sábado, 21 de junio de 2014

HUELLAS FRANCESAS EN CUBA

Huellas francesas en Cuba
Ciro Bianchi Ross * digital@juventudrebelde.cu
21 de Junio del 2014 19:24:57 CDT

Hubo un tiempo en Cuba en que las prostitutas francesas eran las
preferidas. Más elegantes y perfumadas, menos vulgares, se alzaban
como maestras en prácticas como la del sexo oral entonces todavía
desconocidas entre los amantes cubanos. Las había austriacas,
italianas, canadienses, belgas, alemanas... pero todas eran francesas
para los del patio. Una de ellas, la pequeña Berta, fue el detonante
de la guerra que en la barriada habanera de San Isidro sostuvieron
proxenetas franceses y cubanos. En aquella contienda --la llamada
guerra de las portañuelas-- encontraron la muerte Louis Lotot y Alberto
Yarini, el rey de los chulos cubanos.
Los ideales de <<Libertad. Igualdad y Fraternidad>> proclamados por la
Revolución Francesa, mueven desde temprano el movimiento
revolucionario y anticolonialista de la Isla. Numeroso es el grupo de
independentistas cubanos que encuentra refugio en Francia, y lo mismo
sucederá bajo la dictadura machadista. El primer condenado a muerte
por el delito de infidencia fue un enviado por José Bonaparte a
subvertir el orden en la colonia.
Ya para entonces, y hasta bien entrada la primera mitad del siglo XX,
París, y no Nueva York, será la meca de la aristocracia y la burguesía
cubanas. Una noche, en las Tullerías, Napoleón III se arrojará, muerto
de amor, a los pies de la cubana Serafina Montalvo, III condesa de
Fernandina, con fama de ser una de las cubanas más bellas de su
tiempo. Marta Abreu y Luis Estévez y Romero mueren en París. La
mansión de Rosalía Abreu se convierte, por decisión de su propietaria,
en La Casa Cuba, albergue de estudiantes cubanos que cursan estudios
en La Sorbona. Tienen también casa en París Catalina Lasa y su esposo
Juan Pedro Baró. El poeta Saint John-Perse, premio Nobel de
Literatura, sostendrá, más acá en el tiempo, relaciones amorosas con
una distinguida joven cubana, Lilita Sánchez Abreu, a la que dedicará
su poema A la extranjera.
En la residencia parisina de la cubana María de las Mercedes Santa
Cruz y Montalvo, condesa de Merlin, que fue amante, se dice, del
príncipe Jerónimo Bonaparte, alternan Víctor Hugo, Lamartine y Musset.
París es el escenario de los grandes éxitos iniciales de Claudio José
Brindis de Salas, el Paganini negro, como se le llamó, y allí otro
cubano, José White, autor de La bella cubana, llegaría a sustituir a
Jean Delphine Alard en su cátedra del Conservatorio de París. La
pintura moderna comienza en Cuba luego de la estancia parisina de
Víctor Manuel, y Alejo Carpentier escribirá en francés relatos
surrealistas hasta que siente la necesidad imperiosa de expresar lo
americano en su obra.
Vagabundos del alba serán en París el pintor Carlos Enríquez y el
poeta Félix Pita Rodríguez antes de que lo fuera toda una legión de
escritores y artistas cubanos que se deslumbran con Sartre y sus
páginas sobre el compromiso intelectual, siguen con simpatía la guerra
de liberación argelina y se entusiasman con el cine de la Nueva Ola.

