domingo, 27 de diciembre de 2015

FIN DE ANO EN CUBA

 Fin de año en Cuba
Ciro Bianchi Ross • digital@juventudrebelde.cu
26 de Diciembre del 2015 20:19:20 CDT

El año es ejemplo de proceso cíclico; guarda una relación analógica
con procesos tales como el día, la vida humana, el devenir de una
cultura… todos con una fase ascendente y otra, descendente. El fin de
un año es siempre para el ser humano ocasión de balance y recuento;
momento propicio para repasar éxitos y fracasos, y contrastar lo
conseguido con lo que no se alcanzó. A las 12 de la noche del 31 de
diciembre se cierra una etapa que da paso enseguida a otra que se abre
con nuevas metas, que a veces vienen de antes como esos siempre
anhelados e invariablemente incumplidos propósitos de abandonar el
cigarrillo, visitar a la vieja tía enferma o rebajar el peso corporal.
Se dice: «Año nuevo; vida nueva».
Las fiestas navideñas y de fin de año comienzan con bastante
anticipación. Desde que entra diciembre los grandes comercios nos
recuerdan, con motivos alegóricos y tímidas rebajas de precio, su
cercanía, y la puesta del arbolito, con sus luces y bolas de colores,
es una fiesta para la familia. Crece el júbilo y el ritmo laboral
decrece. Las enfermedades dan un respiro. O la gente da un respiro a
sus enfermedades y, aunque los males sigan ahí, se aplaza hasta enero
la visita al médico. Los que muy de tarde en tarde prueban las bebidas
alcohólicas, no vacilan entonces, por aquello de que «un día es un
día», en darse su trago, y a veces más de uno, y el que mira hacia
otro lado para no saludar a nadie, hay que aguantarlo para que no
apurruñe entre los brazos al vecino. Llegan las tarjetas de
felicitación. Dicen más o menos lo mismo: «Felices fiestas y Próspero
año nuevo».
Son las fiestas por el nacimiento del Niño Dios. Pero en Cuba, al
igual que sucede en otros muchos países, la celebración se ha
desacralizado y esos días pasaron a ser grato motivo de reunión
familiar y de reencuentro de amigos, aunque los templos católicos se
llenen de feligreses, no siempre devotos, para escuchar la Misa del
Gallo, que se oficia a las 11 de la noche del 24 y que ahora puede ser
a las nueve o a cualquier otra hora.

Lo que sobró
La cena del día 24, la Nochebuena propiamente dicha, es el centro de
la celebración. Ese día —puede ser también el 31— para muchos es
importante estrenar una pieza de ropa, sea una chaqueta o un
calzoncillo. La familia cubana no tiene, en la ocasión, una hora fija
para cenar. Se impone, sí, en la mayoría de la Isla, hacerlo en
familia, y se espera tenerla toda a la mesa para empezar a degustar
los frijoles negros dormidos y el arroz blanco desgranado y
reluciente, la yuca con mojo, el puerco asado o el guanajo relleno o
sin rellenar que, junto con los postres caseros, como los buñuelos de
navidad, y una amplia gama de dulces en almíbar y turrones españoles,
son los platos —también el guineo en salsa negra— que conforman la
comilona de la fecha que, en un país sin tradición ni cultura
vinícola, se riega por lo general con cerveza helada. No son
frecuentes en la Nochebuena cubana el cordero ni los pescados y
mariscos, tampoco el bacalao, habituales en otras latitudes.
En una fina evocación de la cocina cubana escribía el poeta Miguel Barnet:
«No escapan a mi memoria las nochebuenas de mi casa marina, con el
lechón al pincho, el pavo gigante o el pargo asado a la catalana, todo
acompañado de plátano maduro frito, tostones rubicundos o yuca con
mojo de ajos».
Sabe el escribidor que en la Cuba de hoy no todos comen siempre lo que
quieren. Pero está convencido de que no hay familia cubana que se
acueste sin comer. Por modestos que sean sus recursos, siempre se
reserva algo especial o al menos distinto para esa noche.
Decía uno de nuestros grandes costumbristas, que para el cubano
promedio no es tan importante lo que llevó a la mesa en la Nochebuena,
sino lo que sobró, a fin de poder comentar que hubo tanta comida que
en su casa no se hizo necesario cocinar al día siguiente. En realidad,
la cubana no suele meterse en la cocina el 25, que es el día de la
llamada montería, esto es, de comer lo que quedó de la noche
anterior.
Se quiere un 25 lo más tranquilo posible, ideal para la visita, acabar
la botella que quedó mediada de la noche o para aliviar el ajetreo de
jornadas anteriores. Aunque ha ganado espacio en los últimos años la
cena del 31, se prefiere una comida ligera en casa para celebrar la
fecha en grande en la calle y recibir el año y empezar un nuevo ciclo
con el almuerzo del 1ro. de enero.
Tanta proeza metabólica deja, al que más y al que menos, con el
aparato digestivo sobresaltado. Queda aún un día más, el de la llegada
de los reyes magos, los tres sabios que aparecen en los Salmos y que,
como una representación omnisciente de la humanidad toda, rindieron
homenaje al niño de Belén.
Con ellos, se acaban las fiestas. Queda en un rincón, nadie sabe por
cuántos días más, el arbolito ya oscuro y cada vez más empolvado. Si
se montó con la ilusión de los días por venir, quitarlo se convierte
en una tortura que se pospone una y otra vez hasta que alguien en la
casa se llena de valor y lo desmonta para guardar con cuidado las
bolas de colores y las luces que se utilizarán de nuevo al final de
ese año.

