miércoles, 7 de diciembre de 2011

MI HERMANO CESAR GIRON

MI HERMANO CÉSAR GIRÓN



ELIGIO DAMAS



Prólogo:


Años llevo recordando, por momentos, esta historia que bien habla del torero venezolano César Girón. Siempre me ha acompañado, aunque aparecía en los momentos menos propicios, mientras hacía mercado, tomaba un baño, estaba en algún menester fuera de mi casa o en alguna actividad distinta a la de escribir; de la misma forma que entraba sin anunciarse y se me ponía por delante, desaparecía por días. Ahora la contaré de un solo golpe aunque, como la gente de mi pueblo, “no sé un carajo de toreo, banderillas, capote y corridas” y vi por primera vez un toro, desde bastante lejos, no fuera a pasar una vaina, casi cuando “me alargué los pantalones”. Es una historia del pueblo, de gente humilde de España y en la que por simple casualidad de la vida estuve envuelto. Una anécdota que pudiera ser calificada por alguien con justificada razón sin importancia. Pero siempre pensé en escribirla, sólo se me había vuelto díscola y como opuesta a mi intención. Días atrás, muy pocos, tanto que hablaría apropiadamente si digo horas, me visitó, llegó intensa, sin dejar detalles por detrás, como si me estuviese advirtiendo algo o desafiando; y me senté a escribirla, “no vaya a ser que me ocurra lo de siempre”. Y es ahora, por esa manera de presentarse, que quiere que la escriba. Además, mañana abre diciembre y, como el año anterior publiqué un trabajo extenso sobre las misas de aguinaldos en Cumaná, esta vez colocaré en mi blog una larga historia, un cuento que a mi parecer recoge una hermosa experiencia y posiblemente un rasgo que pocos conocemos de quien ha sido hasta ahora el mejor torero venezolano, aunque “uno no sepa un carajo de eso”, pero sí de la grandeza y belleza de la gente, como una manera de decir a mis lectores ¡FELIZ NAVIDAD!
¡Ah, se me olvidaba! Pese al título el único vínculo con el maestro fue que ambos nacimos en Venezuela.
Barcelona, 30-12-11


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- “En este pueblo nadie sabe un carajo de toros y corridas”.
De esa manera desenfadada, un personaje de mi novela “El Crimen Más Grande del Mundo”, con la cual me he ganado el premio nacional de narrativa del Fondo Editorial Ipas-Me, del año 2010, se expresó, para dar una idea de las dificultades que enfrentaría al intentar montar en su pueblo, nuestro pueblo, una “corrida de tronío”.
-¿Se atreverá usted impedirle presenciar el paseíllo a quien tanto lo ansía por recomendación de su hermano, maestro insigne de esta plaza?
Con igual desenfado le hablé, con aquella retahíla de muchacho echón, al señor que podía ser mi padre, encargado de cerrar la puerta frente a la cual me encontraba, que daba acceso a los palcos de la plaza de “Las Ventas” de Madrid.
Yo, hijo de aquel pueblo que poco o nada sabe aún de corridas de toros y se comió vivo los mostrencos que sobraron de una frustrada allá en mi infancia, animado por mi compañera, acudimos aquella plaza comúnmente llamada “La Catedral del Toreo”, donde reciben la alternativa los más destacados novilleros del mundo, para intentar entender qué de bueno o bello había en aquel espectáculo. Además, lo hicimos como quien va a un templo a recordar y hasta rezar por un difunto amado; en mi caso se trataba del “viejo Pedro”, personaje de una novela aún no escrita, todavía no creado, simbolizaría al torero verdadero Pedro Padilla, cumanés de nacimiento y según lo averiguado, el primer negro y quizás el único cumanés hasta ahora, que ha tomado la alternativa en Madrid. Del mismo modo, salvando las distancias, que visitamos la Alhambra, catedral de Toledo y mezquita de Córdoba. Son cosas que están en el itinerario de un turista que paga por cuotas.
Además, nos dijimos, “si estamos en Madrid, es natural que entre tantas cosas, vayamos una tarde de domingo de toros. Es lo que aquí casi todo el mundo hace.”
“¿Si no vamos, cómo responder algún amigo, aficionado o no la torería, que creyendo ser sensato y juicioso, nos espete?: “¿Asistieron a una corrida de toros? ¡Supongo que un domingo se fueron de torerías a “Las Ventas” de Madrid! ¡Porque quién eso no hace es como si no hubiese ido a España! Este país, en aquellos tiempos, más que el conquistador, depredador de todo cuanto pudo en la América nuestra, era en gran medida, por efecto de la propaganda, el de la “fiesta brava”. Donde nadie ganaba más dinero que un torero. Como las Grandes Ligas ahora, el sueño de muchos jóvenes para salir de la pobreza y “ser alguien en la vida”. Los Girón, Luis Sánchez “Diamante Negro”, de Venezuela; Carlos Arruza, Luis Procuna de México y otros más se fueron a España a conquistarla.
Por estas razones era pues natural que optásemos por ir a una corrida y “ver como es esa vaina”.

