domingo, 5 de mayo de 2013

BARONES DE LA MAFIA


Barones de la mafia
Ciro Bianchi Ross • digital@juventudrebelde.cu
4 de Mayo del 2013 20:43:14 CDT

Desde hace 40 años no he podido tener relaciones sexuales, declaró Joe
Stassi, uno de los barones de la mafia norteamericana en la capital
cubana, en una entrevista que concedió al cineasta Richard Stratton en
1999, a su salida de la cárcel, donde estuvo recluido por tráfico de
drogas. Durante su larga vida de gánster, Stassi rehusó siempre
negociar con narcóticos, pero ya fuera de Cuba su situación económica
se hizo tan desesperada que no tuvo alternativa. Lo pillaron en un
tráfico de heroína y pasó entre rejas una larga temporada. La última
vez que pudo estar con una mujer fue en La Habana, confesó a Stratton,
más o menos en la misma fecha en la que salió a la precipitada de la
Isla.

El caso de Stassi es quizá extremo, pero ilustra como pocos la
conmoción que provocó en los mafiosos norteamericanos el derrumbe,
tras el triunfo de la Revolución, de lo que el escritor cubano Enrique
Cirules llama el imperio de La Habana.

Una enorme resaca
Dispersos, todos trataron de rehacer su vida, vinculados, por lo
general, a casinos de juego en Bahamas, Reno, Europa y ¡Las Vegas!
Pero ya nada fue como había sido en Cuba hasta 1959. Meyer Lansky, el
llamado financiero de la mafia, ofreció, a través de Charles White,
gerente del casino del hotel Capri, un millón de dólares a quien
atentara contra la vida de Fidel Castro. De la Operación Mangosta y el
Proyecto Cuba nació la asociación entre la CIA y la mafia, y Santo
Trafficante, propietario del casino del cabaret Sans Souci, asumió un
papel preponderante en el complot contra el líder de la Revolución.

Con el tiempo Trafficante tendría, se dice, un lugar clave en la
conspiración para asesinar al presidente Kennedy, acontecimiento en el
que estuvo mezclado el cubano Higinio Díaz, jefe de la seguridad del
hotel Havana Riviera, a quien Trafficante había sacado de Cuba.
Trafficante, al igual que Lansky, dejó de participar directamente en
los planes contra Fidel luego de la Crisis de Octubre de 1962. Muchos
mafiosos, de mayor o menor cuantía, sin embargo, siguieron en estos a
través del contrabando de armas, tentativas de atentados y, en
general, golpes contra la Revolución.

Asegura un refrán que mientras mayor es la altura, más espectacular y
violenta resulta la caída. El sueño de la mafia de que La Habana fuera
una fiesta eterna —expresa un periodista norteamericano—, terminó en
una resaca enorme. En Tampa era vox populi que Trafficante estaba
completamente arruinado. Murió el 17 de marzo de 1987 tras verse
envuelto, poco antes, en dos sonados procesos judiciales, uno por un
intento de estafa de millones de dólares del fondo de asistencia
sanitaria y pensiones de un sindicato obrero, y otra por acusaciones
de extorsión y asociación delictiva que se presentaron en su contra.

Lansky sufrió asimismo muchos contratiempos. Salió de Cuba en los
primeros días de enero de 1959 y regresó en marzo a fin de llevarse
consigo a Carmen, su amante cubana. No la encontró en el apartamento
que montó para ella en el Paseo del Prado ni en ninguna parte; se
esfumaría para siempre, sin paradero conocido. El empeño de Lansky de
reproducir en Santo Domingo el imperio perdido en La Habana se
precipitó en el fracaso en 1961, cuando el cadáver del sátrapa
dominicano Rafael Leónidas Trujillo apareció embutido en el maletero
de su vehículo preferido, un Chevrolet 57, donde solía pasear por las
tardes con la única compañía de su chofer.

El enemigo público
Abrió después dos grandes casinos en Bahamas e Inglaterra, pero fiel a
los dictados de Lucky Luciano, Lansky vivió en el silencio y en el
anonimato gran parte de su vida. Lo perdería la notoriedad que, en
contra de sus deseos, le otorgó un diario norteamericano cuando en
1969 le calculó una fortuna de 300 millones de dólares y recordó que
del conglomerado de hampones que en los años 30 formaron el crimen
organizado, solo Lansky seguía vivo y con poder. Luego El padrino, la
película de Francis Ford Coppola, lo convirtió en un ícono cultural:
Lansky era el mago judío al que se atribuía haber transformado el
crimen organizado en una empresa.

