domingo, 26 de enero de 2020

LA CIUDAD BAJO EL TERROR


   
Sat, Jan 18, 2020 10:15 pm
Ciro Bianchi Ross (cirobianchiross@gmail.com)To:you + 26 more Details
La cuidad bajo el terror (1)
Ciro Bianchi Ross

Vive La Habana días de mal contenida violencia. Los decretos liberales
emitidos por Domingo Dulce Garay, que acaba de asumir por segunda vez
la capitanía general de la Isla, no logran conquistar a los cubanos y
enfurencen al elemento español más recalcitrante. Origina el cuerpo de
voluntarios un incidente tras otro y el vandalismo llega a su climax
en las jornadas del 22 y 24 de enero de 1869 con el sangriento asalto
al  café El Louvre, el saqueo del Palacio de Aldama y, sobre todo, los
sucesos del Teatro Villanueva. Hay detenciones arbritrarias, encierros
inapelables  en las prisiones del Morro, atropellos y asesinatos. La
represión española inunda de sangre inocente la ciudad.
UNOS Y OTROS
Durante su primer mandato (1862—1866) en medio de una difícil
coyuntura internacional, Dulce desplegó una hábil política
conciliatoria encaminada a ganar el afecto de los criollos. Persiguió
el tráfico negrero y manejó con rectitud la hacienda pública.
Propició la creación de escuelas superiores gratuitas y permitió
cierta libertad de imprenta.  Alcanzó el movimiento reformista en esos
años  momentos de esplendor. Se llamó Dulce a  sí mismo «un cubano
más». Su posición polarizó las opiniones en torno al Gobernador:
terratenientes y comeciantes peninsulares lo veían con desprecio mal
disimulado, actitud que  contrastaba con la manifiesta simpatía de los
nacidos en el país.
    Enfermo, devorado ya por un cáncer en el estómago, Dulce se vio
obligado a pedir su relevo. Los partidarios de las reformas le
tributaron una despedida apoteósica, con música y aclamaciones que lo
acompañaron hasta el vapor Isabel la Católica, que lo conduciría a
España, mientras los españoles más retrogrados seguían con dolor los
gritos de ¡Viva Cuba! en medio de aquel despilfarro de entusiasmo. Ya
hallarían ellos la oportunidad de vengarse.
    Ya en su tierra, Dulce sustenta la idea acerca de los vientes libres
—que consideraba libres a los hijos de esclavos desde el momento de su
nacimiento— y contrae matrimonio con la acaudalada cubana Elena Martín
de Medina y Molina, Condesa de Santovenia, lo que le permite un aporte
de 800 mil pesos a la llamada Revolución Gloriosa que expulsa del
trono a la reina Isabel II. Por disciplina y lealtad a los jefe de la
revolución acepta hacerse cargo nuevamente del gobierno de la Isla.
Dice al respecto  el historiador René González Barrios: «Su
experiencia como político y como militar, además de la imagen
relativamente fresca de su anterior mandato, constituían el mejor aval
para tratar de apagar la hoguera cada vez más intensa que se extendía
por la Isla».
    Es frío, mejor, helado, el recibiento que el 4 de enero de 1869 se
hace al nuevo gobernante. No hay música, vivas ni flores. No se
escuchan las exclamaciones tiernas y sinceras de la población.  Solo
un par de militares de alto rango  sube al vapor Comillas para
escoltarlo. Está Dulce tan debilitado que baja a tierra sostenido por
el Obispo Claret, que viene en el mismo barco desde España. Es en
realidad  un cadáver y el gobierno español temió tanto por su vida que
puso despachos cablegráficos a Nueva York aunciando la posibilidad de
que el Capitán General falleciese durante la travesía.
LA SUERTE ESTÁ ECHADA
Viene con ánimos de terminar la insurrección y con la idea de gobernar
«el país por el país». Pero durante los últimos tiempos del mando del
capitán general Lersundi, su antecesor, los voluntarios se adueñaron
del poder real en la ciudad. Expresa a altos jefes militares y del
cuerpo de volunarios y a altos cargos del gobierno de la Colonia, que
los criollos no son indios, sino «nuestros hijos», y asegura que no
tendría un día de satisfacción mayor que aquel en que viera sentado a
su mesa a Carlos Manuel de Céspedes. La suerte del capitán general
Domingo Dulce y Garay, Marqués de Castell Florit, Gobernador de la
Isla de Cuba, está echada.
    Le toca enfrentar dos rebeliones, la de los voluntarios y los
integristas  más recalcitrantes contra la Revolución Gloriosa y de
todo lo que de ella viniera,  «Dulce incluido». La otra rebelión es la
iniciada por Céspedes el 10 de octubre de 1868. Lo dice el propio
Gobernador: «Vi con amargura que tenía el deber y la necesidad de
combatir dos insurrecciones: una armada en el campo, contra la
integridad del territorio, y otra dentro de la ciudad guarnecida en la
impunidad de los fusiles, contra la marcha política del gobierno».
Quiere sentar  su plan de paz concediendo a los cubanos tres derechos
fundamentales: representación en las Cortes, libertad de reunión y
libertad de imprenta. Con uno de sus primeros decretos suprimió la
censura de prensa y no demoró en decretar una amnistía que benefició a