-“Igual si no pasaron un día entero, de arriba abajo, en aquel mercado de las pulgas donde las cosas más insólitas se consiguen a precios irrisorios.”
-“¡Coño! Allí hay de toda vaina. Hasta cagadas del toro que mató a Manolete.”
No importa un carajo si no vas al museo del Prado y te pasas, horas, días, que al fin son insuficientes, mirando y remirando a El Greco, Goya, percibir como la pintura, los estilos y la historia de Europa van cambiando en la magia del lienzo. Al carajo el Mío Cid, García Lorca, Miguel Hernández, Pablo Picasso y hasta Miguel de Cervantes y su Don Quijote de la Mancha y ésta también con sus molinos de viento y su queso manchego. ¡Váyase a la mierda El Generalife, el hermoso “teatrerismo” popular en los espacios de la puerta del sol y lindas noches de zarzuelas.
Acerca de eso nadie habrá de preguntarte y si intentas decir algo, te volverán al mismo tema de las corridas de toros, los tablaos y las cuevas de gitanos donde te leen la mano y “bolsamente” dejas que te saquen unos dólares. O te dejan hablando esas marisqueras solo, “bolserías, cosas fastidiosas y sin interés de quien fue allá y nada vio.”
Por el futbol no me preguntarían, pues hacía ya un mes había terminado el campeonato mundial celebrado aquel año en España. Cuando allá llegamos, ya aquello había sido casi olvidado y poco de ello se hablaba; apenas en algunos negocios quedaban por vender unos pocos suvenir, en “Galerías Preciado” y “El Corte Inglés”, relativos a aquella competencia.
Uno, todavía carajito impresionable, bajo la influencia cultural emanada de la “brillante”, por enceguecedora, etapa cuatro treinta*, de gobiernos empeñados en hacer creer a la clase media que poco o nada servíamos y debíamos cubrir esas debilidades tras fajos de billetes verdes, obtenidos mediante préstamos solicitados a la banca a pagar con gran recargo, mes a mes, durante dos años, por lo cual “todo nos parecía barato y digno de comprar”, no estábamos dispuestos a humillarnos respondiendo no, a aquellas “sesudas” preguntas y menos permitir nos agarrasen desprevenidos. Había que “meterse en el rebaño”, eso lo decía a cada momento Renny Ottolina.
Allá fuimos con nuestra alegría juvenil, insaciable deseo de verlo todo y una recién comprada bota ya curada llena de buen vino. Por supuesto, días antes estuvimos en “El Prado”, acababa de llegar a él, una vez muerto Franco, el “Guernica”, tal como lo dispuso el gran pintor catalán. Porque ningún español esperaba que el caudillo se fuese del poder a voluntad o alguien le sacase, sino por la muerte. Y aún así dudaba, porque a Franco no le concebían muerto, después de tantos años gobernando y haciendo lo que le dictasen sus cojones. A la obra denuncia del bombardeo fascista de las fuerzas franquistas a aquella población indefensa, que había permanecido por años en un museo de Nueva York, le asignaron un salón especial, digno de ella.
Paseamos lentamente por los pasillos de arte moderno y allí nos cautivo Joan Miró, el pintor surrealista barcelonés, con unas cuantas de sus obras “infantiles”, como muchas del mismo Picasso.
Adquirimos nuestros boletos en unas taquillas que daban a la calle. Entramos por la primera puerta que hayamos no muy lejos. En la plaza, si puede llamarse así, al trasponer la puerta, había una especie de espacio, patio o corredor que desde el sitio donde estábamos, se desplazaba como en forma de círculo. Luego cual coliseo romano, dentro, un edificio que desde nuestra perspectiva inicial también parecía circular. Para acceder a los palcos o asientos desde donde, allá abajo, se miraba el redondel arenoso de la brega toreril, había varias puertas a las cuales se llegaba después de subir una pequeña escalera de concreto.
-“Coño señor”, esos coñazos en España, no siempre causan escozor, si se dicen con parsimonia y sin violencia, “no entré antes, porque pese ser hermano del maestro, no sé un coño de toros. Y como él aquí se doctoró en tauromaquia, vine a aprender por lo menos lo que debe un espectador.” “¡Cuántas veces, según supe por sus cartas y la crónica taurina de los diarios, salió en hombros con las manos llenas de apéndices de animales lidiados, en tardes alegres de aplausos incesantes, revoletear de miles de pañuelos y estridente música de paso dobles.”
Hice aquel discurso estudiado, sin apresuramiento, para parecer convincente y despertar la curiosidad de quien en aquel momento era mi interlocutor.
Di aquella explicación al portero, quien había cerrado la puerta que daba acceso a la plaza propiamente dicha y al espacio desde donde se puede ver la corrida. O para mejor decirlo, a las gradas desde donde se tiene a la vista el redondel.
Venezolanos y orientales al fin, acostumbrados a que todo se hace a nuestra justa medida y exigencia, para no llamarnos desordenados y pata e´ rolos, y sin saber las reglas que allí imperaban, esperamos hasta donde nos dio la gana para entrar a ocupar nuestros asientos.
En ese instante supimos que al sonar de trompetas y clarines que anuncian el inicio del paseíllo, se cierran las puertas interiores y sólo se volverán abrir al final de la corrida del primer toro. Cuando se produjo aquel zafarrancho, observamos que todos quienes estaban en los mismos espacios que nosotros salieron en carrera y subieron presurosamente las escaleras. Nosotros, nunca en la vida anterior asistentes a una plaza de toros nos las tomamos con demasiada calma por no saber lo todo lo que aquello significaba. Todavía no entiendo a la gente que viaja en los ferrys, sin que la barca haya atracado, se amontona en las puertas de salida para nada.
-“Además, ¿para qué tanta carrera si los puestos sobran?
Así razonamos los dos y, por eso, decidimos entrar cuando nos dio la gana.
En el hotel, un ocasional amigo mejicano, gente muy aficionada al toreo y conocedora del asunto, me comentó:
-“Si vas a la corrida de esta tarde, como nunca has vivido esa experiencia, por nada del mundo te pierdas el paseíllo. Es un espectáculo lindo. Estar en España, ir a las corridas pero no presenciar ese momento estelar, tanto como el del tercer tercio, el de la muerte, es algo que deberías lamentar.”
Recordé, mientras “el manito” hablaba aquella canción, española por cierto, de moda unos cuantos años atrás, que cantaba con insistencia, la misma de mi contertulio y consejero:
“Si vas a Calatayud, pregunta por la Dolores,
que es una chica muy guapa,
amiga de hacer favores.
Le hice el comentario de la copla y rio por un rato, mientras me golpeaba suavemente con su mano derecha a mi espalda.
-“Hasta los japoneses, que nada saben del toreo”, dijo esto último señalando a unos cuantos que iban de aquí a allá por los amplios espacios del hotel, “acuden a las plazas por simple curiosidad”.



Me dijo algunas cosas más; sobre todo puso énfasis en el colorido, la belleza de los trajes, la impresionante majestuosidad que exhibían los caballos de paseo y sus jinetes que formaban parte de la corte del paseíllo. Del vestir como a la usanza medieval o desde cuándo se iniciaron esas fiestas. De damas y caballeros españoles que hacían de simples espectadores, vestidos acordes con la ocasión, la alegría desplegada en la plaza que a uno le embarga ante todo aquello.
Pero se le olvidó advertirme que el sonar de timbales, trompetas y clarinetes, aplausos y toda la algarabía que se formaba en el interior de la plaza, indicaban el inicio de la fiesta, con ella el paseíllo y la posterior lidia del primer toro, asignado al maestro de más antigüedad, debíamos entrar a las gradas, porque a partir de ese momento, se vedaría el acceso.
Por eso, el habernos retardado e intentar entrar justo cuando se iniciaba el paseíllo, repetí ahora zalamero al portero:
“Pensar que mi hermano muerto, el gran maestro, que aquí se llenó de triunfos, siempre me dijo, si vas a Madrid a ver los toros, ni de vaina te pierdas el paseíllo”. Fui yo, en ese momento, quien me dijo a mí mismo, “si vas a Calatayud, no dejes de ver a la Dolores.”
Dije aquello, igual que lo primero, como quien tira una parada, un lance o una carnada sólo por si algo pega.
El portero, un señor blanco, alto y regordete, todo bañado en sudor, que aquel agosto español a ellos resultaba caluroso y a nosotros, habitantes de la costa oriental venezolana, nos hacía sentir como si estuviésemos en casa, picó el anzuelo y con interés me preguntó:
-“Oye chavá y ¿quién fue tu hermano?
Sentí un fuerte tirón en los guarales. Supe por la intensidad que le había prendido y podía comenzar con lentitud a recoger materiales y la presa. Imaginé que se vendría raudo sin oponerse, apenas comenzase el halar. No tendría necesidad de recortar y alargar guaral o nylon, según la conducta del pescado. Venía raudo, tranquilo y liviano. Además me agradó el tuteo; sentí como si me hubiese hablado alguien de mi pueblo donde el usted es de uso formal y distante.
-“El fue muy conocido en esta plaza. En la Monumental de Barcelona recibió la alternativa de manos de Carlos Arruza, aquel muy conocido torero mejicano que por aquí también pasó triunfante varias tardes. Mi hermano, en esta plaza, tuvo tardes memorables, como en otras tantas del mundo. Mi hermano torero fue el maestro César Girón”.
El pescado asomó a la superficie, hizo unos ligeros movimientos más por la costumbre que por oponerse a los designios del captor; abrió sus ojos cuanto pudo y sin dar muestra que el anzuelo le molestase habló:
¡Coñó! ¿Eres hermano del maestro César?
Aquella pregunta vino acompañada de unas variadas e intensas muestras de asombro y hasta afecto.
¡Ábrete sésamo! La puerta de la cueva, refugio de los cuarenta ladrones y luego de éstos y Alí Babá, comenzó a abrirse lentamente al ser pronunciada aquellas dos palabras.
-“¡Coño!” El portero, supongo ahora que así se designaba el rol que aquel viejo humilde desempeñaba, no se cansaba de echar coñazos, más ahora que tenía ante sí, en carne y hueso, nada más y nada menos que a un hermano del maestro, “el de los nuestros”, como me dijo de manera emocionada, “recién llegado de América”. Ante la emoción de aquel hombre, cometí el pecado, por arrogante, de sentirme como si fuese un Cristóbal Colón o Hernán Cortés de rebote.
Miró con cierta meticulosidad hacia distintos lados; se sintió aliviado que sólo yo y mi compañera estuviésemos ante él y solicitásemos entrar y abrió la puerta con lentitud hasta lo necesario para que pudiésemos pasar.
-“Hago esto por el maestro César. ¿Por quién más sino por él?”
-“Eso sí, recuerden que tienen una deuda con “nosotros”.
-“Le ruego que al terminar la corrida nos busquen en este mismo sitio.”
-“Aquí estaremos esperándolos.”
-“Cuenten con nosotros”. Le respondí y, como él usé el plural, en lugar de referirme sólo a él.
Entramos sigilosamente, de acuerdo a la conducta y el procedimiento que nuestro inesperado amigo había asumido. No dejó de llamarme mucho la atención que en casos habló en plural y hasta dijo “tienen una deuda con nosotros”. Al trasponer la puerta nos apresuramos a tomar asiento y observar el paseíllo que ya se había iniciado.


