lunes, 7 de agosto de 2017

CARTAS QUE SE ACUMULAN

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Cartas que se acumulan
Ciro Bianchi Ross •
digital@juventudrebelde.cu
5 de Agosto del 2017 22:23:37 CDT

Tengo encima de mi mesa varias cartas que esperan por respuesta. No
pocos lectores escribieron en el transcurso de las últimas semanas
inquiriendo sobre temas disímiles. Juana Torres, una de las seguidoras
más fieles de las páginas del escribidor, se interesa por conocer los
orígenes del circo Santos y Artigas, en tanto que Guillermo Maza, de
Santos Suárez, pide que aluda —tema que se las trae— a los jefes de la
Policía Nacional: José Eleuterio Pedraza, José Caramés, Rafael Salas
Cañizares, Hernando Hernández y Pilar García, entre otros muchos. Otro
personaje del pasado trae a colación Nyls Gustavo Ponce: insiste en
que escriba sobre Otto Meruelo, su historia y su fin, y Rita Ruiz
Martínez, del reparto Santa Catalina, en La Habana, pide que me
refiera a Fermina Lázara Carmela Batista y Estévez, hija del dictador
Fulgencio Batista que hace menos de dos meses fue noticia en el sur de
la Florida y acaparó las primeras páginas de los periódicos, cuando
perdió su casa por deudas y se vio obligada a pernoctar en el parque
de Stranahan, frente a la biblioteca pública de Fort Lauderdale, junto
con Ana, su hija adoptiva de 28 años de edad.

El piano de Digna Guerra
A estas y otras inquietudes dará respuesta el escribidor, espacio
mediante, en la presente página. Antes, sin embargo, dará cabida a dos
cartas recibidas en días recientes. Una de ellas, remitida por el
doctor Benjamín Suárez Rodríguez, el esposo de Digna Guerra, tiene que
ver con ese curioso personaje que fue Diego González, periodista del
diario Avance y de la TV, medios donde mantuvo un espacio que llevaba
el nombre de Tendedera que se convirtió en el sobrenombre del diarista
y al que aludí el pasado 9 de julio. Sucede que, como se verá en la
carta, Tendedera fue el gestor del primer piano que tuvo la famosa
directora del Coro Nacional de Cuba y del coro de cámara Entrevoces.
La otra carta, la envía desde Puerto Rico el musicógrafo cubano
Cristóbal Díaz Ayala. Nada tiene que ver con la música, sino que en
ella el querido y admirado amigo retoma un tema de su época de abogado
recién graduado. Veamos ambas misivas.
Digna tiene una interesante historia de contacto con Dieguito
Tendedera, refiere el doctor Benjamín. Ella nació en un solar de la
calle Ánimas, en el seno de una familia muy humilde; el padre era
albañil y la madre lavaba y planchaba para la calle. Cada vez que la
niña pasaba con su madre frente a la tienda de instrumentos musicales
de los Hermanos García, en la calle San Lázaro, se extasiaba con los
pianos que allí se exhibían y repetía que le pediría uno a los Reyes
Magos. «La solución al alcance de la familia, dice Benjamín, fue la de
comprarle un pianito de juguete».
«Esta niña tiene talento», decían sorprendidos los que la escuchaban
reproducir en su pequeño piano los sonidos musicales que propagaba la
radio. Un conocido le sugirió que escribiera a Dieguito Tendedera. «Va
y te consigue el piano con una de esas colectas que él auspicia». Con
la ayuda de la mamá, que sufría por no poder complacerla, Digna hizo
la carta. Decía que era una niña pobre, que le encantaba la música y
que soñaba con tener un piano de verdad porque el de juguete tenía muy
pocas teclas.
Pasaron unos dos meses hasta que una noche la única vecina que poseía
un televisor en todo el solar, gritó: «Raquel, Raquel, ¡corre!
Tendedera está hablando sobre tu hija». En efecto, decía que se había
completado la colecta para comprarle un piano a Digna Guerra Ramírez,
de la calle Ánimas. Asegura el doctor Benjamín Suárez: «Se podrá
imaginar usted la alegría que embargó a todos, alegría solo superada
cuando llegó el piano en un camión de mudanzas. Era tan pequeña la
habitación para la familia de cinco personas que hubo que deslizar el
catre de Digna debajo del piano y ella durmió cada día abrazada a una
de sus patas como para asegurar que no se escaparía de sus brazos».