Ahí mismo comenzaron sus desgracias. Washington lo declaró «enemigo
público número 1». Inspectores de impuestos empezaron a examinarle
hasta los calzoncillos y complicó su vida una falsa acusación de
tráfico de narcóticos cuando al revisarle el equipaje en un
aeropuerto, los aduaneros, con intención o por error, calificaron como
drogas prohibidas medicamentos que solía consumir para sus
padecimientos cardiacos. Quiso establecerse en Inglaterra, pero no se
lo permitieron ni tampoco en la República Dominicana, en virtud de sus
antecedentes penales. Tampoco lo aceptó Israel cuando pretendió
ampararse en la Ley del Retorno.

Sus últimos años los pasó en Miami Beach en medio de una lucha feroz
contra el cáncer. Paseaba a su perro por Collins Avenue y dos agentes
del FBI seguían sus pasos de cerca, sin disimulo alguno, no para que
ignorara su presencia, sino para que supiera que ellos lo vigilaban.
Falleció el 15 de enero de 1983.

En las historias que solía contar sobre La Habana, Lansky aludía por
lo general a los 17 millones de dólares en efectivo que, «por un
pelito» no pudo sacar de Cuba. Decía que había sufrido aquí pérdidas
enormes, mucho mayores, desde luego, que aquellos 17 millones que tuvo
que dejar. Los que lo escuchaban acogían en este punto sus palabras
con una sonrisa sardónica. Lansky era, como le llamaron en su tiempo,
«el chico más listo de la Combinación», el financiero, el más astuto
de los mafiosos. ¿Moriría en una situación económica desfavorable?

Cincuenta y siete mil dólares fue todo lo que legó a los suyos. Así
consta en el testamento que en presencia de su nieta y otros
familiares se leyó en el despacho de un juez del condado de Dade.
¿Solo eso? El escribidor lo duda. Cree más bien que el viejo zorro
pasó dinero por debajo de la mesa.

Noche de fin de año
Tropicana presentaba Ritmo y color, una producción de Rodney (Roderico
Neyra) y en el segundo show, otra creación del mismo coreógrafo, Rumbo
al Waldorf, con la cantante Bertha Dupuy, la revelación de 1958. Había
música en vivo también en el casino del cabaré y la animación bailable
corría a cargo de la orquesta Riverside y su cantante Tito Gómez, la
de Fajardo y sus Estrellas y la orquesta propia del centro nocturno.
En el Salón Rojo, del Capri, estaban Los Chavales de España, y en el
Parisién, del Hotel Nacional, una producción de Sándor con Gina Román
y la vedette peruana Ima Sumac. Martha Jean Claude se hacía aplaudir
en Sans Souci, y el cabaré Caribe, del Hilton, ofrecía un espectáculo
español concebido expresamente para la inauguración del lugar. En el
Ali Bar, de Lawton, estaban, entre otros, Fernando Álvarez, Celeste
Mendoza y Reynaldo Hierrezuelo; y en el Sierra, de Luyanó, el Conjunto
Casino, la Orquesta Melodías del 40, la Orquesta Típica Sierra y
Moralitos y su combo amenizaban la noche, mientras que en la pista
Rolando Laserie y Ramón Veloz se disputaban los aplausos.

Aquel 31 de diciembre de 1958 fue para Meyer Lansky un día de trabajo
como otro cualquiera. La larga reunión que presidió en la casa de Joe
Stassi concluyó a las nueve de la noche. Pese a que su esposa estaba
en La Habana y lo aguardaba en el hotel Riviera, el jefe mafioso
prefirió pasar el año con su amante y decidió hacerlo en el hotel
Plaza, un establecimiento que no tenía el brillo de otras
instalaciones habaneras, pero que le permitiría cierta tranquilidad,
lejos de las aglomeraciones propias de la fecha y del encuentro con
gente conocida. A Teddy, la esposa, no se le ocurriría, ciertamente,
buscarlo en ese lugar. Lansky indicó a su chofer y guardaespaldas
Armando Jaime Casielles que invitara a su novia a sumarse a la velada.