El espacioso salón de la entrada del hotel, separado del comedor por una puerta batiente de vidrio, generalmente repleto de gente, particularmente de japoneses, a aquella hora temprana de lunes, estaba casi solo. Apenas se veían pasar personas que presurosas iban al desayuno, como si temiesen que nos les dejasen nada o por esa manía colectiva de llegar de los primeros aunque sepan que antes otros llegaron. También podía ser por “el sentido del deber”, muy internalizado en asiáticos, gringos y británicos, cosa que a los venezolanos generalmente nos trae sin cuidado o no nos mortifica más de lo debido. Hasta eso del comer lo tomamos como somos; llegamos a la mesa cuando nos salga del forro y no por ser fiel al deber ser o los compromisos contraídos, ni con el estómago.
Por eso, en lugar de dirigirnos al comedor, como con disciplina y orden marchaban cabizbajos los japoneses, fuimos a la calle y compramos tres diarios; escogimos uno por nosotros conocido y otros que, desde su primera página, se ocuparon de comentar la corrida de la tarde anterior en “Las Ventas”. El desayuno, como siempre ha sido habitual en nosotros, lo dejamos para más tarde, cuando el cuerpo lo demandase y no porque lo impusiese el horario. Quizás, por eso de ser subdesarrollado, tercermundista y hasta vulgar gente del insignificante mundo nuestro, no teníamos reloj en el estómago y solíamos comer cuando tuviésemos hambre.
Esperábamos allí pues que el estómago, no el reloj, nos dijese cuándo comer y éste cuándo dirigirnos a la estación del tren para marchar al pueblo vecino. Supimos por una revista que ese día en ese pueblo comenzaban lo que nosotros llamamos “las fiestas patronales” y ellos feria. Habría grandes templetes, tablaos, bailarines y cantaores en abundancia. Esperaban que una multitud colmase las calles pueblerinas y la alegría allí se desbordase.
Siendo muy jóvenes aún, aquella oferta fue demasiado tentadora y atrayente. Por eso, pese al ajetreo del día anterior, el presenciar la corrida, los impactos que ella nos produjo y los acontecimientos posteriores que nos hicieron llegar al hotel muy de madrugada, nos levantamos temprano de manera que pudiésemos tomar sin apresuramientos el tren que nos llevase al pueblo que enferiado estaba.
Todos los diarios coincidieron en calificar la corrida como un fiasco. Hablaron de toreros sin garbo, arte ni fuerza. A uno o dos de los tres toreros, a quienes en algunos renglones calificaron como de los buenos, criticaron con dureza por su poco entusiasmo, falta de cortesía y respeto con el público presente. A los toros calificaron de “afeitados” y carentes de vitalidad y casta. Sólo salvaron a los banderilleros que, según los críticos, hicieron lo que pudieron por lucirse, aún cuando la “mansedumbre” de los cuadrúpedos, según opinaron, poco o nada ayudaron.
A los picadores, sobre todo aquél al servicio del primer matador, llamaron “vulgar carnicero”, excedido en servir a su patrón o aparecer como figura.
-“Sólo aplaudían desde el lado izquierdo de las tribunas, ocupada casi totalmente de japoneses, que nada conocen de los asuntos del toreo”. Coincidieron extrañamente en comentar los tres diarios.
Mi compañera y yo, que “no sabemos un carajo de toros y corridas”, como los mismos japoneses, coincidimos sólo en parte con los diarios. Quizás porque por ser suramericanos y mestizos, algo de eso se nos ha pegado, entrado osmóticamente o también por tener los ojos redondos y no oblicuos.
Después de leer los diarios, los comentarios taurinos, la drástica devaluación del peso mejicano que a los manitos, unos cuantos había en el hotel, agitó, les pegó a los teléfonos y las declaraciones del gobierno venezolano de Luis Herrera Campins, acerca del vencimiento de una cuantiosa deuda, oculta, contraída a corto plazo que amenazaba con una medida similar a la tomada en México y que no tardó en llegar, afortunadamente unos pocos meses después de nuestro regreso y los venezolanos llamamos la “del viernes negro”, desayunamos con parsimonia, como alegres que la crónica taurina dijese, por lo menos algo de lo que habíamos pensado, aunque sabíamos que se quedaron cortos por preservar la fiesta, turismo y complicidad cultural; nos dirigimos en taxi a la estación de tren cercana. Esa misma que años más tarde fue escenario de un acto terrorista e influyó para que el PSOE y Zapatero ganasen las elecciones al PP, su candidato Rajoy y al presidente Aznar, quienes sin duda deben disfrutar mucho de corridas como aquella.
No mucho tiempo después de haber salido bufando de la estación madrileña, haberse detenido repetidamente en estaciones intermedias donde desembarcaban y embarcaban pocas personas, el tren se detuvo en la del pueblo al cual visitaríamos. Lo supimos porque una revista que había comprado a mi llegada a la capital española, así me lo indicaba. Lo mismo que decenas de espectáculos de teatro, danza, ballet, folclore español, cante hondo, sevillanas, conferencias en salones y hasta en tascas. Fue una excelente guía para desempeñarnos con destreza en el complicado tren urbano, eso que los argentinos llaman “sute” y nosotros “metro”.
Al salir de Madrid, como ahora hago cuando voy a Caracas y tomo el metro, comencé a descontar mentalmente las estaciones hasta llegar a mi destino, por si no escucho bien el anuncio de los parlantes internos. El medio español que nos transportaba era un viejo tren que no disponía de ningún sistema moderno de sonidos; un empleado recorría los vagones e informaba el sitio de llegada; pero a nosotros antes, tanto como ahora, quizás más ahora, mucho nos cuesta entender lo que dicen madrileños y sobre todo el cómo.
Bajamos del tren, dando la sensación a quienes permanecieron sentados para seguir camino, éramos expertos, baquianos, seguros de dónde íbamos y a qué.
Caminamos unos doscientos o trescientos metros, hasta llegar a una hilera de casas de una sola planta que marcaba el inicio del pueblo. Miré mi reloj que marcaba la hora española; en ese momento era una o una quince del mediodía. En aquel instante, una ráfaga de viento se vino hacia nosotros desde el pueblo y trajo consigo una densa polvareda que nos obligó a manotearnos cara y ropa; pasó, se fue tras donde nos detuvimos por momentos y continuó hacia donde antes pasó el tren. Llegó tarde como nosotros al intentar entrar a la plaza. Comenzamos a notar que desde que salimos de la pequeña estación del tren, donde sólo vimos dos o tres personas, hasta llegar a las casas próximas, no encontramos humano alguno. Tampoco animal. Moscas ni mosquitos.
Nuestra entrada al pueblo, fuimos los únicos en bajar del tren en aquella estación donde presuntamente celebraban una feria, no pudo ser más desoladora. En cada esquina parábamos, mirábamos a los cuatro puntos cardinales y no lográbamos ver personas ni animales. Más adelante, dos cuadras del punto anterior donde nos detuvimos, en un espacio abierto como en una plaza sin estatua, busto, ni bancos, había un caballo atado a uno de los cuatro árboles allí plantados. El silencio que acompañaba a la soledad humana era tan intenso como ella. Uno podía respirar y escuchar el estruendo del aire al entrar a nuestro cuerpo, pero no se percibía el viento por la tranquilidad de las hojas y ramas de los árboles, ni siquiera en alguna de Las Rosas de los Vientos, instaladas allá arriba en los postes enclavados en el centro de aquel terreno abierto y en sus cuatro esquinas; en las banderas inertes que en todas partes se veían
La vida, fuera de nosotros, se bamboleaba lentamente en la larga cola del caballo, denunciando otras vidas que no podíamos ver pero imaginamos, la de insectos que espantaba. Los árboles enhiestos, sus hojas inmóviles, hablaban de una vida como suspendida.
Nos detuvimos largo tiempo en aquella esquina; nos miramos y sin hablar, pero con lenguaje gestual nos dijimos que habíamos entrado en un pueblo fantasma. O simplemente en un modelo de pueblo hecho a escala real; pero sin gente; sólo la oscilante cola del caballo, quizás animada eléctricamente, fue la única forma de vida puesta allí para ahorrar gastos, como se pueden ahorrar las palabras para decir cuánto se quiere.