De bufete a bufete
Respecto al Túnel de La Habana, mencionado por el escribidor en su
página del 16 de julio, escribe Díaz Ayala que a los cubanos que
conocían el Lincoln Túnel que pasaba bajo la bahía para conectar Nueva
York con Nueva Jersey, los obsesionaba la idea de que La Habana
tuviese algo similar para facilitar la comunicación con el este de la
Isla. El proyecto se hacía incosteable para el Estado, y el doctor
Grau Triana, conocido abogado y notario habanero, llevó al bufete de
Gorrín, Mañas, Maciá y Alamilla, en el cuarto piso del edificio
Horter, frente a la Plaza de Armas, donde Díaz Ayala se estrenaba como
letrado, una idea interesante: como los propietarios de las tierras
aledañas a la salida del túnel y de la carretera que seguiría hacia el
este se beneficiarían con dichas obras cuando se ejecutaran, Grau
proponía gravar esas tierras, casi todas baldías, con una hipoteca que
correría entre los dos pesos y los 50 centavos por metro cuadrado en
dependencia de su ubicación más cercana o más lejana al viaducto.
Dieron su conformidad los propietarios, aparecieron los bancos
dispuestos a prestar el dinero al Estado, y se abrió la subasta para
ver qué compañía asumiría la obra.
Recuerda Díaz Ayala que varias firmas norteamericanas pujaron en la
licitación, pero fue una compañía francesa, la Grand Travaux, de
Marsella, la que obtuvo la licencia. Traía una propuesta novedosa. No
cavaría un túnel en el fondo de la bahía, sino que practicaría un
hueco sobre el que se colocarían, empatándolos, los tubos por donde
circularían los vehículos, con lo que la obra ganaría en brevedad.
Planeada para materializarse en 30 meses, la lluvia obligó a demorarla
dos meses más; 32 meses. Tenía la propuesta francesa una ventaja
adicional. La empresa aceptaba como parte del pago los azúcares
almacenados; producto que había negociado de antemano. El peaje del
túnel completaría la financiación de la obra.
«La pérdida del negocio para su país, colocó al borde de la embolia al
embajador norteamericano en La Habana», afirma Cristóbal Díaz Ayala.
Añade: «Washington a la larga le pasaría la cuenta a Batista».

La hija del dictador
Dice Rita Ruiz que ella recuerda a tres hijos del dictador Batista:
Mirta, Fulgencio Rubén y Elisa Aleyda, pero que a Fermina nunca la oyó
mencionar. Los tres primeros son fruto del matrimonio del mandatario
con Elisa Godínez. Mirta, nacida en 1927, y Fulgencio Rubén, apodado
Papo, nacido en 1933, fallecieron hace años. Elisa Aleyda aún vive y
hasta donde conoce el escribidor es empleada del Hospital Monte Sinaí,
de Miami. Nació el 7 de febrero de 1941 y fue el primer niño que vio
la luz en el Palacio Presidencial habanero. Cinco hijos se procrearon
en un segundo matrimonio de Batista; esta vez con Marta Fernández
Miranda. El primero de ellos, Jorge, nació en la finca Kuquine, cuando
el hombre estaba todavía casado con Elisa. La más pequeña, Marta
María, nació en 1953. De esos cinco muchachos hay uno fallecido,
Carlos Manuel, que murió de leucemia en 1969, con 19 años de edad.
Está enterrado en Madrid en la misma bóveda donde en 1973 sería
inhumado el dictador y en la que en 2008 se enterró a su viuda.
A Fermina, Batista le llamaba Carmelita, Carmelina o Carmela, que era
el nombre de su madre. Nació el 7 de julio de 1935 y es hija de Marina
Estévez, con la que nunca contrajo matrimonio, aunque sí reconoció a
la niña y no la olvidó en su testamento.
Por indicaciones de su padre, Fermina salió de Cuba días antes de la
huida de su progenitor que le pidió, a través del coronel Hernández
Volta, su ayudante de toda la vida, que se trasladara a Nueva York. Se
instaló después en Coral Ridge y en 1975 se mudó a Fort Lauderdale. Su
matrimonio duró menos de un año. En 1989 adoptó a Ana. En 2015 la
desalojaron de su casa por problemas con los pagos.
El Nuevo Herald, en su edición del 22 de junio pasado, daba a conocer
la historia de Fermina Batista. Una foto de primera plana la mostraba
sentada en el suelo, bajo un árbol y rodeada de otros indigentes. Dijo
a la prensa que pensaba recuperarse pues Ana, gorda y poco agraciada,
había conseguido empleo en Orlando. De hecho, desapareció del parque y
de los medios, quizá rescatada por la familia.

