domingo, 12 de mayo de 2013

ENRIQUE NUNEZ


Enrique
Ciro Bianchi Ross • digital@juventudrebelde.cu
11 de Mayo del 2013 17:51:44 CDT


Enrique Núñez Rodríguez estaría cumpliendo 90 años en estos días.
Nació en Quemado de Güines, en la región central de la Isla, el 13 de
mayo de 1923, y aunque la cifra no miente bien vale verla en su caso
con natural reserva. Porque aún con nueve décadas en las costillas,
este popularísimo escritor —dramaturgo, narrador, autor de radio y TV,
periodista— no sería jamás un veterano ni un viejo, sino una de esa
gente, como afirmó el novelista Abel Prieto, que se mantiene «entera
hasta la eternidad, como un príncipe de sonrisa adolescente».

Había cumplido los 75 cuando acarició la idea de acometer sus
memorias. Calculó entonces que un proyecto como ese le exigiría dos
años de trabajo o más y se preguntaba si no se habría decidido
demasiado tarde. ¿Le concedería tiempo suficiente el cáncer, que en 60
años como fumador se debió infiltrar en sus pulmones? ¿Se le
anticiparía la próstata? ¿Se cansaría de latir su corazón sedentario y
estresado antes de que pusiera fin a la tarea? Eran preguntas que no
encontraban respuestas, pero una premisa quedaba clara para Núñez
Rodríguez: «Por más filósofos importantes que uno lea, desde Heráclito
a Gramsci, la conclusión viene a ser siempre la misma: la vida es del
carajo».

¿Qué vivencias quería atrapar en sus memorias? Cuando en 1989 dio a
conocer Yo vendí mi bicicleta, uno de sus libros más recordados,
sintetizó en unas pocas líneas la vida de la que era testigo y
participante. Dijo entonces:

«Del parque de Quemado al Consejo Nacional de la Uneac. De la oración
de San Luis Beltrán al ultrasonido y los rayos láser. Del fonógrafo de
cuerda al videocassette en colores. Del padrejón al Sida. De Miguel
Matamoros a Silvio Rodríguez. Del ábaco a la computadora. De Vargas
Vila a García Márquez. De la cabellera lacia a la calvicie. De la
dentadura blanca y pareja a la prótesis parcial. De la masturbación a
la impotencia. Y todo en menos de 50 años. En realidad la vida es
corta, pero vale la pena vivirla: ¡se ven tantas cosas! Y puede que
hasta te publiquen un libro…».

Las memorias como tales, no llegó Núñez Rodríguez a escribirlas. O
para decirlo mejor: las fue dando a conocer, domingo tras domingo, con
las crónicas que durante casi 20 años publicó en Juventud Rebelde y
que, consciente de que el destino último del buen periodismo es el
libro, se ocupó de compilar en volúmenes como Oye cómo lo cogieron y
el ya citado Yo vendí mi bicicleta.

¿Cuál es el tema de esas crónicas? El tema es, sencillamente, la vida.
Son páginas de recreación autobiográfica, de memoria espejeante, de
evocación de hechos y gentes. Visión incisiva del fluir cotidiano.
Peripecias e intimidades del mundo de la farándula, del teatro, la
radio y la televisión. Crónicas escritas con desenfado, ajenas a todo
tipo de estiramiento, sin pretensiones moralizantes y en las que la
risa es, a veces, temblor inesperado y también una puntada a fondo.
Núñez Rodríguez —precisa Abel Prieto— no se inmiscuyó en cuestiones
teóricas; se limitó a recordar y contar y así dejó su aporte a nuestra
permanente e incansable definición colectiva y polifónica de «lo
cubano».

Sube, Felipe, sube
Cuando mucha gente de localidades del interior del país se aseguraba
el pasaje de regreso al terruño si se disponían a correr su aventura
habanera, Enrique Núñez Rodríguez compró el boleto de venida, sin
regreso, y en vísperas del viaje vendió su bicicleta, como forma de
confirmarse a sí mismo de que no habría retorno para él.

