lunes, 3 de junio de 2013

LA HABANA EN 1850


La Habana en 1850

Ciro Bianchi Ross • digital@juventudrebelde.cu
1 de Junio del 2013 18:44:53 CDT


No festejan las familias acomodadas las bodas de sus hijos. No hay,
tras el enlace matrimonial, baile ni banquete. La ceremonia tiene
lugar en la iglesia, muy temprano en la mañana, y no demoran los
recién casados en salir de la ciudad a fin de pasar la luna de miel en
el ingenio o en alguna de las fincas de los suyos o de algún amigo. Sí
se come y se bebe en los velorios. En una de las habitaciones de la
casa donde se vela al fallecido se reúnen los visitantes con los
familiares del difunto y, lejos de la compostura y el silencio que
supone un pésame, reina allí la mayor algazara. Cada cual habla acerca
de lo que le viene en ganas y lo hace en voz alta, como si estuviera
en la plaza pública, hasta que a las 12 de la noche amigos y dolientes
pasan al comedor donde el jamón y el champán mitigarán un tanto el
dolor. En otra sala de la casa mortuoria esperan las mesas de juego a
los que quieran echar una partida de cartas.

Bajo el signo de Tacón

Algo había mejorado ya, en 1850, el estado de las calles de la
capital. Tres décadas antes eran lodazales inmundos e incluso la Plaza
de Armas lucía, según la época del año, como un páramo fangoso o un
paraje polvoriento. Como el tránsito de carruajes llegaba a hacerse
muy difícil durante las lluvias en aquellas calles estrechas y sin
pavimentar, se ideó enterrar en ellas traviesas de madera dura que
quedaban dispuestas de manera perpendicular al eje de la vía. Fue nulo
el resultado de tal empeño. Lejos de solucionar la situación, la
empeoró, sin contar que si los aguaceros eran seguidos e intensos, los
polines desaparecían tragados por el subsuelo.

Sería durante el Gobierno del despótico capitán general Miguel Tacón
(1834-1838) que se acometió la pavimentación de las calles principales
mediante el sistema McAdam. Se procedió asimismo a rotularlas y a
numerar los locales. Lo dirá el mismo militar español en el documento
en que hizo el resumen de su mandato: «Carecían las calles de la
inscripción de sus nombres y muchas casas de número. Hice poner en las
esquinas de las primeras tarjetas de bronce y numerar las segundas por
el sencillo método de poner los números pares en una acera y los
impares en otra».

Ya para este año contaba La Habana con un teatro que se reputaba entre
los mejores del mundo y que se llamó de Tacón por haber sido edificado
durante el mando de este militar que, en virtud de las facultades
omnímodas de las que estaba investido, negó a los cubanos hasta el
derecho de pedir. Todo lo que construyó llevó su nombre. Fueron además
obras suyas el Mercado de Tacón, en la Plaza del Vapor (actual parque
del Curita) y la Cárcel Nueva o de Tacón, en las inmediaciones del
Castillo de la Punta. Dio vida a un incipiente jardín botánico y a un
rudimentario zoológico en la Quinta de los Molinos, residencia de
verano de los capitanes generales, y trazó el Paseo Militar o de
Tacón, llamado también de Carlos III.

No son pocos los viajeros que comparan el Paseo Militar con el de los
Campos Elíseos y el Bosque de Boloña, en París, o con el londinense
Hyde Park. A las seis de la tarde, los paseantes, en volantas u otros
carruajes idóneos, inician el recorrido en el Castillo de la Punta y
toman la Alameda, esto es, el actual Paseo del Prado, hasta la Fuente
de la India o de La Noble Habana. Dan vueltas alrededor del Campo de
Marte (Plaza de la Fraternidad Americana) antes de avanzar por la
Calzada de Reina y seguir por Carlos III hasta el Castillo del
Príncipe. Un recorrido que es el evento de cada día: los chismes
aumentan entonces su cotización, se concertan citas y las más sólidas
reputaciones son víctimas de la mofa.