Santos y Artigas
Lo cuenta Germinal Barral, aquel infatigable cronista que utilizaba el
seudónimo de Don Galaor, en una de sus páginas en la revista Bohemia
correspondiente a 1954. En el nacimiento del circo Santos y Artigas
hubo mucho de casualidad y mucho de soberbia. El ecuánime y sereno
Pablo Santos y el impulsivo Jesús Artigas ganaban una fortuna como
productores de cine y, entre otros negocios, tenían arrendado el viejo
teatro Payret. En esa época —hablamos del ya lejano año de 1915—
cuando se hablaba sobre circos cubanos, se hacía imprescindible aludir
al Pubillones, regenteado por dos hombres legendarios: Santiago
Pubillones y su sobrino Antonio.
Cada año, en diciembre, Santos y Artigas subarrendaban el teatro
Payret a Antonio Pubillones para que presentara su espectáculo
circense. Santos y Artigas se desvivían por atender a Pubillones.
Podía Antonio Pubillones sentarse a pedir por aquella boca que Santos
y Artigas no demoraban en complacerlo.
Pero un día, a comienzos de la temporada de 1915, ocurrió lo
inexplicable. Necesitaba Jesús Artigas satisfacer a un amigo, con el
que tenía compromisos ineludibles, y mandó a pedirle un palco a
Pubillones a fin de que el sujeto pudiese disfrutar del espectáculo en
compañía de su familia. ¡Asombro! Pubillones respondió que no podía
cederle palco alguno.
La respuesta del impulsivo Artigas no se hizo esperar entonces. Dijo a
quien le había llevado el mensaje: Pues dígale al señor Pubillones que
el año próximo Santos y Artigas tendrá su propio circo.
Enseguida ambos socios le metieron el hombro al proyecto. Pidieron al
banco un préstamo de 30 000 pesos y ya con el dinero en la mano fueron
a visitar a un agente que podía ocuparse de conformar el programa y de
la contratación de los artistas.
—¿Treinta mil pesos? ¡Eso no alcanza ni para empezar!
Al año siguiente, tal como se lo habían propuesto, el circo Santos y
Artigas era una realidad, mientras que el circo Pubillones desaparecía
en 1923. La nueva agrupación, que durante años desplegó su carpa en la
esquina de Infanta y San Lázaro, renovó e inyectó vigor a la escena
circense cubana, y dotó a sus actuaciones de un ritmo vivo y picado.
Con perseverancia e incluso con el fracaso económico, decir Santos y
Artigas era decir circo cubano.
Hasta aquí la respuesta a Juana Torres. Decididamente, Otto Meruelo y
los jefes de la Policía Nacional quedan para otra ocasión.

--
Ciro Bianchi Ross
cbianchi@enet.cu
http://wwwcirobianchi.blogia.com/

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