Se haría abogado en la Universidad de La Habana y se sintió habanero
desde sus días de estudiante. La Habana para él fue no solo la Colina
universitaria con sus 88 escalones hacia la esperanza y la casa de
huéspedes de la calle San Miguel 1023, a la que llamaba La Posada
Maldita, y en la que por 17 pesos mensuales le garantizaban hospedaje
y tres comidas diarias y aún quedaba crédito para que le dieran un
poco de cariño. Su Habana fue también la del tranvía U-4
Playa-Estación Central, la del bodegón de Teodoro y el hotel Andino,
aledaños a la Universidad, el romance clandestino en escaleras
oscuras, el traje pagado a plazos y las manifestaciones estudiantiles.
«El hecho de haber visto nacer a nuestros hijos en La Habana —diría
más tarde— bastaría por sí mismo para que los que no nacimos aquí nos
sintamos habaneros».

En 1948 se inició como escritor radial. Su Leonardo Moncada; el titán
de la llanura es de las series de aventura más célebres en los años 50
y después. En TV son recordados sus espacios Si no fuera por mamá,
Gracias, doctor y Conflictos, así como su serie histórica sobre la
vida y la obra del sabio cubano Carlos J. Finlay, que se transmitió en
horario estelar. Para ese medio escribió asimismo las comedias Sí,
señor juez y La sirvienta. En teatro dio a conocer, entre otras
piezas, Cubanos en Miami y La chuchera respetuosa, ambas de 1949, y
también El bravo y Voy abajo, sainetes con música de Rodrigo Prats. Es
autor además de Dios te salve, comisario (1967) con música de Enrique
Jorrín, una comedia —dice la crítica— atrevida y profunda, que alcanzó
en ese año 134 representaciones consecutivas.

En los años 80 se publicó su única novela, Sube, Felipe, sube, que
revela muy bien y desde dentro lo que fue el mundo de la radio y la
televisión en Cuba. Su título está tomado de una frase utilizada en el
programa televisivo Ace hace de todo, patrocinado por el detergente
Ace. La frase, acuñada por Germán Pinelli, era gritada por el conocido
animador mientras un hombre trataba de ganar, en lo alto del palo
encebado, una banderita que le significaría un buen cúmulo de regalos.
Pinelli —contaba Núñez Rodríguez— lo decía con más deseos de ayudar
que de humillar al hombre que ascendía, o descendía, por el difícil
mástil. «Si hubo en Germán alguna complicidad, fue con el aspirante a
realizar su sueño. Él, como todos nosotros, había tratado de ascender
muchas veces por el palo encebado de una sociedad discriminadora y
cruel».

Antes de 1959, Enrique Núñez Rodríguez era uno de los libretistas más
populares y mejor pagados del país. Tras el triunfo de la Revolución
lo tentaron con jugosas ofertas para que saliera de Cuba y se
instalara en Miami o en otras latitudes. Prefirió mantenerse en su
tierra, «a pie, pero no descalzo y compartiendo una dignidad que no
hay banco que la pueda pagar». Aun así, las incomprensiones le
hicieron apurar no pocos buches amargos. Fue vicepresidente de la
Unión de Escritores y Artistas de Cuba y, por dos períodos, diputado a
la Asamblea Nacional del Poder Popular. Mereció la Orden Félix Varela.

En Juventud Rebelde
Núñez Rodríguez fue un periodista de toda la vida. Tenía ocho años de
edad cuando vio por primera vez su nombre en un periódico calzando un
cuento suyo, y a los 14 era ya el cronista social del diario habanero
El Mundo, en su natal Quemado de Güines. Ya de grande escribió para
Zigzag, donde compartió espacio de tú a tú con los mejores humoristas
de los años 40 y 50, y mantuvo, durante casi una década, una sección
sobre la farándula en la revista Carteles.

