sábado, 2 de noviembre de 2013

FRAGMENTO DE UNA NOVELA QUE ESPERA EDITOR

Eligio Damas Iglesia de Río Caribe, Estado Sucre Nota: Fragmento de una novela que, presunciones de uno, espera ya triste, desconsolada y hasta cansada, en una gaveta de un editor o editorial oficial, su turno o que, de repente, se percaten de su modesta existencia. Es esta una de las cinco que he escrito. Una de ellas se ganó el premio que otorga el IPASME y otra está ahora concursando. Cuando salió del pueblo, como acompañante del conductor de una camioneta destartalada, llevó consigo toda la inocencia del mundo, mal disimulada en mañas y resabios aprendidos por allí, en correrías bulliciosas de la playa, frecuentes y prolongadas tertulias con pescadores, en sitios nocturnos que la mayoría de los muchachos del pueblo nunca visitaban; es decir, en unas relaciones azarosas y sin vigilancia familiar. Y eran esos resabios y mañas más abundantes que los enseres que portaba. Caracas era “La Meca” de los venezolanos. Pobres y ricos, salidos de todas partes del extenso país, a ella confluían a buscar bienes de Dios. Por algo, a la “Sultana del Avila”, también le llamaron “la sucursal del cielo”. El ingreso nacional determinantemente se invertía en Caracas, lo que hizo de ella un espejismo. Hacia allá se dirigía, más que todo por romper el cerco que el pueblo natal le había tendido. Sus aspiraciones eran pocas, pero estaban más allá de lo poco que hasta ese día la vida le había dado. Se levantó muy temprano, con los primeros cantos de gallo y las voces estentóreas de los pescadores que ya bajaban a la playa; con sus pocas cosas llenó una caja de cartón que ató con una delgada cuerda de una vieja atarraya y tomó camino hacia los “tres palos”, aquel punto referencial en la vía hacia Carúpano. El mismo que, según los decires de la gente, en las noches, servía de escenario para el aquelarre de brujos, brujas y todas las almas en pena. Y para la gente de aquel pueblo, esas almas en penitencia, eran tantas como tumbas en el viejo cementerio había. Pero, pese a que aún era hora de aquelarre, cuando el muchacho llegó taciturno, con su carga de sueños y decrépita caja de cartón, los espíritus y espantos, brujas y brujos, que allí giraban en tropel, como por acto de magia, se esfumaron. Los pensamientos y expectativas del muchacho eran tantos que no había posibilidad alguna que aquellas le llamasen la atención. Un rato estuvo caminando entre los tres postes de madera, instalados allí sin el saber de nadie por quién ni para qué. No tardó mucho en observar que desde el pueblo, hacia donde él se encontraba, venía subiendo una vieja camioneta que tosía y chirriaba por el agotamiento. La obsesión por Caracas, y no otro sitio, le venía del espejismo dejado regado por allí, en retazos, por los familiares y conocidos que de allá venían. Él, a unos cuantos había visto salir del pueblo casi en cueros y luego regresar de visita derrochando pinta y aires de regocijo y hasta felicidad. Como si la taciturnidad y el abatimiento de antes hubiesen abandonados sus cuerpos después como ágiles y hasta erguidos. Y las oraciones, “Caracas es la sucursal del cielo y de allá no me vengo más nunca”, pronunciadas con tanta vehemencia, en él se grabaron y convirtieron en una consigna y un propósito. Por ese empeño y hasta entusiasta decisión, los vientos fríos que subían raudos desde la costa hasta allá, al empinado sitio donde se erguían los tres palos, y la polvareda que allí se levantaba, formando remolino, en nada incomodaban al muchacho que ágil e incansable correteaba entre los palos. Cuando sintió el toser fuerte del motor y el incesante crujir de la camioneta, se plantó en el centro del camino, dispuesto a imponer su voluntad. Llevaba consigo todo el aprendizaje adquirido en sus correrías en pandillas por las calles del pueblo; la zorrerìa, aún pueril en él, descubierta entre los pescadores de la playa y en las juntas nocturnas, bajo la luz mortecina de los postes y a las puertas de bodegas que en las noches expendían aguardiente. De la escuela poco agradecimiento guardaba, porque a ella rara vez acudió. Las amenazas, castigos, verbales y físicos, de nada sirvieron para que admitiese, por lo menos, la obligación de someterse a la disciplina de aquella aula triste y desolada, con treinta muchachos adentro, de guardapolvo gris y mirada adormilada, cuidados por una maestra flaca y encorvada. Los asuntos, diferencias en el grupo adolescente extraescolar, se resolvían a puño limpio, hasta que uno de los adversarios se declarase vencido. Apelaban al reto de trazar dos líneas en el suelo, una frente a cada contrincante, a las que se les identificaba como la madre de cada uno de ellos. La línea trazada perpendicularmente a los pies de uno representaba la madre del otro. Si aquel pisaba esa línea o la traspasaba, se entendía como una declaración de guerra, que sólo admitía la rendición incondicional del adversario, lo que implicaba una declaración de cobardía o el inicio de las hostilidades hasta el “final” Cuando se le pregunta al respecto, afirma entre risas de satisfacción y convicción, que salió del pueblo “más por fastidio que por otra cosa”. Iba en busca de nuevas aventuras que lo liberasen del hacer hoy exactamente lo mismo de ayer. Porque a él el pueblo ya se la había hecho chiquito para todo y se lo sabía de memoria. - Me cansé de la misma vaina de todos los días. De ver las mismas caras; escuchar exactamente los mismos lamentos y los gritos de ¡muchacho del carajo, quítate de aquí y de allá y más acá! Que a uno lo calificasen como cosa que para nada sirve. Es decir, que a algunos de los muchachos, aquellos que andábamos por allí como realengos, nos tratasen como estorbo o piedra que rueda de aquí a allá, según el gusto de cada transeúnte. Y ese proceder también me fastidió. -- Publicado por Eligio Damas para BLOG DE ELIGIO DAMAS el 11/02/2013 08:44:00 a.m.

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