Nos sobrecogió el miedo. Nos volvimos a mirar y sin hablar porque aquel silencio sepulcral nos obligaba a ello, discutimos la conveniencia de seguir adelante o volver a la estación del tren.
-“Quizás ahora ni la estación exista. Pudimos haber sido transportados también por un tren fantasma; lo que no sería extraño, porque todo lo que ahora pasa lo es en demasía y el aspecto de aquél le asocia con un viejo pasado, ya muerto”.
Eso pensamos mi compañera y yo. Los dos lo elaboramos y nos lo dijimos uno al otro sin pronunciar palabra; mutuamente nos asentimos lo pensado con un discreto movimiento de cabeza y sin mover el cuerpo porque, por instantes, nos concebimos muertos.
Haciendo un gran esfuerzo, al mismo tiempo, uno y otro, decidimos avanzar. Caminamos lentamente dos cuadras más y al fin, en una esquina, como adormilado estaba un guardia civil. Por supuesto, ya en Madrid, habíamos visto unos cuantos de ellos. Estaba recostado de una pared, con su camisa azul claro, sus caponas azul intenso, pantalón de este mismo color con doble rayas verticales del mismo color de la camisa hasta llegar al ruedo y aquel ridículo sombrero negro de tres puntas, como hecho de cartón, remanente del franquismo.
Nos sintió llegar. Lo supimos por el movimiento de sus ojos. Continuó tal como estaba y pareció apoyarse más en la pared, aunque lo hizo con un movimiento tan sutil que lo percibimos sutilmente. Pero si el agitar de sus pupilas hacia arriba, abajo y los lados. Ellas se comportaron tal como la cola del caballo; entre otras cosas nos dijeron, “pese las apariencias, lo que vean o puedan sentir, estamos vivos”.
“Buenas tardes”, dijimos al unísono, como un dúo adiestrado.
El guardia volvió a agitar los ojos y esta vez nos miró de frente. Era un hombre blanco, de bigote negro bien cuidado, largas patillas y una panza un tanto pronunciada.
“Buenas tardes”, respondió para sorpresa nuestra que le creímos, si no muerto, por lo menos paralizado y como el caballo podía sólo mover la cola a éste sólo le estaba permitido aguaitar. Su voz no pareció salida de ultratumba sino con el sonsonete común en Madrid y sus alrededores, que uno entiende si hablan poco y con pausa.
Dio un breve paso que le despegó de la pared a la cual estaba apoyado y con delicadeza preguntó:
“¿Son turistas qué vienen a la feria?”
Aquella pregunta pareció la más extraña. Como si alguien le preguntase a uno en medio de un desierto ¿a quién buscan o visitan?
¿Cuál feria podía haber en medio de aquel silencio y soledad de ultratumba, solo alterado por un guardia civil con un gorro del pasado, que uno no sabía si vivo estaba como tampoco estábamos entonces seguros que lo estuviésemos nosotros? ¿No sería aquél el primer fantasma de un pueblo muerto, que sarcásticamente aparecía uniformado como los de un cuerpo que en el pasado llenó de cadáveres la España gloriosa de los republicanos?
Nos sobrepusimos a aquella contingencia y situación inusitada para fortuna nuestra:
-“Si señor. Hemos venido de Madrid, curiosamente sólo nosotros nos hemos bajado del tren a asistir a una feria muy publicitada y lo que hemos encontrado es esta soledad que asusta. Menos mal que le hemos encontrado.”
-“¡Claro!”, dijo el oficial mientras nos ofreció una amplia sonrisa.
-“No hay duda, ustedes son turistas de América. Por eso llegaron solos en el tren de Madrid. Allá se sabe que a esta hora del mediodía, aunque estemos en plena feria, aquí todo el mundo duerme la siesta. Hasta los borrachos toman un tiempecito y se van a dormir para continuar más tarde”.
Hizo una pausa, se acercó más a nosotros para sentirse y nos sintiésemos más cerca y vivos, y continuó:
-“Los madrileños que aquí están desde temprano, duermen en las tascas. Si se paran frente alguna de ellas sentirán los ronquidos y murmuraciones de borrachos somnolientos. Quienes aún no han llegado lo harán después de las tres de la tarde cuando todo toma vida de nuevo”.
Volvió a reír y luego habló:
-“Yo mismo que estoy de guardia, cuando se me pararon enfrente echaba mi siesta recostado a esa pared. Es la costumbre. Sigan adelante y a dos cuadras encontrarán un espacio enorme que es el centro de las fiestas. Allí mismo hay varias tascas y restaurantes, podrán comer. Aunque allí haya mucha gente durmiendo apoyados en las mesas, encontrarán como, a mí, los meseros adormilados pero esperando para servir.”
Nos despedimos del adormilado pero atento y cordial vigilante y continuamos en la dirección que nos indicó. En efecto, llegamos a un espacio inmenso donde todo estaba preparado, dispuesto y adornado para múltiples actividades; pero el silencio era el mismo y la quietud como la dejada atrás inquietaba. A un lado, ligeramente apartada, estaba instalada una de esas plazas móviles para la torería que se suelen ver en los pueblos españoles. En cada esquina había un escenario dispuesto para el teatro, baile o grupo musical. En el medio un espacio enorme para el público. Árboles, postes y cualquier cosa disponible estaba adornada con abundantes guirnaldas de papel inertes. Aquí y allá, cartelones anunciaban las corridas con su lista de toreros. Solo las palabras escritas en aquellos se movían ante nuestros ojos.
De repente, de una esquina, surgió de manera sigilosa, un hombre joven en cueros, tal como su madre le trajo al mundo, daba tres o cuatro pasos rápidos, para luego detenerse, mirar a los cuatro puntos cardinales, con los ojos como si se le fuesen a salir de las órbitas, los brazos cruzados sobre el pecho, quien al vernos pego una veloz carrera y se perdió en la próxima esquina. Suponemos que se llevó un susto mayúsculo, siendo de aquel pueblo esperaba no encontrar a nadie y nuestra presencia y movimiento quizás le hizo pensar en fantasmas invadiendo al pueblo.
A los cuatro lados de aquel espacio enorme, había varias edificaciones dedicadas al comercio, servicio al público, tascas y restaurantes. En todo aquello, la soledad y el silencio imperaban. Pero al uno acercarse a las tascas, podía escuchar los sonidos a los cuales se refirió el guardia civil. Se escuchaban ronquidos largos y poderosos; cortos y potentes como unos cañonazos, lamentos de borrachos insomnes pero intentado dormirse y el fuerte respirar de dormidos profundamente.
Era ya cerca de las dos; teníamos hambre y hasta sed. La caminata nos había aumentado aquellas sensaciones y por primera vez comenzamos a sentir el calor que, después supimos, para aquella gente era sofocante.
Entramos a la tasca que nos pareció más indicada. De aquellas que observamos y al final evaluamos, particularmente por parecer silenciosa, entramos a una que exhibía, en una vidriera, unos cochinillos horneados colocados en unas grandes bandejas y a los cuales habían colocados manzanas en la trompa. No obstante, lo hicimos con recelo y excesiva prudencia. En efecto, algunas mesas estaban ocupadas por gente que al parecer ya había comido y ahora las usaban como apoyo para dormir la siesta.
En principio no reparamos en detalle alguno sobre las personas que ocupaban las mesas, salvo que allí dormían, dormitaban o simplemente descansaban con los brazos puestos sobre aquellas y en éstos sus cabezas. Uno que otro roncaba pero con menos aspaviento que lo que pudimos escuchar desde las calle en otras tascas. Eran unas mesas o más bien mesones rectangulares, bastantes rústicas y como para soportar pesos enormes. Las patas sugerían a las de elefantes enormes por su grosor y fortaleza. Las sillas, en cada mesa había ocho, de los lados más largos del paralelogramo había tres y una en cada lado de los cortos. Sobre aquellas mesas podían dormitan tal como estaban aquellas personas, sin temor alguna que se derrumbasen pese la intensidad de los ronquidos y estertores.
Al entrar, dos meseros, que también parecían adormilados, pero obligados a atender a quien entrase, después de desentumirse se nos acercaron muy solícitos.
