lunes, 29 de julio de 2019

LEER AL PASO

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Letras al paso
Ciro Bianchi Ross

La primera piquera pública de automóviles que existió en la Isla se
estableció en 1914 en el Paseo del Prado, frente al hotel Inglaterra,
y en áreas del puerto de La Habana, afirma Marcelo Israel Gorajuría en
su libro Historia y pasión del automóvil en Cuba publicado en el año
2015. El mítico piloto cubano Ernesto Carricaburu, con buen tino y
olfato comercial, dice Gorajuría, adquirió,  para fomentar su negocio,
un lote de diez autos marca Ford modelo T. El popularmente llamado
fotingo  (por la frase inglesa cubanizada foot it and go) revolucionó
la industria del automóvil y no tardó en adueñarse de la preferencia
de los compradores, entre otras razones por su bajo costo, que
oscilaba entre 260 y 300 dólares y la robustez que permitía su empleo
en el servicio de taxis.
    Carricaburu fue chofer del presidente José Miguel Gómez —trasladaba
al mandatario por toda La Habana, sin escolta— y antes, en 1906, al
timón de  un auto marca Mercedes, había resultado triunfador en la
primera carrera internacional que se celebró en Cuba. Contempló un
periplo de 158 km de ida y vuelta entre el poblado habanero de  Arroyo
Arena y la ciudad pinareña de San Cristóbal y atrajo la participación
de los más grandes ases del volante del mundo. Apuntemos de paso que
José Miguel fue el primer presidente cubano que dijo adiós al coche
tirado por caballos.
    Cuando en 1927 dejó de fabricarse el modelo T,  habían salido de los
talleres de la Ford alrededor de quince millones de unidades. Todos de
color negro, lo que en opinión del fabricante, agilizaba la cadena de
producción pues lo eximía de preparar otros colores. Pasó a la
historia como uno de los automóviles más importantes del siglo XX,
junto  a los alemanes VW y Porshe 912, el francés de la Citroën y el
inglés Mini-Morris.
PIQUERA: VOZ CUBANA
Los coches de alquiler tirados por caballos se apostaban, uno detrás
del otro en lugares fijos para aguardar al posible cliente. Por eso se
les llamó «coches de punto». Y del que ocupaba la cabeza de la fila se
decía que estaba «a pique» de hacer la carrera. De ahí se derivó la
voz «piquera», que es un cubanismo, como lo reconoce Fernando Ortiz, y
que es el lugar de parada de los coches de alquiler.
«LA REUNIÓN», DE SARRÁ
Ernesto Sarrá Hernández, farmacéutico y dentista, era, en La Habana de
1958, uno de los mayores propietarios de bienes inmuebles y el dueño
de la droguería que llevaba su nombre, el mayor y más antiguo
establecimiento de su tipo en el país. Poseía en suma un emporio de 46
edificios, 600 empleados y no menos de 500 productos que, aparte de
las especialidades propiamente  farmacéuticas, incluían jabones,
perfumes, insecticidas, desinfectantes, juguetes, lozas y cristales,
así como un almacén de ferretería, otro de suministros para lecherías
y  de materias primas para dulcerías y panaderías y otro de
instrumental quirúrgico.
    El imperio Sarrá tuvo un siglo largo de vida en Cuba. Nació en 1853
cuando los boticarios Valentín Catalá y su sobrino, José Sarrá y
Catalá vinieron desde Cataluña a hacer carrera y probar fortuna en los
negocios.  «Lograron mucho más. Los Sarrá conquistaron La Habana. Su
historia es la de los catalanes emprendedores en el mundo; una parte
importante de la historia de Cuba; un paradigma de la historia de los
indianos, de la burguesía criolla y de los primeros capitalistas de
Latinoamérica. Sus huellas están en algunos de los inmuebles más
emblemáticos de La Habana, desde la gloriosa farmacia que crearon y
fueron ampliando a lo largo de generaciones, hasta el imponente
palacio art noveau que hoy alberga la embajada española», escribe el
historiador Fernando García.
    Tío y sobrino invirtieron 50 000 pesos en la fundación de una
farmacia y droguería en pleno corazón de La Habana Vieja. La suerte
los ayudó, En el predio adquirido encontraron un pozo que aseguraba un
agua pura, sin durezas, idónea para la elaboración     de medicamentos.
El establecimiento, orientado a la venta al por mayor, se llamó La
Reunión porque unificaba las farmacias tradicional y homeopática: la
primera, a cargo de José y la segunda, dirigida por Valentín, que
también asumió la contabilidad, precisa Fernando García, y añade:
«Sarrá montó un laboratorio que en poco tiempo estaba surtiendo de
ungüentos, sales, jarabes y extractos a farmacéuticos y hospitales de
toda Cuba».
En 1858 se incorporó a la empresa el también científico y negociante
José Sarrá y Valldejulí, sobrino del cofundador; siete años después,
Valentín le vendió su parte para establecerse por su cuenta en
Barcelona, donde el primer Sarrá iría también a morir en 1877.
Llegado el momento, el sobrino se fue por encima del tío. Sarrá