Fue una cena estupenda. Sonaron las 12 campanadas; se comieron las
uvas y hubo el tradicional chinchín de copas. Jaime bailaba con su
prometida cuando Charles White, del casino del Capri, entró en el
salón y lo recorrió con la vista. Localizó a Lansky en su mesa, se le
acercó y se inclinó para hablarle al oído. Lansky escuchó el mensaje
con absoluta tranquilidad. Enseguida los dos hombres salieron a la
calle Neptuno y Casielles los siguió, pero Lansky le indicó con un
gesto que se mantuviera a distancia. Fue un diálogo breve. White se
marchó deprisa y Lansky volvió sobre sus pasos. «Se ha ido. Los
barbudos ganaron la guerra», dijo, despacio, a Casielles, que no
necesitó que le dijera que quien se había ido era Batista.

A Lansky le pareció demasiado llamativo el convertible que usaban esa
noche y pidió un taxi para llevar a las mujeres al apartamento de
Carmen. Después de asegurarse de que ambas entraban en la casa, Lansky
y Casielles volvieron andando al hotel. «No hay tiempo que perder»,
dijo Lansky al encargado del casino y le ordenó que tomara todo el
dinero en existencia en el establecimiento, incluso el de las cajas de
seguridad y las reservas en efectivo, separara los dólares de la
moneda nacional y llevara ambos bultos a casa de Joe Stassi, en
Miramar, con vistas al río Almendares. Al rato hacía la misma
recomendación a Santo Trafficante, en Sans Souci. «Lo mejor que
podemos hacer ahora es volvernos invisibles. Cierra los casinos…
porque en cuanto amanezca la gente se echará a la calle y no habrá
Dios que la pare». Después dio las mismas instrucciones en los casinos
de los hoteles Nacional y Riviera. El gerente del Plaza y Trafficante
llevaron el dinero a la casa de Stassi, pero demoraron en cerrar sus
respectivos establecimientos. A la vuelta de pocas horas, ambos
casinos estaban destrozados. Sufrirían también daños los casinos de
los hoteles Sevilla y Deauville. No quedó un garito en pie ni máquina
tragaperras sobre su base. En el Capri, el actor norteamericano George
Raft, que entretenía a los clientes con su conversación, impidió el
asalto al casino.

Día de año nuevo
Los mafiosos fueron dándose cita en la residencia de Stassi. A las
nueve de la noche había armas en las habitaciones principales de la
morada y montañas de dinero en la sala de estar. Stassi sudaba pese al
aire acondicionado. Lansky, calmado, muy calmado y con el rostro
impenetrable, llegó con una maleta y metió en ella todo el dinero
posible. Lo hizo al bulto, sin contarlo. Vio la entrada de Fidel en La
Habana y salió de la Isla de manera legal, por el aeropuerto de
Boyeros. Los cabarés reabrieron sus puertas el 9 de enero, pero los
casinos debieron esperar un poco más. Trafficante permaneció aquí tras
la salida de Lansky. Un buen día, sin que nadie supiera de dónde salió
la orden, lo internaron en la Estación Cuarentenaria de Triscornia, y
otro buen día quedó en libertad sin que tampoco se supiera quién lo
determinaba. Se fue a vivir entonces al hotel Riviera y contrató a
Higinio Díaz como ayudante, que antes quiso serlo de Lansky. Pero esa
vez lo convocaron al Departamento de Investigaciones del Ejército
Rebelde y le dieron 72 horas para que saliera de Cuba. «Soy un jugador
y un jugador pierde y gana. A mí ahora me ha tocado perder», dijo al
comandante Manuel Piñeiro y le aseguró que ordenaría sus asuntos y se
iría en paz. Sería Pastorita Núñez, presidenta del Instituto Nacional
de Ahorro y Vivienda quien, por orden de Fidel, acabaría con los
casinos de juego en Cuba, en septiembre de 1959. Se permitían en estos
juegos inocuos de salón, pero para los juegos duros —ruleta,
seven-eleven, razzle-dazzle…— debía pagarse un tributo de 50 000
pesos. La mafia, aunque intentó con el tiempo recuperar su posición,
no aguantó el cañonazo. ¿Por qué? Años después, Lansky respondería a
un periodista esa pregunta. Le dijo:

—Porque me apenqué.

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Ciro Bianchi Ross
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