domingo, 21 de septiembre de 2014

MOJICA EN LA HABANA


Mojica en La Habana
Ciro Bianchi Ross * digital@juventudrebelde.cu

La escritora cubana Dulce María Loynaz --premio Miguel de Cervantes,
1992-- dice en sus memorias que el actor y cantante mexicano José
Mojica hizo perder la razón a los habaneros durante su visita de
finales de 1931. <<Para ensalzarlo o vituperarlo, ningún artista ha
levantado aquí clamor semejante>>, precisa la autora de Jardín y
Últimos días de una casa, mientras que el llamado Valentino de la
ópera escribiría por su parte: <<Si tuve grandes alegrías en La Habana,
también sufrí grandes dolores>>.
Aclara la Loynaz que ella permaneció al margen de todo aquello. Nunca,
ni entonces ni después, le interesaron los cantantes y tenía
ciertamente cosas más importantes en las que pensar. Un primo suyo
empezaba a cortejarla y era, a su juicio, más gallardo que el
mexicano. <<De Mojica ni siquiera había visto las películas. Y lo tenía
por persona vana y superficial>>.
Llegarían, con el tiempo, a conocerse personalmente. Ni el artista ni
la poetisa eran ya las mismas personas. El hombre que había ganado una
fortuna con sus películas y sus conciertos, se ordenaba sacerdote y
hacía voto de pobreza. Dulce María rompía su matrimonio con el primo y
se dejaba cortejar por el cronista social Pablo Álvarez de Cañas, que
moría de amor por ella desde que vio su retrato en un periódico. Pablo
soñaba con que aquel romance terminara en boda, posibilidad impensable
para la poetisa. Aun así emprendieron juntos un viaje por América
Latina. Al llegar a Perú, quiso Álvarez de Cañas saludar a Mojica --ya
fray José Francisco de Guadalupe, internado en el convento de La
Recoleta, casi inaccesible en aquellas tremendas soledades andinas. El
concepto que de él se hiciera la creadora de Carta de amor al rey Tut
Ank Amen cambió radicalmente. <<Tan rectificado fue, y tal impresión me
hizo en esa única visita, que puedo decir ahora que fueron sus
palabras las que más pesaron en mi vacilante voluntad de casarme con
Pablo>>.
Una amistad fraternal unió a los dos hombres y esa relación duró hasta
la muerte, ocurrida con solo días de diferencia entre los dos.
Escribe la Loynaz en Fe de vida: <<Entre las cartas que todavía
llegaron a su nombre después de fallecido Pablo, estaba una de fray
José de Guadalupe Mojica, que incluía su última foto dedicada a él. En
ella aparecía en una silla de ruedas, aún sonriente, y cuando la
recibí los dos estaban muertos>>.
¿Quién iba a decirle a Dulce María, en 1931, cuando los caminos de
ambos se hallaban tan distantes, que sería ella la encargada de
recibir el mensaje póstumo de Mojica? Estaba el mexicano en aquel
lejano año en la cúspide de la fama. Su voz era hermosísima y sus
piernas, una de las cuales le sería amputada, saltaban ágiles. La
gente formaba largas filas al frente de su hotel o su teatro solo para
verlo escapar rápidamente cuando salía, si no se escabullía antes por
una puerta secreta.
Más de una vez, durante su estancia habanera, los agentes del orden
tuvieron que protegerlo del entusiasmo del público, y más de una vez
tuvo que castigar él mismo con sus recios puños la insolencia de
algunos que llevaban su torpeza o su malignidad demasiado lejos, acota
la poetisa y añade que fue una suerte de locura colectiva la que se
adueñó de los habaneros durante la estancia de José Mojica.

