domingo, 6 de enero de 2013

PASEO POR EL CERRO


Paseo por el Cerro

Ciro Bianchi Ross
5 de Enero del 2013 20:12:40 CDT

Un habanero del Cerro entró, en el siglo XIX, en la casa real
española. Se llamaba Manuel Güell Renté y si bien radicaba de manera
habitual en Madrid, tenía su residencia familiar en la Esquina de
Tejas, justo donde se emplazó después el cine Valentino y hoy se
erigen dos edificios de muchas plantas. Güell fue electo o designado
senador del Reino en 1886 por la Universidad de La Habana, institución
que se empeñó en dotar de una nueva edificación y cuya primera piedra
llegó a colocar en el terreno que con el tiempo ocuparían los fosos
municipales, cerca del Palacio Presidencial, actual Museo de la
Revolución.

Don Manuel, escribe el arquitecto Luis Bay Sevilla en sus Viejas
costumbres cubanas, era hombre muy inteligente y tremendamente
simpático, por lo que lograba hacerse estimar por cuantos lo trataban.
Un atleta de más de seis pies de estatura y complexión robusta que
cursaba estudios de Derecho en la Universidad Central de Madrid y
quien de manera totalmente casual e inesperada conocería a la infanta
María Josefa de Borbón, hermana de Alfonso XII, relación que provocó
en la Corte y en la alta sociedad españolas variados comentarios y en
el monarca tal irritabilidad, que ordenó que el nombre de su hermana
fuese borrado de la lista de la familia real. El hecho que propició
primero el noviazgo y luego el matrimonio de los jóvenes parece un
pasaje sacado de una novela.

Una tarde, mientras transcurría por el Paseo de la Castellana, de
Madrid, Manuel Güell vio que un brioso caballo, que tiraba de un
lujoso coche, se encabritaba y, sin que el cochero pudiera dominarlo,
emprendía veloz carrera a lo largo de aquel Paseo. Al advertir el
joven Güell, que el carruaje lo ocupaban dos damas, cuyas vidas, con
seguridad peligraban, se lanzó, valiente y temerario, sobre la bestia,
y oprimiéndola fuertemente por el cuello, logró derribarla y detenerla
en su carrera.

Una de las jóvenes ocupantes del coche era la Infanta María Josefa,
hermana de Alfonso XII, y le acompañaba una dama de aquella Corte. Una
vez detenido el caballo, Güell se acercó a las muchachas, las ayudó a
bajar del vehículo y viéndolas muy asustadas se brindó para servirlas
en lo que necesitaran. En esa primera conversación, la Infanta se
sintió impresionada por la figura varonil y el gesto valeroso del
joven Güell. Fue, afirma Bay Sevilla, un amor a primera vista.

La tarde siguiente el Rey convocó a Güell al Palacio Real, y en
presencia de la Reina y de la misma Infanta María Josefa le expresó su
gratitud por haberle salvado la vida a su hermana. En los días
sucesivos volvieron los jóvenes a verse en el mismo Paseo de la
Castellana, sonriéndole ella, con marcada predilección, al encontrarse
sus miradas. Una tarde, detuvo María Josefa la marcha de su vehículo
para conversar breves momentos con el joven, de quien estaba ya
enamorada profundamente.

Surgió, como era natural, la oposición del Rey y de toda su familia,
pero la Infanta, desoyendo ruegos primero y amenazas después, contrajo
al fin matrimonio con el joven habanero, con lo que hizo realidad lo
que ella misma definía como la mayor ilusión de su vida.

Güell Renté fue un abogado de éxito. Cultivó la poesía y llegó a
publicar varios poemarios y algunos libros de prosa. Entre estos el
que aborda en uno de sus capítulos el quehacer de un célebre grupo de
criminales españoles que, haciéndose pasar por frailes, vivían con
suma modestia en una casa situada al comienzo del Paseo del Prado,
cerca del hotel Miramar, y cuyos hechos de sangre dieron lugar a uno
de los procesos judiciales más sensacionales que se instruyeran en La
Habana.