-“Buenas tardes” y entonados, entre bostezo y bostezo también armoniosos, agregaron de seguidas: “¿En qué podemos servirles? Sígannos, aquí tenemos una mesa disponible, para ustedes señores. “
La mesa que nos asignaron estaba ubicada en un rincón del salón muy cerca de la barra. Era pequeña, cuadrada, tan rústica como las demás, con dos sillas; uno de los lados de ella estaba adosado a la pared; habiéndome colocado de espaldas a la barra llena de durmientes, podía divisar todo el salón y la puerta que daba a la calle. Mi compañera, colocada frente tendría más o menos la misma visual, con sólo girar ligeramente el cuerpo y la cabeza.
Pedimos vino como en gran medida se acostumbra en España y el plato de la casa, lo que nos pareció lo más normal y hasta inteligente y sobre todo porque parecía liviano, tomando en cuenta que no tardaríamos mucho en volver abordar el tren de regreso a Madrid.
Empezamos a comer y tomar el vino, escogido por mi compañera tomando en cuenta las sugerencias del chef, un joven del pueblo, según nos dijo y quien dio muestras de conocer del asunto. Digo yo; aunque advierto que de esa “vaina tampoco nunca he sabido nada”.
Cuando habíamos tomado media botella de aquel vino y consumido una pequeña parte de la comida, el mundo interior de aquella tasca comenzó a cambiar ante nuestros ojos, como si una cámara lenta proyectase imágenes en una pantalla.
En voz muy baja, en susurro, le llamé la atención a la compañera para que viese lo que estaba sucediendo y hasta con los míos discretamente golpee sus pies.
Todos aquellos que dormitaban sobre la amplia barra y las mesas, comenzaron a moverse lentamente. Movían sus cuellos de lado a lado, unían sus manos, las pasaban por sus caras y luego sobre la cabeza, como alisando el cabello hasta llegar al cuello. Apoyando éste entre las manos levantaron sus cabezas por un breve tiempo mientras sus rostros mostraban un ligero esfuerzo para desentumecerse. Colocando los brazos en forma horizontal sobre el abdomen movían hombro y cuello de derecha a izquierda varias veces.
Luego comenzaron a levantarse dirigiéndose a la puerta del local en busca de la calle; otros se encaminaron hacia los sitios donde estaban los baños. Todo aquello con mucha lentitud. Miré el reloj y marcaba las dos de la tarde. Mientras esto sucedía adentro, afuera reventó un zafarrancho de cohetes y distintos tipos de fuegos artificiales y, de no muy lejos, comenzó a escucharse un pasodoble.
Puesta de pie toda aquella gente pudimos detallarlos y verlos desfilar hacia un sitio u otro. Unos cuantos iban vestidos de toreros, aunque uno podía suponer con certeza quienes lo eran y quien no, por el vientre. Otros de campesinos a la usanza medieval, caballeros, campesinas, arlequines, bufones y hasta nobles; algunos con la misma lentitud de todos montaron en sancos aunque tuvieron que hacer maravillas gimnásticas al atravesar la puerta. Don Quijote y Sancho, el primero metido en su armadura y su adarga en mano, probablemente en algún apartado rincón de la ciudad dejaron pastando y dormitando a Rocinante y el asno del escudero. Pero también había unos cuantos vestidos a la moda. Gitanas, gitanos y andaluces con sus trajes estrechos y sus sombreros anchos, mientras desfilaban hacia la salida hacían sonar sus castañuelas y comenzaron a cantar. Quienes portaban instrumentos les hicieron sonar y se fueron a sumar a la música estruendosa de la calle.
No pasó mucho tiempo que en el local sólo quedasen quienes debían atender a la clientela, mi compañera y yo. Aquello nos pareció un sueño, algo sorprendente. El despertar al mismo tiempo, como si un despertador singular sólo por ellos escuchado hubiese funcionado. La lentitud de aquella gente y el dirigirse como zombis, pues aún parecían dormidos, hacia la puerta, para allá donde posteriormente reventó la música. Los personajes con sus trajes típicos, alegóricos o remedo de un pasado oscuro y en mucho nada respetable, para nosotros parecían salidos de libros de la literatura clásica, infantil e historia medieval y de las plazas de toros.
Terminamos de comer sin hablarnos nada ni preguntar al joven mesero que solícito, tanto como que ahora parecía totalmente animado y despierto, nos atendía, pagamos la cuenta y nos dirigimos a la calle, desde donde se escuchaba música estridente, el tronar de fuegos artificiales y un vocerío gigantesco.
Las calles reventaban de gente, tanto que era difícil desplazarse. Para llegar a la estación del tren, después de haber visto algunos espectáculos callejeros estupendos, obligados por la hora y el temor propio de quien se mueve en patio ajeno, nos movimos con lentitud por las colas formadas por quienes iban y venían.
En verdad, tuvo razón nuestro ocasional amigo mexicano de recomendarnos prestarle interés al paseíllo. No porque fuese impactante, creativo o muestra de imaginación, o como decimos habitualmente, “una cosa del otro mundo”, sino por la seriedad y solemnidad puesta por quienes lo ejecutan; hay como algo ingenuo en ello y me hizo recordar nuestras comparsas y verbenas; sólo que en estas siempre hubo más gracia y estilo creativo. La diversidad y hasta hermosura de los trajes; la belleza y gracia de la caballería y sobre todo la alegría desbordada en las tribunas por españoles allí presente y conocedores de la fiesta venidos de otros lares, quienes esperaban “darse un banquete”. Del lado izquierdo, una tribuna repleta de japoneses, se había mantenido en pura actitud contemplativa, como nosotros, sin saber qué hacer. Pero por el contagio o por aquello del “pueblo al cual fueres haz lo que vieres”, ellos mirando oblicuamente, comenzaron a aplaudir sin descanso. Tanto que se llevaron casi toda la tarde en eso. Lo dijeron los diarios del día lunes que leí en el salón del hotel esperando el momento de desayunar. Fue cierto. Uno, por no ser descortés o pura imitación hizo lo mismo.
Después de terminada la corrida, donde nadie salió en hombros, pero si los matadores con la cabeza de milagros y entre los hombros, pensé que músicos y cantaores, dispersos en plaza, merecían aquel homenaje. Por ellos, no me sentí totalmente defraudado, no de haber ido a “las Ventas”, sino de haber estado en la corrida. Porque valió en extremo la pena haber ido a la plaza, tanto que ahora escribo sobre el momento allí vivido. Por el maestro Girón y los bellos amigos que aquella tarde con nosotros le recordaron y rindieron valioso homenaje.
-“¿Qué pasó en la corrida? ¿Cómo estuvo?”
Nos preguntó el amigo mexicano, quien a la hora del desayuno del lunes nos esperaba en el espacioso salón cercano al comedor. Se trataba de un gesto amistoso, deseos de conversar y también por verdadero interés de recoger nuestra impresión sobre aquel espectáculo sobre el cual posiblemente algo sabía. Para los mexicanos, la fiesta del toreo despierta tanto entusiasmo como entre españoles.
-“En verdad, no sé decirte mucho de lo que allí pasó”, le dije.
“Esperaré hasta leer los diarios para que los expertos me ilustren. Si te digo que fue buena o mala. Este matador estuvo a la altura y aquél no, cometería una indelicadeza y pecaría de presumido. Sería una muestra imperdonable de piratería de mi parte. Carezco de fundamentos para enjuiciar. No obstante puedo decirte dos cosas:
En sentido general no me gustó el espectáculo. Me pareció algo anacrónico, más que las riñas de gallos y cruel como las peleas de perros. Una contienda desigual donde los hombres hacen de bestias para atormentar a quienes llaman así. Pero vivimos un momento especial e inolvidable. Una manifestación de la belleza de la especie humana. Algo que hace olvidar las fronteras y en veces las injusticias y crueldades. Justamente de éstas presenciamos en la plaza”.
Nos miró alternativamente a los dos; luego se apartó un poco para vernos al mismo tiempo, como si nos fuese a fotografiar y sonreído, con la graciosa sonrisa y dulce de todos los mexicanos y mexicanas que he conocido, comento:
-“¡Épale! Tendrán que contarme lo que vivieron en la plaza. Pareciera ser algo muy bello e imperdonable que no compartan con este cuate”.


