domingo, 9 de abril de 2017

ASI MURIO JOSE ANTONIO ECHEVERRIA( version de Ciro Biaqnchi Ross)

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Así murió José Antonio Echeverría
Ciro Bianchi Ross •
 digital@juventudrebelde.cu
8 de Abril del 2017 20:36:34 CDT

El escribidor dedicará la página de hoy a dar respuesta a solicitudes
remitidas por los lectores. Dos o tres de ellas, estimuladas sin duda
por el aniversario del asalto al Palacio Presidencial, se relacionan
con José Antonio Echeverría, el presidente de la FEU caído en combate
el 13 de marzo de 1957. Uno de los lectores, Pablo R. Suárez Corcho,
de Alamar, quiere saber cómo se preservó la grabación del mensaje que
el líder estudiantil, poco antes de su muerte, leyó ante los
micrófonos de Radio Reloj. Mientras, Ildelisa Machado Conte, de Las
Tunas, inquiere detalles sobre el sepelio del corajudo revolucionario.
Lamentablemente, no tengo a la mano la respuesta para el pedido de
Suárez Corcho. Nada dice al respecto la nota que calza la versión
escrita de dicha alocución, que se incluye en el libro Papeles del
Presidente; documentos y discursos de José Antonio Echeverría Bianchi,
publicado por la Casa Editora Abril, en 2006, y no tengo en mi
biblioteca la biografía de José Antonio escrita por el historiador
cardenense Ernesto Aramís Álvarez Blanco, que es de lo más valioso
entre lo publicado sobre el inolvidable joven. Creo recordar que la
grabación, aparecida de manera casual, según se dijo, se dio a conocer
el 13 de marzo de 1963 durante la celebración de un congreso mundial
de arquitectos que tuvo lugar en Cuba. No quiere eso decir que la
grabación apareciera ese día, sino que se aprovechó la fecha y la
ocasión para darla a conocer. Tal vez CMQ grabara de manera automática
sus programaciones o parte de ellas, para después analizarlas. Me
dicen, y tampoco estoy seguro de eso, que la grabación, entre otras
cintas, apareció en la casa de un personaje de la dictadura. Alguien
la encontró, tal vez sin saber lo que buscaba o sabiéndolo.

¿Estaba vivo?
Luego de la acción de Radio Reloj, el auto en que el Presidente de la
FEU debía trasladarse a la Universidad, un Ford de dos colores con
matrícula 37-222 y que conducía Carlos Figueredo, avanzó por la calle
M y dobló a la derecha en Jovellar. Antes de llegar a L, un tranque
impidió que el vehículo continuara su marcha, pero José Antonio y sus
compañeros, a los gritos de «¡Revolución!» y disparando sus armas al
aire, lograron que les abrieran paso. Cruzaron L al fin, buscando
acceder a la casa de altos estudios por la entrada de la calle J,
frente al hospital Calixto García, cuando se les aproximó una
perseguidora que avanzaba por la senda contraria. De manera
inexplicable e inesperada, Figueredo lanzó su auto contra el vehículo
policial y disparó sobre él con su pistola. Respondió de inmediato el
artillero de la perseguidora —Fernando Rodríguez de la Vega, alias el
Papa— con una ráfaga que perforó de manera oblicua el parabrisas del
Ford. Sus ocupantes resultaron ilesos, y el chofer de la perseguidora,
de apellido Izquierdo, quedó herido.
José Antonio, quien viajaba en el asiento delantero del Ford, salió
del vehículo y con su pistola Star de ráfagas avanzó sobre la
perseguidora. Entonces el artillero, acostado sobre el asiento
trasero, le disparó a quemarropa y lo derribó. Tuvo el Presidente de
la FEU fuerza y coraje suficientes para incorporarse. Había extraviado
su Star en la caída y extrajo el revólver que momentos antes había
incautado a un soldado en el elevador de Radio Reloj. Fue aquí que el
gazero de la perseguidora, que es el vigilante que viaja junto al
chofer en el asiento delantero —también de apellido Rodríguez—, le
disparó con su pistola. José Antonio quedó tendido sobre el pavimento.
Eran las 3:45 de la tarde.
¿Estaba vivo? Así lo aseguraba, entre otros testigos, el
fotorreportero Tirso Martínez, que fue quien captó la imagen de José
Antonio derribado en la calle. Una de las imágenes al menos, porque se
conocen dos; en una, el dirigente yace sobre su costado derecho con
los brazos extendidos hacia delante y la pierna izquierda ligeramente
encogida. En la otra, aparece totalmente bocarriba, con el saco
abierto, mientras que la camisa deja ver, en su parte derecha, grandes
manchas de sangre.

Llega la familia
Los estudiantes que acompañaban a José Antonio en el Ford —Fructuoso
Rodríguez, Joe Westbrook, José Azzeff y Otto Hernández, además del ya
aludido Figueredo— lograron salir del vehículo y penetrar en la
Universidad. No pudieron ayudar a su jefe porque el líder estudiantil
se interponía entre ellos y el carro policial. Abatido el Presidente
de la FEU, los policías permanecían sentados en la perseguidora. Uno
de ellos, ya fuera del vehículo, repetía a los curiosos que se
acercaron al lugar de la tragedia: «¡Si yo hubiera sabido que era
Echeverría no le hubiera tirado!».
Ricardo y Josefina Bianchi, tíos de José Antonio, lograron llegar
hasta donde yacía el cuerpo del sobrino. El cadáver permanecía en la
calle sin compañía alguna. Llegó también su primo Luis Bianchi,
enfermero. Le buscó el pulso y exclamó: «No hay nada que hacer; está
muerto». Aun así, Ricardo corrió al Calixto García y, con el pretexto
de que «está tirado y está vivo», solicitó una ambulancia. No quería
que el cuerpo quedara a merced de la esbirriada. Salió la ambulancia
del hospital, los enfermeros trataron de mover el pesado cuerpo, pero
nada pudieron hacer, pues fuerzas de la policía y gente del grupo
paramilitar de Los Tigres, del senador Masferrer, apostadas en el
hotel Colina y otras edificaciones, espantaban a tiros a los que se
acercaban al cadáver. Los Bianchi vuelven a su casa, detrás de la
Terminal de Ómnibus, y por teléfono comunican a Consuelo, la madre de
José Antonio, la triste noticia.