Quiero hacer una aclaración para curarme en salud. Manuel Güell Renté
aparece consignado también en el diccionario biográfico de la
minienciclopedia Cuba en la mano (1940). La mayor parte de los datos
que allí se ofrecen coinciden con los de Bay Sevilla que se reproducen
en esta nota. Solo hay una diferencia. Se afirma en el diccionario que
el matrimonio del joven habanero fue con la hermana del rey «Paquito»,
Francisco de Asís de Borbón, esposo de Isabel II y padre de Alfonso
XII.

De cualquier manera entró en la familia real española. Pero ¿cuál de
las dos versiones será la cierta?

SOBRE TEJAS

Hace algunas semanas, en la página que el 3 de noviembre dedicamos a
la Calzada de Infanta, dijimos que el nombre de la Esquina de Tejas
obedece al grupo numeroso de casas de tejas francesas que había en la
zona. El Bodegón de Tejas y la fonda El Globo de Tejas consolidaron el
nombre del lugar, escribe Eduardo Robreño en su libro Cualquier tiempo
pasado fue…

En sus aludidas Viejas costumbres cubanas, el arquitecto Luis Bay
Sevilla es más explícito en lo que respecta al origen del nombre de
esta esquina. Asegura que en el primer tercio del siglo XIX residía en
la Calzada del Cerro, muy cerca de la esquina de Infanta, el señor
Felipe Tejas, que era propietario de dos casas que estaban situadas
contiguas a la del Marqués de San Miguel de Bejucal, quien las compró
a Tejas para asegurar la brisa de la casa que acababa de reedificar y
embellecer. Felipe, prosigue Bay, poseía además la casa de techo de
tejas que estaba situada en la esquina de Infanta, frente a la casa de
los Güell, donde, en 1926, se construyó un edificio de dos plantas
cuyo piso inferior está ocupado ahora por una cafetería y que
anteriormente fue el local del bar Moral.

EL TESORO ESCONDIDO

La residencia del Marqués de San Miguel de Bejucal —Calzada del Cerro
número 525 (antiguo) y 1217 (moderno) — era conocida como la Casa del
Horcón, por el que estaba enterrado frente a ella y que servía para
que amarraran sus caballos las personas que allí acudían en las
temporadas de verano, que era cuando la vivía el Marqués, quien
residía habitualmente en su gran casa de O’Reilly esquina a Habana.
Fue esa del Cerro una casa que su propietario mejoró notablemente al
heredarla; le hizo construir techos planos, mejoró grandemente su
fachada y embelleció el patio interior característico de los inmuebles
coloniales.

Pasó el tiempo. Comenzó la Guerra de los Diez Años y muchos criollos
acaudalados, por sus simpatías con la causa cubana, vieron confiscados
sus bienes y saqueadas sus casas. Los herederos de don Miguel de
Cárdenas y Chávez, primer marqués de San Miguel de Bejucal, temieron
correr la misma suerte que la familia de Miguel Aldama y de otros
patriotas a los que saquearon sus casas y robaron sus pertenencias, y
decidieron poner a buen recaudo lo que pudiera despertar la codicia de
la intransigencia española.

No hallaron mejor lugar para ocultar lo más valioso de su patrimonio
que su propia mansión de la Calzada del Cerro. Para hacerlo fueron
colocando vajilla, cristales y porcelanas, joyas antiguas y relojes y
todo tipo de obras de arte en una de las habitaciones de la casa.
Enseguida tapiaron los huecos de sus puertas y ventanas con ladrillos
que repellaron y enmascararon con masilla.

En ese estado y en el mayor secreto permaneció durante años el tesoro
de los San Miguel de Bejucal. Nada sabían del asunto, ya en el siglo
XX, los herederos del Marqués, que nunca se preocuparon por investigar
el paradero de las valiosas pertenencias de su antecesor, suponiendo
tal vez que hubieran sido vendidas por el mismo propietario original.