En este paseo, frecuentado también por peatones, las volantas van con
fuelle caído y llevan, cada una, a dos o tres muchachas elegantemente
vestidas. Hay a veces tantos carruajes, que deben marchar paso a paso,
extremando precauciones para evitar un accidente. Una lentitud extrema
que aprovechan los paseantes de a pie para piropear a las muchachas
que, desde sus vehículos, contestan el requiebro con una sonrisa o con
la telegrafía eléctrica del abanico. Una costumbre llama, sobre todo,
la atención de las viajeras. Las blancas y amplias vestiduras de las
damas cuelgan más abajo del estribo de la volanta ya que la etiqueta
exige que los vuelos, encajes y bordados permanezcan fuera del
carruaje.

En 1837 se había inaugurado el ferrocarril Habana-Bejucal, y cuatro
años más tarde se reorganizaba la Universidad. En 1846 se introducía
el alumbrado de gas y en 1853 se abría en la ciudad la primera central
telegráfica. En 1830 la producción de azúcar rebasaba las 90 000
toneladas, y la industria azucarera, para facilitar las exportaciones,
se concentraba cerca de los puertos. Diez años después continuaban las
transformaciones técnicas en dicha industria con la instalación de
nuevas máquinas de vapor, molinos horizontales de tres mazas y, más
tarde, tachos al vacío. Pero la crisis económica mundial de 1857 se
hacía sentir en la Colonia con la ruina de numerosos hacendados y la
quiebra de bancos y sociedades.

«Con sangre se hace el azúcar», decían los mayorales. Afirman algunos
autores que unos 5 000 negros y mulatos esclavos y libres fueron
muertos en los años de 1843 y 1844 en las represiones que siguieron a
conspiraciones abolicionistas reales o supuestas, como la de La
Escalera, en la que no menos de 20 blancos fueron condenados a penas
de uno a ocho años, y uno, por lo menos, fue sentenciado a muerte y
ejecutado.

La represión desatada contra esas conspiraciones provocaría, dice la
historiadora Yolanda Díaz Martínez en su libro Visión de la otra
Habana, recientemente publicado, «una remodelación e intensificación
de los mecanismos represivos para mantener el orden», que se
reflejarían «en la realización de importantes modificaciones en el
sistema policial. Así se ampliaron las funciones de este y se reformó
su estructura al crear nuevas formas de vigilancia, etc., algunas de
las cuales no solo se circunscribieron a La Habana, sino que se
extendieron a otras regiones de Cuba». Porque, concluye la
historiadora, con su fisonomía de ciudad floreciente y en crecimiento
y desarrollo permanentes, La Habana convivía en la práctica con
disparidades raciales y sociales que agudizaban males que la hacían
más peligrosa.

Día a día

Sobre esa vigilancia llama la atención el español Antonio de las
Barras y Prado y lo consigna en sus memorias sobre su paso por la Isla
en esos años. Escribe que el habanero, en su trato social, es
«despreocupado y sin hipocresías», con amplia libertad de costumbres y
aun en la expresión de sus ideas políticas, aunque el Gobierno
«siempre está vigilante sobre el elemento activo separatista, cuya
tendencia, a decir verdad, se va arraigando en la mayoría de los hijos
del país, tanto varones como hembras». Hay una marcada división entre
criollos y españoles, dice. Aunque exista amistad entre peninsulares y
criollos, «en el fuero interno la división está latente, moderada por
educación». Precisa De las Barras que hay una marcada influencia
norteamericana en Cuba, donde se trata de copiar las costumbres y los
adelantos yanquis, actitud que, más que una inclinación natural,
entraña, a su juicio, una protesta contra la reaccionaria y
desmoralizada política española.