El secuestro del obispo
Espejo de paciencia, escrito en 1608 --es el monumento más antiguo de
las letras cubanas que ha llegado hasta nosotros-- tiene a un francés
como uno de sus protagonistas. Se trata de un personaje real, el
corsario Gilberto Girón.
Los hechos que canta el poema épico-histórico Espejo de paciencia
sucedieron realmente en 1604. El secuestro de fray Juan de las Cabezas
Altamirano, obispo de Cuba, por el corsario francés Gilberto Girón
cerca de las costas de Manzanillo. El Obispo logra ser liberado
mediante el pago de un cuantioso rescate --dinero, carne, tocino y
cueros. Entonces un grupo de 24 criollos y españoles decide lavar la
afrenta y lo consigue. Se enfrenta a las fuerzas del francés y el
negro esclavo Salvador Golomón da muerte al corsario, por lo que se le
otorga la libertad. Ya para entonces, en 1555, otro corsario francés,
Jacques de Sores, se había apoderado de La Habana y la destruyó antes
de abandonarla.
A fines del siglo XVIII aparecía en Cuba la contradanza como
consecuencia de la influencia francesa en las cortes españolas y la
llegada de los primeros colonos franceses de Haití y Luisiana. En
1794, El Papel Periódico de La Habana, una de nuestras primeras
publicaciones periódicas, reseña un baile oficial que comienza con un
minué y prosigue con la contradanza. Años más tarde, en 1809, un
artículo publicado en El Aviso de La Habana arremete contra los bailes
de origen francés. De la contradanza dice que es <<una invención
indecente que la diabólica Francia nos introdujo>>. Un baile, prosigue,
que es, en su esencia, diametralmente contrario al cristianismo,
<<hecho a base de gestos lascivos y una rufiandad imprudente... que
provocan, por la fatiga y la calor que padece el cuerpo, la
concupiscencia>>. Ya para esta fecha --inicios del siglo XIX-- nacía la
contradanza criolla. En esta se encuentran, dicen especialistas, las
células iniciales de la habanera, el danzón, la guajira, la clave, la
criolla y de otras modalidades de la canción cubana. El vals y la
contradanza traídos por los inmigrantes franceses tuvieron pronto
carta de ciudadanía entre nosotros.
Es París, en las décadas iniciales del siglo XX, uno de los primeros
escenarios internacionales de la música cubana. Francia, que
tradicionalmente había ignorado a América, empieza entonces a
interesarse por las cosas de este continente y es la música cubana,
con Moisés Simons y Eliseo Grenet por medio, la que abrió esa puerta.
Son los días de El manisero y de Mamá Inés, una música, dice
Carpentier, testigo de aquella explosión, que olía a batey de ingenio,
a patio de solar, a puesto de chinos, a pirulí premiado... y que no era
más que el son y la conga que irrumpían en teatros y cabarés. En su
momento, Los Zafiros originales arrebatarían en el teatro Olimpia, de
París, y Edith Piaf conquistaría nuevos incondicionales en sus noches
del cabaré Sans Souci. Todavía en 1977 el Teatro de los Campos
Elíseos, de París, sirvió de pista de despegue al cubano Jorge Luis
Prats.
Francia disputa aún a Cuba la nacionalidad del eminente urólogo
Joaquín Albarrán, que legó a su natal Sagua la Grande, ciudad de la
región central de la Isla, su toga y su birrete de profesor de La
Sorbona. Medalla de Oro en la Exposición Internacional de París
obtuvo, en 1887, el proyecto que el ingeniero Francisco de Albear
realizó para el acueducto de La Habana, una de las siete maravillas de
la ingeniería civil cubana. Obras sociales y económicas importantes en
la vida cubana, como el túnel de La Habana y el túnel de Quinta
Avenida, fueron ejecutadas por empresas francesas.