Hasta que un día uno de sus descendientes requirió de un trabajo de
albañilería y, al retirarse el repello de una pared, quedó a la vista
el hueco de una puerta. Intrigado por el descubrimiento dispuso la
demolición de parte del muro. El derribo dio paso a la habitación
clausurada y, dentro de esta, cuidadosamente envasados, estaban
objetos de plata y cristal, valiosas miniaturas de Mejasky, famoso
artista húngaro que se asentó en Matanzas, y una colección de
acuarelas referentes a los amores del Luis XIV con mademoiselle
Lavalier, entre otros muchas preciosidades.
Entre mayo y septiembre

Las dificultades que entrañaban los viajes, lo intransitable de los
caminos, la inseguridad y la carencia de medios de transporte rápidos
eran motivos más que suficientes para que nuestros antecesores
escogieran para sus temporadas veraniegas lugares cercanos como
Marianao, Jesús del Monte y el Cerro.

Las familias acomodadas de mediados del siglo XIX comenzaban a salir
de la ciudad en los primeros días de mayo y permanecían hasta
septiembre en sus casas de verano. Eran casas de propiedad particular,
dice Antonio Bachiller y Morales en su Paseo pintoresco por la Isla de
Cuba (1841) casi ninguna de alquiler, siendo crecidísimos los precios
si algunas de esas se encontraba. Salvo en alguno que otro baile no se
reunían los temporadistas del Cerro. «Pocas diversiones los hacían
reunir, a pesar del regocijo que les ofrecía la temporada, cada cual
en su casa, cada cual con sus amistades, un piano en la sala, sin que
modificaran las costumbres de la ciudad, restándole todo esto a la
temporada el delicioso carácter de confianza que ofrecían las
temporadas de Guanabacoa y otros lugares de veraneo», precisa
Bachiller. Al final, todos abandonaban sus quintas, se despoblaba
prácticamente el barrio y casi todas las mansiones se cerraban,
habitadas solo por las personas encargadas de cuidarlas.

En el año 1846 existían en la barriada del Cerro cinco grandes
quintas; 23 residencias de recreo lujosas y 273 casas de tipo
corriente, entre las cuales había algunas que eran de madera. Dicen
los especialistas que esas quintas, por sus estilos arquitectónicos,
hacen recordar las villas italianas de Palladio, exponente elocuente y
magnífico del buen gusto de la nobleza habanera. Casas con un amplio
portal al frente, delgadas columnas de hierro fundido que soportan el
techo de esos portales; una arquitectura simple, apenas sin
ornamentación, con puertas de persianas a la española, muy propias
para el clima, bellísimos medio puntos y copas sobre los pilares del
ático, que rompen la monotonía de las líneas horizontales.

SIN INVITACIÓN PREVIA

La mesa estaba siempre puesta en esas mansiones para los amigos y era
frecuente entonces que una visita, sin previa invitación, decidiera
quedarse a comer. Tanto en las comidas informales, como en las de gran
cumplido, todos los comensales, tras ingerir el plato de carne, se
levantaban de la mesa y se dirigían al jardín o a otro salón de la
casa donde permanecían hasta que eran avisados de que el postre estaba
servido.

La Marquesa de Calderón de la Barca estuvo de paso en La Habana de
1843. Recuerda en sus memorias la cena que se ofreció en su honor.
Afirma: «Estuve sentada entre los condes de Fernandina y de
Santovenia, siendo servida la comida en una vajilla de porcelana
francesa de color blanco y adornada en oro, que luce particularmente
muy bella. Después de la comida, según la costumbre cubana, nos
levantamos los comensales y fuimos a una habitación cercana al
comedor, mientras la servidumbre arreglaba la mesa para servir los
postres, que consistían en bocaditos de huevo, dulces de distintas
clases, helados y frutas».


 
Ciro Bianchi Ross
ciro@jrebelde.cip.cuhttp://wwwcirobianchi.blogia.com/http://cbianchiross.blogia.com/

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