«La mayoría de las familias solo oye misa el 1ro. de enero y entiende
que esto sirve para todo el año», constata Antonio de las Barras y
expresa que el habanero, más que poco religioso, «es poco beato».
Repara en la belleza de la habanera, una belleza que le parece a veces
demasiado fugaz. Aun así, dice, «es Cuba un país de mujeres hermosas
que además tienen en su conversación y en su trato verdadero
encanto…». De las mulatas, sentencia que son «muy graciosas en sus
conversaciones y movimientos… indolentes, despilfarradoras y
vanidosas… Gozan de muchas simpatías entre los europeos… Los
peninsulares que se amanceban con ellas se quedan en Cuba toda la
vida».

Pero es cara La Habana. A muchos viajeros les parecen chocantes los
altos precios de los artículos de primera necesidad. Hay en la mesa
criolla una desordenada profusión de manjares. En fondas, posadas y
hoteles la comida por lo general es buena y abundante, pero molesta a
algunos el exceso de grasa. Y el ruido causa no pocos disgustos.
Mercaderes, Obispo y Muralla son las calles comerciales por
excelencia. Algunos abanicos pueden llegar a valer el equivalente de
150 dólares. Si la habanera va de tiendas, no penetra en el
establecimiento ni desciende de la volanta siquiera, sino que obliga
al tendero a salir a mitad de la calle con aquellos géneros o
artículos que la dama cree necesitar, y lo mismo ocurre cuando acude a
refrescar a un café. Excepto en los hoteles principales no se emplea
el hielo en La Habana para enfriar el agua, y en cuanto al hábito de
fumar, se dice, un tercio de la población se encarga de fabricar los
cigarros y los otros dos tercios se los fuman. Los pordioseros
necesitan de una licencia del Ayuntamiento para pedir limosnas; se
requiere de una licencia para casi todo y la policía y los inspectores
de impuestos vienen siempre por la «mordida», que pretenden justificar
con lo bajo de sus ingresos y la carestía de la vida. Cuba sigue
siendo, en estos años, «la vaca lechera» de España: menos de la mitad
de lo que en la Colonia se recauda por concepto de impuestos,
licencias y permisos, se queda en la Isla. El resto, que es lo gordo,
se envía a la península.

Baile, gallos, baraja

Al igual que en 1820, el baile es la pasión dominante del habanero. El
juego es la distracción principal y las peleas de gallos la diversión
favorita, escribe el colombiano Nicolás Tanco y Armero en sus
memorias. Disfrutan mucho el teatro. Tanco fue el organizador del
tráfico de chinos y vivió en La Habana entre 1853 y 1855.

Precisa: «La Habana tiene fama de ser una ciudad muy alegre, donde
todo hombre de comodidades goza; donde el pueblo se divierte
constantemente y es por esta idea, muy general, que se le ha llamado
el París de América. Eso no deja de ser exacto».

Todo el mundo baila en La Habana sin reparar en edad, clase o
condición, desde el niñito hasta las viejas, desde el capitán general
hasta el último empleado. Las mismas danzas se oyen en un palacio que
en un bohío. Todo el día se oye tocar las danzas, ya en las casas
particulares, ya por los órganos que andan por las calles, a cuyos
sonidos suelen bailar los paseantes. En los naipes, el tresillo
desplaza al monte y lo juegan hasta las mujeres. No hay pueblo en la
Isla, por pequeño que sea, donde no exista una valla de gallos que
frecuenta lo mejor de la sociedad.

Los padres de las muchachas, en La Habana de 1850, arreglan el
matrimonio de sus hijas con algún amigo que funge como una especie de
corredor y se interpone y representa al pretendiente, aunque no es
raro que la muchacha lo arregle por sí y ante sí, sin que los padres
lo sepan. Si la familia se opone a su elección, puede ella recurrir al
capitán general y solicitar que la «depositen» en un convento, de
donde el hombre de su elección la sacará para llevarla al altar.

En esa Habana no solían los amigos hacerse regalos entre sí por el fin
de año, tal como se hacía en otros países. Existía, sí, el aguinaldo;
esto es, el dinero que en ocasión de la fecha el amo regalaba al
esclavo, al igual que a otros servidores como el cartero, el sereno,
el repartidor de periódicos…




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