Pedro Melchorita, en mi barrio de “Río Viejo”, agarraba su cochino el viernes en la tarde, le amarraba al pie del frondoso cují plantado en el centro del patio de su rancho, le ponía suficiente agua en un envase; en otro, torta de coco, disuelta en el mismo líquido y le dejaba que comiese, bebiese y durmiese placenteramente. Hasta, de vez en cuando, antes de acostarse, como con arrepentimiento y dolor, se acercaba al animal y le acariciaba la cabeza, las orejas y durante cierto tiempo le sobaba con afecto la panza. Eso hacía el viejo Pedro todos los viernes y con cada cochino que habría de sacrificar al día siguiente, sábado en las primeras horas del día.
El cerdo, pese que le despertaba, gruñía con aparente placer; parecía no importunarse y dar muestras de agradecimiento.
Al amanecer, Melchorita, apenas habiéndose levantado del catre y hecho el aseo personal, visitaba al cerdo que dormitaba todavía, repetía las caricias de la tarde anterior y le decía unas palabras que ni el animal ni las personas que pudiera haber allí aquellas escuchaban.
Inmediatamente prendía el fogón armado allí mismo. Tres piedras de la misma altura servían de asiento a la olla donde se herviría el agua para remojar al cerdo una vez muerto y poder afeitarle o “pelarle” sin dificultad. Varios leños se colocaban en medio de aquellas y se les prendía fuego.
Hechos aquellos preparativos, el matarife ordenaba a su ayudante personal que sujetase la cuerda a la cual estaba atado el animal. Tomaba su arma mortal que era un “palo sano”, sólido y pesado, preparado para aquellos fines, como un bate de beisbol de grandes dimensiones. Se persignaba y dirigía la mirada al cielo. De frente, se acercaba a su víctima y luego se desplazaba de manera que le quedase del lado derecho. Levantaba con lentitud los brazos y con ellos su instrumento y como quien hace swing a un lanzamiento en recta, descargaba un mazazo sobre el pobre animal que de inmediato le dejaba inerte. Pedro Melchorita nunca se vio obligado a golpear dos veces y menos a apelar aquello que en el toreo llaman descabellar para matar a un animal. Lo que en definitiva, aunque los amantes del toreo hablen de “acelerar la suerte de matar”, no es sino un recurso final después de la prolongada agonía del toro por la ineficiencia del torero.

