cuba. He aceptado el primer té y la sopa de
tiburón —no le podía hacer un feo al tiburón— pero rehusé todo lo
demás, incluso la petición de casamiento. ¡Habrán visto qué tonta, con
lo escasas que están en estos tiempos!

«Por la tarde, una colección de bellezas femeninas me rodea. Visten a
la última moda de París, prolongada, incrustada. Me prodigan mil
amabilidades, mil afectos, mil atenciones inolvidables con aquella
dulzura azucarada y azucarera tan propia del país».

Mientras Hilda de Toledano conversa en el Country Club con sus
anfitrionas, entre ellas María Luisa Gómez Mena, condesa de Revilla de
Camargo, en la pista pulida del círculo se acoplan las parejas en la
voluptuosidad del son.

«Es el mismo baile que he visto bailar en la Frita (de Marianao), pero
allá lo bailan los negros, mientras que aquí son las más puras
doncellas, los caballeros de alcurnia, la gente seria quienes lo
bailan. Y aún aquí, tampoco puede ser el son una danza, tampoco es una
danza; es amor».

Cara a cara
Se abre al fin la puerta del despacho y aparece Batista con una
guerrera blanca. Su piel bronceada llama la atención de la periodista.
Lo ve elegante y simpático. Firme, lleno de confianza en sí mismo, con
un brillo metálico en la mirada. Le recuerda a Napoleón. Lo dice y
Batista, aunque niega cualquier parecido con el emperador de los
franceses, no puede ocultar que la comparación lo halaga. Parece que
se hincha, da la impresión de que, de pronto, no cabe en su uniforme.

—Napoleón fue un héroe y yo no lo soy —dice—. Supo dominar a su pueblo
y a muchos países. Venció a la oposición. Inventó reyes y repartió
reinos… se hizo coronar emperador. Yo eché a los jefes solamente.
Luego nombré coroneles a los sargentos de mi clase, incluso a mí
mismo.

Enseguida lamenta su suerte. Lo agobia el sacrificio del poder,
comenta con hipocresía. Dice que vive prácticamente prisionero en su
oficina, que solo sale del campamento de Columbia para asistir a actos
oficiales. Puntualiza: «Estoy enclaustrado aquí por el deber. No es
muy divertido,

créame». A veces, añade, se le escapa a la escolta y se va a donde
nadie es capaz de encontrarlo. Sale de Columbia solo, a bordo de una
motocicleta, igual que lo hizo —y esto es un dato desconocido— cuando
el golpe de Estado del 4 de septiembre de 1933, en que utilizó un
vehículo como ese para ultimar los detalles de la asonada y darle una
vuelta a la familia. Su esposa, relata Batista a la Toledano, se
disgustó al saber que no comería en la casa y que regresaría acaso
tarde en la noche. Para tranquilizarla, decidió comer, y comió con
toda calma, unas rodajas de piña acompañadas de un vaso grande de agua
mineral.

Comenta que su entretenimiento preferido es escribir versos, y su
mayor ambición, ser periodista, aunque se muera de hambre y se vea
obligado a viajar de polizón. Refiere, ante una pregunta, que el
detalle hace el conjunto, pero que él gusta más del conjunto cuando
está terminado. Se va por la tangente cuando se le pregunta si cree en
Dios y dice más adelante, aunque ni él mismo se lo crea: «Soy un
infeliz».

La comparación con Napoleón ha animado tanto al coronel Fulgencio
Batista que —constata la periodista Hilda de Toledano en su segunda
visita a Columbia— se hizo traducir la relación de los sucesos del 18
brumario, fecha del golpe de Estado que dio el poder a Napoleón. Pero
prefiere, dice, la gorra de coronel a la corona del emperador. La
muestra con orgullo a la periodista. Una gorra grande como la Luna,
redonda, con un plato enorme y una visera de tal dimensión que podía
dar cobijo a un automóvil.




Ciro Bianchi Ross
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