La voz de oro
En ese momento se le consideraba el mejor tenor de América Latina. A
la maravilla de su voz --voz de oro, como se decía en ese tiempo-- unía
su tipo de galán latino que, a partir de Rodolfo Valentino, exigían
los cánones melodramáticos de la época. Su carrera cinematográfica
comenzó en 1928 con películas habladas y cantadas en español, como
Ladrón de amor y El precio de un beso.
El afamado compositor y pianista Ernesto Lecuona lo contrató para que
viniera a La Habana. Se conocieron en Hollywood. La Metro Goldwyn
Mayer había solicitado al cubano que colaborara en la musicalización
de Canción de amor, filme protagonizado por el barítono Lawrence
Tibbett y la actriz mexicana Lupe Vélez, y en la que participó la
orquesta de los Hermanos Palau y cantantes y bailarines cubanos.
Lecuona intimó con Mojica y respondió a la invitación del astro
mexicano de que lo visitara en la mansión que se había construido en
Santa Mónica. Allí, valiéndose del gran piano de cola que había en la
sala de estar de la casa, hizo el compositor una audición memorable de
su obra. En un aparte, Lecuona le dijo a Mojica: <<Tienes que ir a
Cuba. Tendrás un éxito enorme>>. Le ofreció mil dólares por cada
concierto en La Habana. Era una buena suma para una época de crisis
económica, y Mojica aceptó encantado la oferta pues necesitaba plata
para apoyar el movimiento de los cristeros. Vendría junto al notable
pianista Troy Sanders, quien lo acompañaría en sus presentaciones.
Partieron del puerto de Veracruz con destino a la capital de la Isla.
Su llegada despertó un entusiasmo poco visto antes.
Escribió el tenor en sus memorias: <<Desde mi arribo advertí que tenía
que enfrentarme a un público amigo al que debía tratar de manera
especial. La recepción que me preparó Lecuona fue sensacional. Tenía
que entregarme, sin reservas, a un público entusiasta. La seriedad y
compostura no encajan con los cubanos, que aman la confianza, la
franqueza, y se interesan por la persona. Me lo había advertido
Esperanza Iris cuando me refería el trato familiar y cálido que le
daban en toda la Isla>>.
Para el 14 de diciembre se programó su primera presentación en el
Teatro Nacional, hoy Gran Teatro de La Habana. Se dice que era
materialmente imposible atravesar la esquina de Prado y San Rafael, en
Centro Habana, donde se encuentra el coliseo y que el cercano Parque
Central estaba totalmente invadido de público y policías. Las lunetas
se vendían a tres pesos, un precio subido dada la situación del país.
El teatro estaba lleno a reventar. Parecía que la gente había perdido
el miedo a concurrir a lugares públicos en aquellos días cuando se
recrudecía la oposición a la dictadura del general Gerardo Machado y
el régimen extremaba la represión y los grupos revolucionarios
detonaban bombas y petardos y hacían funcionar la escopeta recortada.
Pero todo el mundo quería ver y oír a Mojica, y el automóvil que lo
transportaba debió desplazarse con sumo cuidado en medio de un mar de
gente que aplaudía, gritaba y exigía ver al cantante.
A las nueve en punto salió Mojica al escenario. Una verdadera
tempestad de aplausos lo arropó durante largos minutos. Al fin empezó
la música: Peri, Cavalli, Cimara, Gounod... La parte inicial del
concierto transcurría de maravilla cuando desde el escenario el tenor
comenzó a ver que la gente se levantaba y salía apresuradamente. Tosía
y gesticulaba, y se cubría la nariz con pañuelos. Apuntó en sus
memorias: <<Hasta mí llegaba el picante olor de las bombas
lacrimógenas>>.
No eran tales. Se trataba de las llamadas bombitas de peste, rústico
adminículo que se elabora con la flor de pedo que al reventarse
produce un olor nauseabundo y que, de hacerse en una habitación
cerrada, invade poco a poco todo el espacio, se mantiene en el
ambiente durante largos minutos e impregna el olfato de quien le tocó
olerla. El concierto debió ser suspendido. Cuando se reanudó, la
atmósfera estaba aún viciada por lo gases. Sanders ejecutó a Zeckwer y
el estadio Staccato, de Rubinstein, y Mojica prosiguió con obras de
Duparc, Massenet, Chausson, Head y otros.
La calma parecía haberse restablecido.

Cuando me vaya
Un momento importante de los conciertos de Mojica en La Habana fue su
interpretación de María la O, zarzuela de Ernesto Lecuona. Nunca antes
había sido cantada por voz masculina ya que solamente las sopranos la
habían dado a conocer. Mojica la interpretó en un arreglo especial
hecho por él, con recitados y declamaciones que la hacían propia para
voz varonil. <<Por ello recibí, dijo el tenor, una de las más grandes
ovaciones de mi vida, y esa noche María la O --que vocalmente ofrece
dificultades y agudos iguales a la más escabrosa aria de ópera-- quedó
para siempre en el gusto del público cubano; digo para siempre porque
hace un cuarto de siglo que la canté y todavía se escucha
diariamente>>.
El día 16 de diciembre volvió Mojica al escenario del Nacional con
obras de Pergoilessi, Erlanger, Chaminade, Donizetti... Sanders acometió
a Debussy y a Turina. El tenor cerró con canciones folclóricas y
anónimas, y para finalizar interpretó Cuando me vaya, de María Grever.
El 20 de diciembre, Mojica ofreció una audición popular con canciones
mexicanas y cubanas. Ese día Lecuona interpretó, a dos pianos con
Sanders, sus piezas La comparsa y Danza lucumí. Hubo conciertos el 25,
el 26 y el 28, y el 30 fue de homenaje y despedida al artista
visitante.
Historiadores cubanos no han esclarecido nunca las razones que
motivaron la maloliente interrupción del primer concierto de Mojica en
La Habana. A diferencia de la bomba que le pusieron a Caruso en el
propio Teatro Nacional, en 1920, nadie se proclamó autor del hecho en
los más de 80 años transcurridos desde entonces. No existen sospechas
siquiera.
El propio tenor explicó en sus memorias los posibles motivos: <<Había
intereses que resentían perjuicios con el artista que dejaba sin
público los demás teatros; empresas cinematográficas que creían
necesario desacreditar y aun calumniar al que les causaba pérdidas;
periodistas sin ética profesional que esperaban gratificaciones de mis
empresarios y que, por no obtenerlas, escribieron artículos llenos de
sátira y malicia>>.
<<Hubo caricaturas que, a más de bobas, eran insultantes. El remedio
que me propusieron para acallar los comentarios, era peor que la
campaña de calumnia. Debería yo abofetear en público a cierto
periodista; correr una aventura amorosa con cualquier mujer casada;
jugar grandes sumas en casinos clandestinos; organizar juergas y
visitar casas de mala nota. Debía ser admirado como hombre mundano, no
como artista de buenas costumbres>>.
Hay algo cierto. Con la excepción de Pablo Álvarez de Cañas, cronista
social del periódico El País, la prensa le hizo imposible la vida a
Mojica durante su estancia en La Habana.

Solamente una vez
En 1941, en San Miguel de Allende, Guanajuato, fallece doña Virginia,
la madre del tenor. José Mojica, en plenitud de su carrera, abandona
entonces la vida artística e ingresa en un convento. Se dice que en
tales circunstancias Agustín Lara le dedica su bolero Solamente una
vez. Dos años más tarde recibe las órdenes menores y, después de hacer
el noviciado, se ordena sacerdote.
Murió en Lima, el 20 de septiembre de 1974, a los 79 años de edad.
Actuó en el cine, con la debida autorización eclesiástica,
prácticamente hasta el final de su vida.
 












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Ciro Bianchi Ross
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