La corrida de aquella tarde en “Las Ventas”, era de seis toros para tres “maestros del toreo”, quienes según dijeron los diarios con anterioridad, eran de los mejores para aquel momento en España. Españoles los tres, como españoles los toros, de una conocida ganadería, tanto que uno, allá en el pueblo donde no “se sabe un carajo de toros”, la habíamos oído nombrar. Toreros de tronío, clase, gracia, arte. Toros de casta y de linaje; tanto eran los atributos que les atribuían a estos últimos que, uno ignorante en materia de torería y de linaje, llegó a creer que pertenecían a la nobleza española. Ganadería y toreros, estos tres, habían embarullado a todo Andalucía la semana anterior, decían los diarios. Tanto que toda res que lidiaron perdió la vida y los apéndices. Orejas, patas y rabos, cortaron por montones. Esa era la expectativa entre los conocedores, que siéndolo, repetían lo que habían dicho los diarios; y en aquella tarde en la plaza madrileña, esperaban lo mismo; menos japoneses y nosotros, que allí estábamos de asomados, fisgones y sin saber qué esperar.
Los tres toreros y los seis toros, por un acuerdo secreto en los toriles y en el refugio del torero o burladero, que es más esto último que lo primero, parecieron ponerse de acuerdo y las seis suertes o lidias las fundieron en una sola. Eso pensamos yo y mi compañera y los japoneses que con igual intensidad aplaudieron casi todo el tiempo, salvo cuando “se rompió el cántaro”. Es decir, sólo hubo un toro, un torero y un picador, en una tarde larga, muy larga, cruel y tenebrosa. Y un aplaudir consistente de una gente que miraba el espectáculo con ojos distintos a los demás, hasta que se reveló por cosas de la condición humana.
Después del paseíllo, volvió la alegría musical de trompetas, clarinetes y castañuelas. A un lado de la plaza, un grupo musical y con ellos “cantaores” y “bailaores”, amenizaron la salida del primer toro. Salió enérgico hacia el centro de la plaza para dar inicio al primer tercio. Tenía buena alzada y de un color brillante. Alguien del público, indiscreto y malhablado o conocedor de ojo zahorí, lanzó un grito de advertencia:
-“¡Ese toro está afeitao!”
Un murmullo gigante plenó la plaza, seguido de un silencio profundo, roto de inmediato por el entusiasmado aplaudir de la numerosa barra japonesa. Pero en los demás espacios, silencio y actitud observadora se mezclaban con una creciente protesta. Nosotros nos mantuvimos expectantes, no sabíamos el significado de aquella frase gritada en solitario y con tanta fuerza que se metió en todos los rincones.
Inmediatamente, como por mitigar los efectos de aquel imprudente grito, reventaron pasodobles en un lado de la tribuna y cantos sevillanos en otra; mientras unos cuantos espontáneos, con ánimo de no aguar la tarde, gritaron repetidas veces:
-¡Olé!¡Olé! y ¡olé!
Revoletearon miles de pañuelos abriéndole paso a la alegría, paz y espíritu festivo.
-Y al instante, casi todo el público, repitió aquella voz acompañando a los pañuelos alzados y en agite; los japoneses gritaron lo que creyeron oír o aportaron para contribuir al entusiasmo. Aunque nunca supieron el origen de aquello. En todo caso, estaban allí para pasar una tarde divertida y no participar en asuntos que poco tiempo habrían de olvidar, después de contarlos a sus amigos. Por hacer aquello, “un experto torero” y juez taurino, de esos que abundan en las calles españoles y escriben en los diarios, no pueden pensar ser más inteligentes y ni siquiera listos que aquella gente que llegó a ver sólo porque que antes no lo habían visto. Vieron y les gusto, quizás no lo que vieron, como tampoco a nosotros, pero si haber visto lo que allí les llevó.
Los “conocedores” o quizás menos exigentes, intentaron animar al maestro que brindase una tarde linda en lo posible. Para eso estaban allí y no para ver una tragedia. Optaron por la inteligencia y generosidad de asistentes al ballet quienes si ven caer a un bailarín, sin importar la causa, le aplauden para fortalecer su estima y hacerle recobrar seguridad. Se va a ver lo bello y esa actitud se corresponde con ese fin.
Cuando el toro se plantó desafiante en el centro del espacio de lidia, dos peones salieron de los burladeros y comenzaron a corretearle; en su puesto, el “maestro” observaba para saber a qué atenerse. Estudiaba las mañas del toro, no frente a él, como los boxeadores en el cuadrilátero, sino desde lejos y en resguardo. Por su condición de torero debió darse cuenta, si es que de antemano nada sabía, de la motivación del imprudente grito. Pero, supone uno, después de escuchar opiniones, estudió con sumo cuidado la fuerza que traía el animal salido velozmente de los toriles y ahora correteaba con firmeza tras el aspaviento de los peones de brega.
Luego supe, hablando con mis vecinos en la plaza, que la advertencia lanzada de los palcos por una voz anónima, quería advertir que a los toros habían limado las puntas agudas de los cuernos. Es una práctica, según dijeron, que suele hacerse por mandato de alguien para aminorar los riesgos del torero. Pero dijeron, sin darle importancia a aquello, “hay afeitadas de afeitadas”. Aquella pues, por la discreta y sensata opinión de estos conocedores, no era como para alarmar a los entendidos presentes en la fiesta.
Pedro Melchorita, para fortuna suya, no confrontaba esos problemas y bien sabía que afeitaría su porcino muerto sin que nadie se sintiese incomodado por aquello. Al contrario, a sus clientes no le gustaría que el afeite no se hiciese a ras.
El maestro salió del burladero, puso empeño y garbo para impresionar al público. Miró primero de lejos al animal y luego se le fue acercando con pasos cortos y muy lentos. Le retó, agitando tres veces el capote y aquél se le vino de frente con fuerza inesperada; el maestro dio un breve paso hacia su izquierda y pasó a su atacante con un movimiento lento y largo, para escapar luego discretamente del animal. De nuevo tomó posición adecuada y repitió la suerte. Cuatro veces hizo aquello; siempre manteniéndose del toro un tanto lejos. Pudo comprobar lo que antes pareció percibir; su oponente era demasiado fuerte, rápido y feroz en la acometida y tendía, al contactar el capote, levantar la cabeza hacia el lado izquierdo, justamente en donde se posicionaba el torero.
Se retiró de nuevo al burladero escuchando las ovaciones del público todo, mientras dos peones salían al redondel, en aquel primer tercio, a hacer corretear al toro, mantenerle en tensión y hasta restarle fuerzas.
Volvió el maestro con su capote desplegado y ejecutó varios lances, manteniéndose siempre a buena distancia del animal de lidia. Procuró siempre mantenerle alejado; cuando no se le iba largo porque el animal frenaba su corrida y volteaba para embestir casi inmediatamente y con energía, el torero daba muy ligeros pasos para alejarse. Cada vez que la bestia embestía, el maestro alejaba lo que más que podía de su cuerpo el capote extendiendo el brazo, lo levantada tan pronto ella lo tocaba con sus cuernos, y se iba raudo, como muy lejos del sitio donde calculaba se detendría su contrincante.
De pronto, mientras los japoneses aplaudían entusiasmados, en el resto de las tribunas comenzaron a escucharse pitos y denuestos y en el trajinar de toro y torero, muestras de conformidad de los asiáticos y disgusto cada vez en aumento del público, llegamos al tercio en el cual entra en escena el picador. Antes, el maestro se retiró saludando a quienes le aplaudían y sin mirar a casi toda la tribuna que le abucheaba y gritaba cuanta cosa es usual en esos casos.
El maestro aprovechó el momento para intercambiar opiniones y hasta impartir órdenes a su picador.
Este último, entró al ruedo sobre un caballo negro, de muy buena alzada, en discreto galopar. Lucía un pantalón negro de piernas anchas que casi revoleteaban por el galope y el viento. Una chaquetilla corta, de color rojo con adornos dorados y un amplio sombrero rodeado por una cinta que dejaba caer unos de sus extremos hasta el hombro derecho. Portaba una vara larga que terminaba en punta de flecha, que mirada desde lejos lucía como si fuese de metal.
Hizo galopar su montura alrededor del círculo arenoso de la lidia en cuyo centro se hallaba plantado altivo el bravo toro; se detuvo un tanto lejos. El caballo lucía protegido por una manta acolchonada que le cubría casi todo hasta casi rozar la arena. No sé, pero aquellas estampas me hacían evocar la vida medieval y al recordar la ciudad de Madrid donde estábamos, el Museo de Arte Moderno, la cotidianidad en las calles, confieso que me sentí atraído y hasta entusiasmado. Muy pronto comprendí que, pese a las apariencias, entre lo que ahora veía en el redondel de lidia y cualquier figura que evocase al Quijote, dentro de su armadura, yelmo en la mano izquierda y apoyados ambos en el pecho y adarga en la derecha, cabalgando sobre Rocinante, para hallar dónde enderezar cualquier entuerto, imponer la justicia, proteger a los débiles y su lado el bueno de Sancho Panza, no había correspondencia alguna.
El hombre hizo avanzar lentamente su cabalgadura hacia el animal de lidia. Lo hizo con discreción, tanto que ante cualquier movimiento de éste, la detenía y esperaba una nueva señal. Al fin se le acercó y se inicio un espectáculo horrendo. El Picador clavaba su lanza en zonas vitales del toro. Se solazaba introduciendo la lanza hasta donde le era posible y empujaba con toda la fuerza que adicionalmente le proporcionaba el caballo puesto en marcha. Cuando el agredido se retiraba en actitud defensiva y por el dolor intenso, el picador volvía con peor saña. Así sucedió por un tiempo que pareció infinito. Nadie, menos el picador, toreros y autoridades de la plaza, la “nobleza” allí presente, sabía distinguir quién era “el racional”, humano y quién la bestia. Hubo momentos que por las apretadas comisuras de los labios del picador se filtraba una sustancia babosa y blanquecina, como también de los belfos del caballo y los ojos del toro se llenaban de lágrimas que en la arena se mezclaron con la abundante sangre salida de las horrendas y brutales heridas.
Japoneses y nosotros enmudecimos ante aquella crueldad, mientras el resto del público, aumento el ruido de su protesta y hasta llegó de calificar al picador de carnicero y asesino.
-“Asesino, cómplice”, gritó alguien que interpretó aquella canallada como un acto destinado sólo a favorecer al “maestro”, quien a la mora de matar se hallase ante un rival debilitado e indefenso. ¡Claro!, es el razonar cómplice de la moral de los aficionados a aquella cosa que extrañamente suelen calificar de fiesta y a niños llevan a presenciarla.
Al final, en el último tercio, el de la muerte, ya no hubo toro que matar; los toreros, los tres, después de cumplir con el ritual que además incluyó en caso el descabello, matar al animal a puñaladas, lo que eufemísticamente llaman acelerar su muerte, por la torpeza de los matadores, que fue como una redundancia, estos tuvieron que salir huyendo y protegidos, temerosos ante la furia de una “Fuente Ovejuna” que le daba igual quien ganase aquella estúpida batalla.
Fue un gesto innecesario porque el público se agolpó a las puertas y en gran medida abandonó la plaza antes que aquella barbaridad llegase a su final. Se fueron bravos, decepcionados, pero avergonzados o tristes, como si japoneses y nosotros, quienes además nos mostramos silenciosos.
Mi compañera y yo, esperamos un rato más, para ver como terminaría todo; volvimos a la puerta por donde habíamos accedido a la plaza a encontrarnos con quienes, según lo ofrecido, allí nos esperarían.
La prensa fue demasiado discreta en las críticas que hizo a los toreros; subestimó la conducta de los japoneses a quienes casi culpa, por aplaudir excesivamente por momentos, de lo que ella llamó inapropiadamente “fracaso de la corrida”. Aquello fue algo más que eso, una bestialidad de los hombres, toreros, picadores, empresarios, ganaderos y hasta las mal llamadas “autoridades de la plaza”, contra quienes ellos llaman bestias y un intento más de involucrar a todos en aquel mal llamado espectáculo. La prensa no lo captó así, si los japoneses y nosotros; lo demostramos por la conducta asumida al final.

