lunes, 5 de diciembre de 2011

CAJON DE SASTRE

Cajón de sastre
Ciro Bianchi Ross • 3 de Diciembre del 2011 20:39:17 CDT


Con relación a la página de la semana pasada —Paseo en la Colina— me
refiere Max Lesnik, presidente en su momento de la Juventud Ortodoxa y
actual director de Radio Miami, un encuentro —encontronazo más bien—
entre el brigadier general Rafael Salas Cañizares, jefe de la Policía
Nacional, y Miguel Ángel Quevedo, director-propietario de la revista
Bohemia.

El hecho tuvo lugar en los días posteriores al sábado 21 de abril de
1956, cuando fuerzas policiales, al mando de su jefe, que portaba una
carabina M-1, ocuparon, en flagrante violación de la autonomía
universitaria, la Universidad de La Habana y causaron destrozos sin
cuento en el Rectorado y otras dependencias docentes. Las autoridades
de la casa de altos estudios valoraron los daños en unos 20 000 pesos;
el perjuicio moral, sin embargo, se hizo incalculable.

«La Universidad de La Habana es jurisdicción de la Oncena Estación de
Policía», declaraba Salas Cañizares a la prensa mientras las cámaras
de los noticieros captaban una escena de espanto: las puertas del
Rectorado se veían violentadas y el birrete, la toga y demás atributos
del Rector y otras solemnidades académicas aparecían hollados en el
piso. Ametralladoras de trípode fueron instaladas en la Escalinata. Y
al Rector y a los decanos que lo acompañaban se les negó, de primer
intento, la posibilidad de acceder al recinto.

Miguel Ángel Quevedo, dice Max Lesnik, echó en cara a Salas Cañizares
el cuadro de ultraje y desolación dejado en la Universidad por las
fuerzas a su cargo y la vejación a la que había sido sometido el
rector Clemente Inclán.

El ventrudo y bien vitaminado militar restó importancia a las palabras
del director de Bohemia. Respondió como en una ráfaga:

—Debí haberlo matado… —exclamó Salas Cañizares.

—¿Sabe usted, General, la mancha que hubiera caído sobre su uniforme
de haber hecho eso?

—Mire, Quevedo, desde que se inventó el detergente no hay mancha que
no se quite —repuso el jefe de la Policía Nacional.

Así andaban las cosas en Cuba en los años 50 del sigo pasado.

Genovevo, viejo, cansado y pobre
El ex mayor general Genovevo Pérez Dámera, jefe del Ejército cubano
entre 1945 y 1949, se ganaba la vida en Miami, en 1971, trabajando
como sereno, con la gorra azul y el revólver reglamentario del guardia
jurado. En una entrevista que le hizo entonces la revista Réplica, de
esa ciudad, declaró que no había pedido nada al Gobierno de Washington
porque prefería morirse de hambre antes de humillarse, y que tampoco
había aceptado la propuesta de los Somoza para que administrara una
finca enorme en Nicaragua.

«Estoy viejo y cansado», comentó. Y añadió enseguida: «Mi vieja y yo
somos felices, muy felices, rodeados del calor de nuestros hijos y
nietos. Nuestra familia y nuestras amistades no nos han abandonado».
Después, volvió la cara abruptamente y salió de manera precipitada de
la habitación en la que atendía al periodista: estaba llorando.

Entre tantas confesiones de índole personal, Genovevo hizo una
revelación sensacional, pero carente de todo fundamento. Afirmó que
Segundo Curti, ministro de Gobernación (Interior) en el gabinete de
Prío, y Paco y Antonio, hermanos del mandatario, habían ido a verlo en
sus días de jefe del Ejército para que depusiera al Presidente y lo
enviara al exterior.

Esa declaración provocó la contestación inmediata de Antonio Prío.
«Genovevo debería estar en Mazorra; únicamente un loco puede decir
algo así», comentó antes de adjudicarse un poco probable papel
protagónico en la destitución del General como jefe del Ejército en
1949. Dijo que fue él quien pidió a su hermano que lo removiera.

No hace Antonio Prío, sin embargo, leña del árbol caído:

«El pobre, me da pena… ¿Verdad que está de sereno? Pero ¿qué hizo con
su dinero? Él tenía dinero aquí (en EE.UU.). Yo lo recuerdo. No
comprendo qué le puede haber pasado… Debe ser duro quedarse con una
mano delante y otra detrás. Y en el caso de él, peor, por lo gordo que
ha sido siempre».

Como dato curioso debe añadirse que a fines de 1954 o comienzos de
1955 Genovevo Pérez Dámera, senador de la República entonces por el
Partido Auténtico, vendió su finca La Larga, en Camagüey, en 2 728 000
pesos.

Otro que terminó sus días en Miami con un empleo de sereno fue
Francisco Batista Zaldívar (Panchín), hermano del dictador y ex
alcalde de Marianao y ex gobernador de La Habana.

Un cubano en la Casa Blanca
Hace algunas semanas desmentimos en esta página la versión que circuló
en Internet acerca del cocinero cubano, y pinareño por añadidura, de
la reina Isabel. El hombre, decía la información, preparaba unos
chatinos rellenos con camarones que hacían las delicias de la familia
real británica.

Pues bien, el presidente norteamericano Richard Nixon, en cambio, sí
tuvo cocinera y valet cubanos.