Retenido el cadáver
Parece que fue a las 5:30 de la tarde cuando levantaron el cuerpo.
Permanecería en el Necrocomio Municipal, situado entonces en el
cementerio de Colón, hasta pasadas las tres de la tarde del día 14. En
Bohemia, Edición de la Libertad, 11 de enero de 1959, aparece una foto
del también Secretario General del Directorio Revolucionario en la
morgue habanera, tendido sobre una camilla. Fueron inútiles las
gestiones del Doctor Clemente Inclán, rector de la Universidad de La
Habana, y de Chomat, decano de su Facultad de Arquitectura, para
apurar la entrega del cadáver a la familia. Fracasó igualmente la
gestión que en el mismo sentido hiciera el padre de José Antonio con
su viejo amigo, el senador batistiano Santiago Verdeja. Al fin, el
magistrado José R. Cabeza, presidente del tenebroso Tribunal de
Urgencia, dispuso la liberación del cadáver y su traslado a la
funeraria Alfredo Fernández, en la calle Zapata, cercana al cementerio
de Colón. Allí también estaban siendo velados los cuerpos de Menelao
Mora, muerto en el asalto a Palacio, y Pelayo Cuervo, asesinado en el
Laguito del Country Club tras esos sucesos. El magistrado Cabeza
entregó a Lucy Echeverría las pertenencias de su hermano. José Antonio
sería inhumado en Cárdenas, su ciudad natal.
La madre de Fructuoso Rodríguez, presente en la funeraria, gritaba
desesperada: «¡Que no maten a nadie más, que no maten a nadie más!»,
sin poder sospechar que su hijo sería asesinado apenas un mes después.
Sobre las seis de la tarde del propio día 14 se autorizó la salida del
cortejo rumbo hacia Cárdenas. Con estas demoras, el régimen batistiano
trataba de evitar que los funerales de José Antonio se convirtieran en
una manifestación popular de protesta y dolor. Así, dispuso que solo
el auto en que viajarían los padres, llegados a La Habana el propio
día 13, acompañara al coche fúnebre a la salida de la casa mortuoria.
El resto del cortejo, conformado por siete vehículos, debía esperarlo
en la Calzada de Managua. Otra condición había sido impuesta de
antemano por la dictadura. José Antonio sería llevado directamente al
cementerio de Cárdenas. Sus restos no podrían ser velados en la ciudad
que lo había visto nacer y crecer.
El cortejo fue detenido y los automóviles registrados en varias
ocasiones durante el trayecto. En Boca de Camarioca, el coche fúnebre
y el auto donde viajaba la familia de José Antonio fueron separados
del resto de la comitiva, a la que se le indicó que los esperara
después de Peñas Altas, y a la entrada de Cárdenas se ordenó a la
comitiva aguardar en el cementerio la llegada del cadáver.
Era ya de noche y la necrópolis, más que un cementerio parecía un
campamento militar rodeado de policías, agentes del Servicio de
Inteligencia Militar, chivatos y militares vestidos de paisano. Ante
las rejas cerradas del camposanto, el capitán Alzugarai, jefe de la
Policía de la zona —fusilado por sus crímenes tras el triunfo de la
Revolución—, detuvo el cortejo. Una vez aparcados los vehículos hizo
que encendieran las luces interiores, a fin de verles las caras a los
que estaban dentro e hizo anotar las matrículas de los automóviles.
Se abrieron las rejas y penetró el carro fúnebre seguido de unas pocas
personas que fueron sometidas entonces a un registro humillante. Como
Guiteras, José Antonio Echeverría fue inhumado de prisa, a la luz de
los faros del coche fúnebre y unos pocos faroles conseguidos por
Rigoberto Febles, administrador del cementerio.

La revolución llegará al poder
En el primer aniversario de su muerte, amigos y seguidores del líder
estudiantil reunieron el dinero necesario para costear un libro-lápida
que sería colocado sobre la tumba. No tardaría en ser destruido por la
policía batistiana.
Meses más tarde, en enero de 1959, en su traslado hacia la capital del
país, el Comandante en Jefe Fidel Castro, al frente de la Caravana de
la Libertad, se salió del recorrido previsto a lo largo de la
Carretera Central y entró en Cárdenas para, en el cementerio, rendir
tributo al valiente revolucionario que en 1956 había firmado junto a
él la Carta de México.
Dice en el referido documento:
«Que la Revolución llegará al poder libre de compromisos e intereses
para servir a Cuba en un programa de justicia social, de libertad y
democracia, de respeto a las leyes justas y de reconocimiento a la
dignidad plena de todos los cubanos, sin odios mezquinos para nadie, y
los que la dirigimos, dispuestos a poner por delante el sacrificio de
nuestras vidas, en prenda de nuestras limpias intenciones».




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Ciro Bianchi Ross
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