-¡Coñó, chavalillos! Dijo el portero dirigiéndose a nosotros y señalando unos ocho hombres, casi todos al parecer de la misma edad, “quienes aquí estamos somos unos de los tantos admiradores del maestro Girón. Pero más que eso, de los muchos que le tenemos como de los nuestros. Como un buen amigo y un gran hermano”.
Luego hablando con sus compañeros, mientras mostraba una espléndida sonrisa:
-“Les presento al hermano del maestro César y su acompañante”.
Uno a uno se acercaron a nosotros con extremada humildad, descubriendo previamente sus cabezas que antes cubrían con gorra y frotando manos contra la ropa como intentando arrancar cualquier suciedad, para estrecharnos las nuestras y luego en un emocionado abrazo. El presentador fue el último en saludarnos, y hacer lo que los otros hicieron; cuando nos hizo entrar a los espacios desde donde se observaba la corrida, no tuvo tiempo sino de hacernos aquella singular invitación. ¡Aquí estaremos esperándolos!
Nadie habló de aquella corrida, como si les diese pena abordarla, romper el hechizo que, para ellos representaba estar frente a frente, de un hermano de César Girón, el maestro amigo, después de unos cuantos años sin a aquél haberle visto y unos pocos de su accidentada muerte. Por supuesto, al estrecharse con nosotros no olvidaron darnos el pésame y mostrar su dolor.
-“Fueron varias las tardes que el maestro salió en hombros de esta plaza, Bilbao y Sevilla, donde tuvimos el honor de estar. Verle ejecutar aquella bella y arriesgada suerte que llamaron la “girondina”.
Tomó la palabra otros de los presentes y explicó:
“Se colocaba de espaldas al toro y en esa posición le citaba agitando el capote, se lo llevaba en redondo girando en la medida que aquél se movía a su alrededor hasta que le dejaba ir con un suave movimiento del capote hacia fuera y quedaba allí firme o si acaso se movía el maestro lentamente, con paso garboso y refistolero. En aquellos gloriosos momentos, teniendo la bestia encima, hablo de toros enormes, y la de él, una frágil figura; las plazas parecían reventar. Terminaba pues saliéndose de la suerte, caminando en sentido contrario a la trayectoria del toro, con garbo y gracia inigualable.”
Intervino un tercero para agregar:
-“Nada de pases lejos del toro sin exponer. Ni carreritas. Metido en el terreno de su contrincante, desafiante con finura, arte y gracia; a la hora de matar, a una bestia que le llegaba al tercer tercio pletórica de fuerzas, de mayor alzada que el mismo, sin mediar el sadismo de picadores complacientes, sabía meter el estoque hasta la empuñadura y el animal quedaba inerte al instante sin sufrimiento alguno”.
Torero y toro, cuando César estaba plantado en el redondel, parecían estar de acuerdo para moverse con gracia y de manera armónica, sin el segundo dejar de arremeter con fuerza y empuje, mientras ambos pegados sentían calor y roce; el segundo se movía elegante y pinturero.
Y de nuevo, otra y otra vez, al maestro le entregaban apéndices, levantaban en hombros y le llevaban de paseo fuera de la plaza por largo tiempo. Mientras adentro, quedaban compases de pasodobles que no cesaban de sonar. Bailaores y cantaores parecían no cansarse. Bien valía aquel esfuerzo por la maravilla que habían presenciado.
-“Ha sido el único maestro”, hablaba ahora el portero que nos permitió presenciar el paseíllo, “que después de ser regresado en hombros a la plaza, bañarse y vestirse en el camerino, despedirse de los allegados y personajes importantes que acudían a felicitarle, saludarle y posar para las cámaras junto a él, atender a los periodistas que le asediaban, tenía tiempo y humildad necesarios para llegar dónde habitualmente nos reunimos en estos espacios de la plaza, una vez terminadas las corridas y cerradas aquellas puertas, una de las cuales, para ustedes abrí, contraviniendo orden y tradición, a pasar un tiempo con nosotros, comentar lo sucedido en el redondel, contarnos y escuchar unos chistes, darnos las gracias por nuestra humilde contribución, tomarse unos pocos tragos con nosotros, preguntarnos por la familia y despedirse de cada uno con un fuerte abrazo”.
-“Los demás maestros nunca han sabido que existimos”, dijo no con resentimiento ni pena, el más joven de todos, sino con el orgullo de haber sido amigo del maestro César Girón de Venezuela.

*Valor del dólar en moneda venezolana.

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Publicado por Eligio Damas para BLOG DE ELIGIO DAMAS el 12/07/2011 08:50:00 AM

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