El muñeco y la maleta
Hay en esto del fin de año costumbres que se mantienen y nuevos usos
que pugnan por perpetuarse.
El escribidor, que está ya a las puertas de los 70 años, no recuerda
haber visto nunca antes de 1959 salir a nadie, a las 12 de la noche
del 31 de diciembre, con una maleta en la mano a fin de darle la
vuelta a la manzana. Se trata de una costumbre que ahora se va
extendiendo y los que la practican refieren que es la forma de
asegurarse un viaje al exterior. O de propiciarlo. Tampoco vio el
escribidor quemar un muñeco que simbolizara el año viejo, como se hace
hoy en algunas localidades, con el pretexto de eliminar lo malo del
período que termina. Un muñeco de trapo que conforman los más jóvenes
de la zona y que, con nuevos añadidos, va engrosando día a día hasta
el final. En algunas ciudades, como Remedios, en la región central del
país, el 24 de diciembre es la fecha de la celebración de sus célebres
Parrandas. Los remedianos entonces cenan temprano para estar en la
plaza central cuando se inicie una fiesta en que «carmelitas» y
«sansaríes» discutirán el triunfo a cohetazo limpio.
Cuando yo era niño, el lechón, que era como le llamábamos, o, en su
defecto, el pernilito, se asaba en la panadería. Llegado el 24, la
familia sacaba del cuarto de los trastos la tártara o plancha,
guardada desde el año anterior, que el panadero metería en el horno y
que, ya asado el animal o su pata, oficiaba como una especie de
parihuela para trasladarlo a la casa. La cosa se ponía fea cuando el
reloj empezaba a correr, llegaban las ocho o las nueve de la noche, la
ansiedad comenzaba a hacer estragos y el lechón no regresaba de la
panadería, aunque desde temprano en la mañana se había solicitado el
servicio. Y es que debía esperar su turno. De aquella época vienen a
la memoria del escribidor los nombres de algunas panaderías, todas en
el reparto Lawton: El Buen Gusto, en Concepción esquina a Armas; San
Francisco, en la calle del mismo nombre entre Delicias y Diez de
Octubre; La Princesa, en 16 esquina a Concepción y El Bombero, en
Porvenir esquina a B, que es, creo, el único de estos cuatro
establecimientos que permanece abierto.
Tanto si se asaba en la panadería o en la casa, el proceso tenía sus
complejidades. Se mataba el animal el día antes y se recogía la sangre
para las morcillas. Se le echaba agua hirviendo, y se frotaba con un
ladrillo para sacarle la piel y blanquearlo. Se afeitaba y enjuagaba.
Se abría y se extraían las vísceras. Se enjuagaba entonces por dentro
y se colgaba para que escurriera. Se adobaba por la noche y al día
siguiente se escurría ese adobo y se ponía el cerdo en la parrilla. Si
se había decidido asarlo en la casa una opción era de la abrir en la
tierra un hueco de medio metro cuadrado, abastecerlo de carbón o leña
suficiente, y colocar la parrilla sobre cuatro estacas. El asado se
alejaba de la candela a medida que el animal se cocinaba. Mientras el
puerco se asaba, las vísceras fritas, que era lo primero que se
comía, acompañaban el ron o la cerveza. Todo eso era parte del
folclor.

Aguinaldo
Se aproximaban las fiestas de fin de año y los recogedores de basura y
los que barrían la calle tocaban a las puertas de las casas para
felicitar a las familias. Las habían servido durante los meses
precedentes y con su saludo sugerían una pequeña recompensa, el
llamado «aguinaldo». La sugería también el cartero, que dejaba, al
igual que los otros, una pequeña tarjeta con un mensaje amable y
esperanzador. Todo a cambio de la clásica peseta; los 20 centavos que
era lo que por lo general se obsequiaba. Llegada la fecha, el
bodeguero recompensaba a sus clientes: una lata de dulces en almíbar,
un turrón o una botella de ron o de vino, una dádiva que estaba en
proporción con el gasto en que el cliente hubiera incurrido durante el
año y que aseguraba que el sujeto siguiera haciendo allí sus compras.
Entonces, todavía no éramos usuarios.
Todavía hasta los primeros años de la Revolución se anunciaba en la
prensa el saludo del cuerpo diplomático acreditado al Presidente de la
República y el coctel con que el mandatario correspondía al saludo el
día primero del año en el Salón de los Espejos de Palacio. El 31 de
diciembre de 1966 se celebró el aniversario del triunfo de 1959 con
una cena gigante en la Plaza de la Revolución, a la que asistieron los
principales dirigentes y funcionarios del Estado.

El cubo
Una tradición que ha resistido todas las épocas es la del cubo. Cuando
el reloj va a marcar las 12 del día 31, tiene ya el cubano preparado
detrás de la puerta un cubo lleno de agua que lanza a la calle con la
duodécima campanada, con la esperanza de que se lleve todo lo malo y
que, por bueno que fuera el año que se va, sea mejor el que llega.
Están las 12 uvas y la copa de champán o de sidra, una tradición que
ha vuelto. Pero nunca antes que el cubo que se lanza a la calle con
alegría y esperanza.
Hemos tenido fines de año mejores que otros. El 31 de diciembre de
1898 cesó en Cuba la soberanía española. La nueva situación provocó
sentimientos encontrados en el cubano de a pie. Unos lloraban, otros
reían, escribía el cronista Federico Villoch. Era una conmoción
nerviosa difícil de contener. No se luchó durante tantos años para que
al final fuera la bandera norteamericana la que tremolara en la Plaza
de Armas y en el Morro. Pero la salida de España, luego de 400 años de
dominación, ocasionaba alivio y alegría.
Sesenta y un años después, el agua del cubo del fin de año de 1958
arrastraba a Batista y a su camarilla. Y a todo un régimen social. Por
primera vez en la historia la frase «Año nuevo; vida nueva» empezaba a
ser una realidad para los cubanos.











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Ciro Bianchi Ross
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