Su columna dominical en Juventud Rebelde, que le valió el Premio
Nacional de Periodismo José Martí, no fue para él una vuelta a la
popularidad, que ya conocía por su teatro y sus espacios televisivos y
radiales, sino la consecuencia de algo a lo que aspiró siempre: la
identificación con el lector. Me dijo en una ocasión que gustaba de
ver dicha columna como una vuelta del ser humano a nuestro periodismo;
alguien que podía ser el mismo autor, un personaje popular, un ente
desconocido o un artista de fama. Precisó: «Ahora que me lo preguntas,
creo que el objetivo de mis crónicas es ese: dar al hombre como tal,
presentarlo como protagonista de la vida y, en ese sentido, no hay
límite posible». Todos los domingos leía, bien temprano en la mañana,
su página en este periódico; la releía hasta 20 veces, pues pocas
cosas le causaban tanta satisfacción como leerse a sí mismo, y
enseguida se ponía a escribir la crónica del domingo siguiente.

No recuerdo cuándo comencé a tutearlo ni a llamarle, a secas, Enrique.
Le pregunté en una ocasión si era difícil hacer humor en Cuba, y me
dijo que era difícil hacerlo en cualquier parte. «El humor es una
filosofía ante la vida, una forma de ver el mundo —precisó—. Se tiene
esa veta —o no se tiene—, que hace que aun en los peores momentos uno
encuentre la arista que por lo menos le permita sonreír. Un humorista
no se hace, nace. Mi madre quería que yo fuese niña; nací varón e hice
así mi primer chiste».

Seguimos conversando y me habló acerca del triste papel del escritor
de televisión, víctima siempre de una crítica especializada que
aguarda, cuchillo en mano, la aparición de cada nuevo programa para
descuartizarlo. «Esa crítica olvida, por lo general, el medio para el
que uno escribe, su falta de recursos y la prisa con que se trabaja.
Se tiende a comparar un programa de TV con una cinta cinematográfica,
y se desconoce u olvida que un guionista de cine puede pasar años
dándole vueltas a su texto y que los libretistas de TV no pueden darse
ese lujo: un escritor que hace un programa televisivo semanal de media
hora, ha escrito, al cabo de un año, 20 largometrajes. Y muchas veces
el resultado tiene poco o nada que ver con la concepción que el
escritor tuvo de su programa ni con lo que escribió porque en la TV
«el trabajo es colectivo y, a veces, antagónico, y cualquiera se
siente con derecho a meter la mano en una página. De esa manera se
diluye un poco la labor personal y la satisfacción, si se obtiene, se
reparte entre más; y como el fracaso es huérfano y el triunfo tiene
muchos padrastros, es preferible el periódico a la TV, porque en el
periódico uno sale solo a buscar el éxito o la derrota».

¡A guasa a garsín!
Su último libro publicado lleva el extraño título de ¡A guasa a
garsín!, frase que si lee con cierta técnica pone al descubierto el
cifrado que anunciaba en Sagua la visita al prostíbulo de María
Camión. Un libro de casi 500 páginas que Tupac, el nieto de Núñez
Rodríguez, conformó según las indicaciones expresas de su abuelo. Ya
en el hospital, donde vivía sus últimos días, el escritor retomó
aquella idea de acometer sus memorias y procuró un libro que incluiría
una selección amplia de sus textos literarios y periodísticos
aparecidos en diversas publicaciones y que con la ordenación
inteligente y eficaz de Tupac contarían la vida del autor a través del
sello inconfundible de sus anécdotas.

Los que trabajaban en la confección del volumen confiaban en que sería
posible terminarlo a tiempo, a fin de que Enrique gozara de su
lectura. Él, en cambio, sabía que no vería el libro publicado.
Falleció el 28 de noviembre de 2002. La enfermedad maligna, detectada
en un examen médico de rutina, lo obligó a una larga hospitalización y
terminó pasándole la cuenta. No quiso homenajes póstumos. Fue su
decisión expresa que solo sus familiares más allegados estuviesen
presentes en el momento de su inhumación.








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Ciro Bianchi Ross
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