domingo, 1 de marzo de 2020

LA QUINTA DE LOS MOLINOS

Ciro Bianchi Ross (cirobianchiross@gmail.com)To:you + 26 more Details
APUNTES DEL CARTULARIO
Ciro Bianchi Ross

La Quinta de los Molinos

En los terrenos de la antigua estancia de Aróstegui, muy cerca de la
Zanja Real y de las faldas del castillo del Príncipe, existían en
tiempos remotos dos molinos de tabaco arrendados por don Martín de
Aróstegui a la Factoría.
Cuando se inició la construcción del Gran Teatro, llamado entonces
Tacón y, después, Nacional, se impuso la necesidad de que
desapareciera el primitivo Jardín Botánico construido cerca del lugar.
Fue entonces que el capitán general Miguel Tacón ordenó que las
plantas y arbustos del Jardín se trasladaran a Los Molinos.
Dispuso Tacón asimismo que en ese sitio se construyera una pequeña
casa quinta, de una sola planta, como residencia de verano de los
Capitanes Generales, y que sirviera además a los gobernadores como
residencia de tránsito cuando, después de entregar el mando, esperaban
trasladarse a España.  Fue así que se construyó la casa en lo que
después se llamó Quinta de los Molinos, obra de los ingenieros Félix
Lemau y el muy famoso Manuel Pastor, a quien tantas obras importantes
debe La Habana.
En 1844 la casa fue ampliada con un piso alto, se embellecieron sus
galerías y se introdujeron algunas reformas, bajo la dirección general
del ingeniero Carrillo de Albornoz, uno de los grandes urbanistas de
la época. Pese a todo, este inmueble nunca llegó a rivalizar con las
grandes mansiones del Cerro, donde hubo residencias verdaderamente
fastuosas. Pero llegó a convertirse en un lugar muy agradable. Cirilo
Villaverde la describía como un lugar precioso… uno de los jardines
más amenos y extensos de las cercanías de La Habana, donde las fuentes
rústicas, las montañas artificiales, las grutas misteriosas, los
saltos de agua, cenadores y otros caprichos y rarezas que deleitan el
espíritu.
Finalizada la Guerra de Independencia, en un gesto inusitado de muy
significativa cortesía, el interventor militar norteamericano dio la
Quinta de los Molinos, como residencia oficial, a Máximo Gómez,
General en Jefe del Ejército Libertador.  Aunque se dice que Mario
García Menocal utilizó esporádicamente la Quinta de los Molinos como
Palacio Presidencial de verano (utilizó también con este fin el
Palacio de Durañona, en Marianao) ya en la República la Quinta dejó de
ser utilizada por las primeras autoridades del país. Fue Jardín
Botánico, centro de exposiciones, dependencia de la Universidad…
Y venga ahora una anécdota deliciosa. Ya se dijo que la Quinta de los
Molinos debía servir también de residencia a los Gobernadores que
cesaban en el cargo y esperaban su retorno a la Península. Cuando
Federico Roncali, conde de Alcoy, se hizo cargo del gobierno (1848)
para suceder a Leopoldo O’Donnell, el Conde de Lucena le jugó una mala
pasada ya que el relevo le llegó antes de lo previsto y sin causa que
lo justificara.
    O’Donnell no solo recibió a Roncali con evidente desprecio y no
cambió con él más de media docena de palabras durante la ceremonia del
traspaso de mando, sino que le dejó vacío el Palacio de los Capitanes
Generales. Salvo el Salón del Trono y las dos piezas principales, que
lucían en todo su esplendor, en el resto de las habitaciones faltaba
no solo aquello que representa la comodidad y el lujo, sino los
objetos más indispensables; como si la mansión acabara de sufrir los
efectos de una mudada.
    Algo de eso había porque Leopoldo O’Donnell, a quien apodaban el
Leopardo de Lucena, antes de cesar en el gobierno se había
establecido, junto a su familia, en la Quinta de los Molinos y se
empeñó en convertirla en una casa de vivienda digna para el primer
funcionario de la Colonia, y se llevó del Palacio hasta los clavos.
Sustituido, siguió viviendo en ella, sin prisa por retornar a España.
    Cuando la condesa de Alcoy, como dueña de casa, recorrió el Palacio
de los Capitanes Generales advirtió que no dispondrían ella y su
esposo siquiera de una cama donde reponerse de tan largo viaje. Para
salir de aquel trance y evitar tener que pasar la noche acomodados en
las butacas del Salón del Trono, el Conde y la Condesa se vieron
obligados a recurrir a don Pancho Marty, un avispado catalán que llegó
a Cuba pobre como una rata y se había enriquecido gracias a la trata
negrera y al trabajo de los presos, que explotaba a su favor, y que
ajeno al protocolo visitaba Palacio y veía al gobernador cuando le
venía en ganas. Marty se pintaba solo para solucionar un asunto como
ese, solución que redundaría en su influencia y valimiento
Cosas de don Leopoldo, señora, dijo a la Condesa. Todo se arreglará. Y
se arregló en efecto.


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Ciro Bianchi Ross

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