Valldejuli revolucionó  la empresa. Afirma el ya citado Fernando
García que compró toda la manzana y otros terrenos cercanos; remozó la
botica y le agregó oficinas, almacén y un laboratorio mayor; compró
nuevos aparatos, como una máquina de vapor para hacer pulverizaciones
y presas para extraer aceite de ricino; lanzó productos propios de
gran éxito, singularmente la Magnesia Sarrá. Creó, en suma, la que
sería la mayor farmacia de Latinoamérica y se cree que la segunda del
mundo tras la norteamericana Johnson, y contribuyó a la formación de
más de cien farmacéuticos en la laboratorios Sarrá.
.El rey Alfonso XII concedió a Valldejulí el título de Farmacéutico y
Droguero de la Real Casa, así como el derecho de utilizar en sus
muestras y etiquetas el Escudo de Armas Reales.
Con Ernesto Sarrá Hernández a la cabeza,  el  negocio se transformó,
en las primeras décadas del siglo XX,,  en uno de los emporios más
importantes de Cuba,. El heredero de La Reunión se hizo de oro con
procedimientos no siempre admirables. Ernesto no sólo introdujo
técnicas de marketing moderno, también recurrió a las influencias
políticas y a una vigilancia casi policial de sus  competidores, para
acabar imponiendo un oligopolio que el sector bautizó como trust del
dolor. Sus figuras más representativas, aparte de Sarrá Hernández,
eran Teodoro Johnson y Francisco Taquechel Mirabal. Su poder era tal,
dice el historiador Carlos del Toro, que influyen sobre los
departamentos de venta de laboratorios extranjeros de manera tal que
los obligan a no hacer negocios en Cuba con nadie que no sean ellos.
Manejan el dumping de precios al extremo de poder arruinar a cualquier
farmacéutico que se quiera convertir en importador, dándose el caso de
haber rebajado en un cuarenta por ciento en cierta ocasión el precio
de un artículo para hacerle perder una considerable suma a un
farmacéutico que compró gran cantidad en el exterior.
Contra Sarrá, Taquechel y Johnson poco podían empresas cubanas
pequeñas y medianas como Magnesia Márquez S A, fundada en 1830, y el
Instituto Biológico, entre otras.
Ernesto Sarrá residía en la calle 2 entre 11 y 13 en El Vedado, actual
Ministerio de Cultura.  Pertenecía asimismo a la familia el palacete
donde desde 1984 radica la embajada de España.
En cuanto a La Reunión, la Oficina del Historiador de la Ciudad la
restauró y la convirtió en un museo en el año 2004. Hoy, afirman los
entendidos, es un auténtico palacio para los amantes de las boticas
antiguas.
MANTECA DE OSO
En una época en que los jóvenes querían tener la cabellera de Jorge
Negrete, el padre del escribidor se preocupó por el pelo que se le
caía. Y fue ahí que alguien le recomendó un producto entonces en alza:
Manteca de Oso, loción que se elaboraba y expendía en la droguería de
Ernesto Sarrá. Bastaba con aplicársela mientras se masajeaba
suavemente el  cuero cabelludo y los resultados a mediano plazo
resultaban alentadores. Eso quería decir que no bastaba el empleo de
un solo frasco, sino que debía hacerse del producto un uso más o menos
continuado.
    Era un líquido blanco y espeso, y si era eficaz o no, ya se sabría,
pero, de entrada, lo mejor que tenía era su nombre. Los que
desconocían cómo olía un oso, podían hacerse una idea exacta con oler
aquello. Sin dada había que tener mucho valor para someterse a algo
así por milagroso que fuera. Pero ya se sabe que hay calvos que con
tal de no serlo, hacen cualquier cosa, como darse masajes con una papa
podrida.
    El caso que mi padre, que con 22 años era ya tan calvo como lo sería
antes de fallecer con 90, empezó el tratamiento El primer pomo, el
segundo, el tercero… y de tanto visitar la droguería  donde se
expendía  la dichosa manteca llegó a hacerse familiar  en el
establecimiento y sus guardia jurados, que eran los CVP de entonces,
lo veían como a un amigo: se saludaban con afecto y se preguntaban
mutuamente por sus respectivas familias.
    Un día conversaba amigablemente con uno de ellos  cuando se acercó a
la farmacia un automóvil negro, de lujo y de unos diez metros de
largo. El custodio suspendió de sopetón la charla y se situó muy tieso
junto al contén de la acera a fin de abrir la puerta trasera derecha
del vehículo y dar paso a un hombre de mediana edad y vestido de traje
al que saludó con un efusivo buenas tardes y una ligera reverencia.
Luego de que el recién llegado penetró en la droguería y el guardia
jurado volvió a su posición anterior, mi padre se interesó por conocer
su identidad.
    -Es el doctor Ernesto Sarrá – respondió el custodio.
    Y ahí mismo se acabó para mi padre la Manteca de Oso porque resulta
que el fabricante de loción tan espectacular contra la calvicie, era
calvo.


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Ciro Bianchi Ross

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