También en la cocina
Lezama Lima, que conoció como pocos la cultura francesa, no estuvo
nunca en Francia. El modernista Julián del Casal, seguidor de
Baudelaire y Verlaine, invierte en un ansiado viaje a París la exigua
fortuna que le lega su padre. Cruza el Atlántico, pero no pasa de
España. Ha soñado tanto con la capital francesa que teme que la
realidad lo desilusione, que su ensueño se desvanezca. Sin haber visto
nunca un original de Moreau, Casal puede llevar al verso, en Mi museo
ideal, diez cuadros del francés; una de las mejores colecciones de
sonetos que existe en las letras cubanas. José Martí, en cambio,
llegará a París al final de su primer destierro, en España, y conocerá
a Víctor Hugo. Acababa el francés de publicar Mes fils, y la obra es
la sensación literaria del momento. Martí se hace de su ejemplar y en
su retorno a América, en la soledad silenciosa del Atlántico, lo
tonifican, junto al aire de mar, aquellas reflexiones de Hugo sobre la
tristeza del proscrito y el placer del sacrificio. En el siglo pasado
Mariano Brull hará una traducción excelente de Cementerio marino y La
joven parca, de Paul Valery. Cintio Vitier pone en español las
Iluminaciones, de Rimbau. Y Lezama Lima asume la versión española de
Lluvias, de Saint-John Perse. Hubo siempre, desde el siglo XIX, poetas
nacidos en Cuba que adoptaron como propio el idioma de Francia y, en
lugar de escribir en español, aspiraron a incorporar su nombre a las
letras francesas. Uno de ellos, Armand Godoy, es el autor de la
traducción fiel y armoniosa de poemas de José Martí que dio a conocer
en 1937. Una labor meritoria en la enseñanza del francés acomete desde
hace muchos años la Alianza Francesa, en tanto que la Unión Francesa,
fundada en 1925, se esfuerza por agrupar a franceses residentes o de
paso por Cuba.
La cocina francesa es uno de los afluentes de la cubana. Restaurantes
como Le Vendome, Normandie, Mes Amis, La Torre y, sobre todo, El
Palacio de Cristal, mantuvieron en La Habana, ya en el siglo XX, las
glorias de la cocina francesa. Pese a que los cocineros extranjeros
eran excepción en las casas cubanas, el millonario Oscar Cintas tuvo
un chef francés en su residencia habanera para que atendiera su mesa
en los tres o cuatro días que cada año pasaba en Cuba. También lo tuvo
Agustín Batista González de Mendoza. En 1949, el dueño de The Trust
Company of Cuba, considerada una de las 500 entidades bancarias más
importantes del mundo, trajo de Francia a Sylvain Brouté, que había
trabajado para celebridades como los Rothschild, la Princesa de la
Tour D' Auvergue, el Conde de Vianne y Jacques Guerlain. Con el
tiempo, Brouté rescindió su contrato con el matrimonio Batista-Falla
Bonet y abrió su propio negocio, Sylvain Patisserie, repostería y
buffet de comida fina francesa, en la esquina de Línea y 8, en el
Vedado, que, ya muerto su fundador, daría origen a una exitosa cadena
de establecimientos de pan y dulces. Un plato emblemático de la cocina
cubana, la langosta al café, nació en París, y no pocos platos
franceses se cubanizaron en La Habana al incorporárseles nuestras
especias. Así, la langosta termidor cubanizada se sazona con ajo, ají
guaguao, tomillo y mostaza, que le dan sabor y olor diferentes.
Napoleón tiene su palacio en La Habana. Es, en su tipo, el más
importante museo que existe fuera de Francia. Nunca estuvo el
Emperador en Cuba; llegó, sí, su mascarilla. La trajo Antommarchi, su
médico durante el cautiverio de Santa Elena, que vivió y murió en
Santiago de Cuba y fue inhumado en el cementerio de Santa Ifigenia, de
esa ciudad.
Nos visitó asimismo el Duque de Orleans, futuro rey de Francia con el
nombre de Luis Felipe I. Llegó en compañía de sus hermanos, el Duque
de Montpensier y el Conde Beaujolais. La visita de los príncipes de
Orleans fue un acontecimiento social. La Condesa de Jibacoa puso su
casa a disposición de los franceses, pagó sus gastos y dio a Luis
Felipe, a su salida de Cuba, una bolsa con mil onzas de oro.
Muy generoso fue asimismo don Martín Aróstegui y Herrera, que
suministró a los príncipes en calidad de préstamo una bonita suma de
dinero cuya devolución se negó a aceptar. Se dice que Luis Felipe se
dirigía a él como <<mi amigo Martín>> y que le envió de regalo el
retrato de su madre dibujado por David, cuando en 1838 el Príncipe de
Joiunville, su hijo, visitó La Habana con dicha encomienda.
Vivió en La Habana María Antonieta de Francia. El imaginario popular
situó su arribo a fines de la década de 1920. Vestida de blanco,
deambula sin cabeza por el Salón de los Pasos Perdidos del Capitolio
de La Habana. Nadie ha conseguido hablarle. Es extremadamente
asustadiza y huye ante los extraños.










-- 
Ciro Bianchi Ross
cbianchi@enet.cu
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