«Yo tengo a mi cuidado toda la atención personal del Presidente. Lo
despierto. Le sirvo el desayuno. Le escojo su comida, al igual que al
resto de la familia. Debo atender a la familia presidencial. Nadie más
está autorizado para ello. Estoy pendiente de sus movimientos
constantemente», decía Manolo G. Sánchez en sus días de inquilino de
la Casa Blanca.

Sánchez salió de Cuba en las navidades de 1961 luego de haber servido
durante años a la familia de Amadeo Barletta, representante en la Isla
de la General Motors y propietario del periódico El Mundo y del Canal
2 de la TV cubana.

Fina, la esposa de Sánchez, se desempeñaba entonces como doncella de
la Primera Dama de Estados Unidos. Había sido la cocinera de la
familia hasta que, ya en la Casa Blanca, asumió los fogones un
cocinero filipino a quien ella enseñó a elaborar los platos cubanos
que gustaban al mandatario.

Comentaba Sánchez que Nixon era un fanático del arroz blanco y los
frijoles negros, platos que ligaba y hacía acompañar con una ensalada
de aguacate y una buena ración de ropa vieja o de picadillo a la
habanera; menú que había que servirle no menos de cuatro veces al mes.

Concluía Manolo G. Sánchez su relato: «Al Señor Nixon le encanta la
comida cubana. La adora. Hay que ver con qué gusto la devora».

Con una pluma de oro
Los delegados a la Convención Constituyente de 1940 firmaron, en la
localidad camagüeyana de Guáimaro, el original del texto
constitucional con una pluma de oro. Solo el santiaguero Antonio Bravo
Correoso no utilizó dicho adminículo, sino que se valió de la misma
pluma con que suscribió la Constitución de 1901. De todos los
constituyentes del 40, Bravo Correoso era el único que había fungido
como delegado de la Convención anterior.

La iniciativa de valerse de una pluma de oro para rubricar la
Constitución de 1940 fue iniciativa de María Josefa Michelena de
Torres, directora de la escuela pública número 51. Se haría una
cuestación en todas las escuelas públicas y privadas de la Isla y, a
ese fin, se creó una comisión que encabezó Nicolás Pérez Reventós,
presidente de la Junta de Educación de La Habana, y de la que la
señora Michelena de Torres formó parte. Para operar, esa comisión tuvo
el consentimiento, por resolución ministerial, del doctor Cleto A.
Guzmán, secretario (ministro) de Educación.

Con los 3 160 pesos recaudados se confió al grabador Vicente Santos la
confección de una pluma de oro macizo, con una placa del mismo metal
que llevaría, esmaltado, el escudo de la República, con dos brillantes
a cada lado.

Se dispuso asimismo que, una vez firmada la Constitución de 1940, la
pluma en cuestión pasara a formar parte de los fondos del Museo
Nacional.

¿Por qué Guáimaro?
Fue a propuesta de Juan Cabrera Hernández, delegado a la Convención
por la provincia de Camagüey, que la Asamblea acordó que la
Constitución de 1940 fuera firmada en Guáimaro, como homenaje a los
constituyentes de 1869 y al profundo simbolismo que representaba la
labor que allí rindieron ellos para las libertades patrias.

La firma tuvo lugar en la escuela Salvador Cisneros Betancourt, a las
12 meridiano del 1ro. de junio de 1940. El tren especial, con los
convencionales a bordo, salió de La Habana a las siete de la tarde del
día anterior y arribó a la localidad camagüeyana de Martí a las diez
de la mañana. Desde allí, en automóviles, siguieron rumbo a Guáimaro,
donde el Gobierno municipal con el apoyo de la provincia había
organizado el acto.

Abierta la sesión, la última de la Constituyente, Carlos Márquez
Sterling, presidente de la Asamblea, hizo el pase de lista y los
delegados firmaron por orden alfabético. Junto a Márquez Sterling
ocupaban asiento en la presidencia el secretario Emilio Núñez
Portuondo y Bravo Correoso, el delegado de más edad. También, el
Presidente de la Cámara de Representantes. Sobre la mesa estaba una
copia en bronce de la campana de La Demajagua. El pueblo colmaba los
salones del centro escolar así como las calles aledañas.

La ceremonia comenzó, como es de suponer, con las notas del Himno
Nacional y se cerró, 30 minutos más tarde, con un desfile militar.
Luego se brindó a los convencionales un suculento almuerzo.

No fue posible hacer una emisión especial de sellos de correo para
conmemorar hecho tan trascendente, pero el Negociado de Servicio
Internacional y Asuntos Generales de la Secretaría de Comunicaciones
autorizó al jefe de correo de Guáimaro el uso de un cuño gomígrafo que
el 1ro. de junio se impondría a la correspondencia que desde esa
localidad se remitiera a toda la nación y al exterior. Gomígrafo que
también debía pasar al Museo Nacional.

Una primera dama celosa
Escribe el periodista Luis Ortega en sus memorias todavía inéditas,
que en la madrugada del 10 de marzo de 1952 se extrañó de no ver en la
Ciudad Militar de Columbia a Martha Fernández Miranda, la esposa de
Batista. Inquirió por ella y le respondieron que el General le había
administrado un sedante para que durmiera durante toda la noche.

«Todavía debe estar durmiendo», sentenció el informante. Y añadió que
de no haberse procedido de ese modo no se hubiera dado el golpe de
Estado, porque ella no hubiese permitido que Batista saliera solo de
madrugada.






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Ciro Bianchi Ross
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