todos los detenidos a causa de la revolución. Fue un perdón muy amplio
que incluyó a los que estaban cumpliendo condena o estuvieran
procesados, así como a los depusieran las armas en un término de
cuarenta días. Las causas por delitos políticos, además, se daban por
concluidas. Dulce envió a sus representantes a conferenciar con los
cabecillas principales de la insurrección; Céspedes en primer término.
«Estos cambios ocurrieron en el corto plazo de ocho días —del 4 al 12
de enero— y sus disposiciones ampliamente liberales variaron
oficialmente el régimen ultracobservador de Lersundi», apunta González
Barrios en su libro Los capitanes generales en Cuba.
    La libertad de imprenta fue aprovechada tanto por los partidarios de
España como por los contarios. En un decir amén La Habana se llenó de
publicaciones y sus redactores y colaboradores expresaron sus ideas
con vehemencia. «La libertad de prensa sirvió como válvula de escape a
los animos de los contendientes. Los violentos ataques de cada parte
caldearon a tal punto los ánimos que la capital se convirtió en un
verdadero infierno…» prosigue el historiador González Barrios.
    Los insurrectos no parecen haber confiado mucho en las promesas del
Marqués de Castell Florit. De cualquier manera, la confianza, si
existió,  debió desaparecer con la muerte del general camagüeyano
Augusto Arango, ultimado, junto con un acompañante,  cuando se dirigía
a Puerto Príncipe a conferenciar con el jefe de la plaza, amparados en
el salvoconducto expedido por el teniente gobernador de Nuevitas. Las
turbas sedientas de venganza y sangre pasearon por la ciudad sus
cadáveres. Acción que  marcó el principio y el fin del  gobierno de
Dulce.
PASE DE CUENTAS
La situación fue haciendose incontrolable para el Gobernador por más
que impusira su presencia en diversos puntos de la ciudad para
asegurarse de que no se cometieran atropellos e injusticias. Y hubo
momentos en que tuvo que valerse de tropas de línea del Ejército y de
marinos de los barcos de guerra surtos en puerto para hacer valer su
autoridad.
    Solo con su presencia pudo ser detenido el saqueo del palacio Aldama,
y gracias a su gestión salvó la vida el concejal que presidía la
función en el Teatro Villanueva la noche de los hechos. Todo eso lo
tenian en cuenta los voluntarios que tampoco olvidaban la temeraria
marcha de Dulce hacia la fortaleza de la Cabaña, sin escolta, vestido
con uniforme de campaña y luciendo en el pecho la Cruz Laureada de San
Fernando como única condecoración, para sacar personamente de la
bartolina a Belisario Álvarez de Céspedes, jurista distinguido y primo
de Carlos Manuel. Tampoco olvidaban que Dulce había tenido como
abogado familiar a José Morales Lemus, a esa altura representante de
la revolución en Estados Unidos.
    Domingo Dulce y Garay no era hombre que se dejara jamaquear con
facilidad. Una noche varios voluntarios \se propusieron  disparar
contra el Gobernador que se hallaba en el balcón de Palacio. Avisado
por las voces de los que revolver en mano lo amenazanan, quedó solo en
el lugar, encendió tranquilamente un fósforo y con él un cigarro para
hacerse más visible.
Pero los voluntarios terminan poniendolo en tres y dos. Para ganarse
su confianza cambia de modo radical su política: suspende las
garantías e intensifica las operaciones militares. Dispone que a todo
médico, abogado, escribano o maestro de escuela que sea apresado con
los insurrectos, se le fusile en el acto. Ordena la deportación a
Fernando Poo de 250 cubanos. Crea el Consejo de Administración de
Bienes Embargados bajo la presión de los voluntarios, pero no transige
con ellos cuando insisten en eliminar físicamente a algunos de los
jefes del Ejército español en operaciones. Decididamente, no puede
gobernar y presenta su renuncia. Cuando se sabe que lo sustituirá
Antonio Caballero de Rodas, los voluntarios quieren expulsar a Dulce
de la casa de gobierno, lo que frustra la firme conducta de la guardia
palaciega.
    El 2 de junio de 1869, tres días antes de su salida de Cuba, se reúne
con una representación de los voluntarios. Los increpa duramente y
anuncia su determinación de resignar el mando en la persona del
Segundo Cabo, mariscal de campo Felipe Ginovés Espinar. Concluyó:
«Está bien, voy a renunciar; pero registrad esta fecha: hoy empieza
España a perder la Isla de Cuba». No hubo despedidas. Dulce abandonó
el país odiado ahora también por los cubanos y murió poco después
olvidado por amigos y enemigos.
FINAL
José Martí, con 16 años edad, conoció, en la casa de Manuel Mendive,
los horrores de la noche del 22 de enero. Ya veremos la próxima semana
los detalles de algunos de los incidentes mencionados en esta página
que hicieron que La Habana viviera bajo el terror. (Continuar)




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Ciro Bianchi Ross

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