lunes, 16 de julio de 2018

FRAY OLALLO

Fray Olallo
Ciro Bianchi Ross
ciro@juventudrebelde.cu

El padre Olallo no hizo milagros, pero en Camagüey se le tiene como un
santo. Era un adolescente cuando, ya como profeso de la Orden
Hospitalaria de San Juan de Dios, fue destinado a uno de los
hospitales civiles de esa ciudad a fin de que completara su formación
religiosa y profesional. En el hospital de San Juan de Dios, durante
54 años, se dedicó al cuidado del enfermo, del más necesitado, del
marginado.
Eran tiempos en los que un solo médico atendía los tres hospitales
civiles de la localidad y no era raro que, en épocas de epidemias, los
pacientes tuvieran que amontonarse en patios y pasillos de esas casas
de salud o de… muerte. Para aliviar tantas calamidades, Olallo, en
la práctica de todos los días, se hizo cirujano, boticario y
dentista, pero siguió asumiendo con humildad las labores más
desagradables, como las de botar orinales, bañar a enfermos, lavar
paños ensangrentados, cargar cadáveres...
Aunque le llamaban Padre Olallo nunca quiso ordenarse sacerdote porque
no se consideraba digno de tal distinción y prefirió seguir con sus
enfermos para los que fue, unas veces, el hombre que trataba de
ofrecerles la mejor atención médica posible, y, en otras, el religioso
que les ayudaba a morir en paz. Mortificaba su cuerpo con ayunos
constantes y largas vigilias. Aún así encontraba tiempo para enseñar a
leer y a escribir a los niños pobres de la barriada en un aula que
habilitó en el propio hospital.
Hace algunos años, en la Plaza de la Libertad, de la ciudad de
Camagüey, tuvo lugar la ceremonia de beatificación de fray José Olallo
Valdés, hermano hospitalario de la Orden de San Juan de Dios. El acto,
presidido por el cardenal José Saraiva Martins, prefecto emérito de la
Congregación para la Causa de los Santos del Vaticano, y que contó con
la asistencia del entonces presidente Raúl Castro, fue la culminación
de un largo sumario que tuvo uno de sus hitos esenciales en 1990
cuando fueron remitidas a Roma las actas finales de la documentación
del proceso diocesano que avalaban la beatificación de fray Olallo.
Más de quince años después, el Papa Benedicto XVI reconoció a Olallo
como Venerable al firmar los decretos que proclamaban sus virtudes
heroicas. Se abrió entonces otra espera hasta que Su Santidad firmó la
Carta Apostólica en la que declaró Beato a fray Olallo, con lo que la
Iglesia Católica podrá rendirle culto público.
PICHÓN DE CURA
Desde el portal de su casa, en el punto más elevado de la Sierra de
Cubitas, el propietario de la finca Las Cocinas Altas, vio que se
abría la talanquera del batey para dar paso a dos jinetes. No
demoraron en llegar a su presencia. A uno de ellos, que resultó ser
José Olallo Valdés, lo veía por primera vez en su vida. El otro era
un viejo vecino.
-Buenos días, don José –dijo el vecino. Aquí le traigo a este pichón
de cura… No puede seguir hasta el pueblo pues está derrengado.
El aspecto de Olallo, con 15 años de edad entonces, era, en verdad,
deplorable. Los siete días que demoró su travesía marítima entre La
Habana y el pequeño embarcadero de La Guanaja, en la costa
camagüeyana, fueron para él de constante mareo y malestar. Y a ello se
sumaban las doce leguas de mal camino recorridas a caballo desde el
desembarco. Nunca antes había cabalgado y lucía maltrecho, su rostro
era la estampa del dolor y la bata blanca que llevaba, a guisa de
sotana, estaba manchada por el barro rojo de aquellos lugares. Sus
muslos y asentaderas eran una llaga viva y la fiebre comenzaba a hacer
estragos en su cuerpo.
«Después de cinco o seis días de descanso, y de curarle sus llagas de
acuerdo con los tiempos aquellos, conducido por mi abuelo y otro
vecino, fue traído a Puerto Príncipe, y llevado al hospital de San
Juan de Dios…», escribe Abel Marrero Companioni, nieto del propietario
de Las Cocinas Altas, en su libro Tradiciones camagüeyanas. Andando
el tiempo el propio Marrero Companioni llegaría a conocer
personalmente a fray Olallo pues la casa de su familia se ubicaba
frente la misma plaza donde se erigía el hospital.
Era un establecimiento exclusivo para hombres: blancos pobres,
esclavos, negros y pardos libres, presidiarios y bandoleros heridos.
Si un bandolero fallecía en un enfrentamiento con la fuerza pública,
se expedía allí el correspondiente certificado de defunción. Al
estallar la Guerra Grande (1868) el hospital empezó a recibir
soldados del Ejército Libertador capturados heridos por los españoles.
Olallo había sido mandado a Camagüey en días críticos para la
ciudad. Debía reforzar el hospital en un momento en que una epidemia
de cólera sembraba el espanto y la muerte entre los principeños. Ese
fue su comienzo en la vida hospitalaria. Refiere Marrero Companioni,
que lo escuchó de boca de testigos presenciales, que pasaba todo el
tiempo al lado de los enfermos y moribundos, lo que hizo que, precisa
el cronista, a pesar de su corta edad empezara a revelarse como un
iluminado en aquel antro de dolor y miseria donde fallecían entre 30 y
35 enfermos por jornada. Mantendría la misma consagración cuando otros
brotes de cólera y también de viruela y fiebre amarilla ocasionaron
víctimas cuantiosas en la urbe.
Esa dedicación le valió que, ya con 36 años de edad, se le
promoviera a Enfermero Mayor del hospital. Pero Olallo siguió siendo
el mismo de siempre: el más humilde de los empleados, dispuesto, de
manera invariable, a atender al que lo necesitara. Era, afirman los
que lo conocieron, dulce y afable por naturaleza y con verdadera
vocación para las funciones que asumía. Respetuoso y comedido. Solo
una orden se negó a cumplir. Se opuso con firmeza a la disposición que
establecía negarle auxilio a aquellos heridos que llegaban
espontáneamente al hospital, sin previo conocimiento de las
autoridades. La medida le pareció inhumana y se rebeló contra ella. No
aguardaría por permiso alguno para aliviar el dolor o salvar la vida
de un desgraciado. Cumpliría su misión sin importarle las
consecuencias.
EL CADÁVER DE AGRAMONTE
La misma valentía mostró Olallo en el amanecer del 12 de mayo de 1873.
Una columna española irrumpió en la plaza de San Juan de Dios.
Conducía a varios heridos y el cadáver de un hombre doblado sobre el
lomo de un caballo. Era el del mayor general Ignacio Agramonte, muerto
el día anterior en el combate de Jimaguayú.
Dos soldados desataron las sogas que sujetaban el cadáver y el cuerpo
sin vida del Bayardo de la Revolución Cubana, sucio de sangre y lodo,
cayó al pavimento y quedó a la vista de vecinos y curiosos.
Olallo no podía permitir el escarnio. Ordenó que una camilla
condujera el cadáver al interior del hospital y limpió el rostro de El
Mayor con su propio pañuelo. Pronto se sumó a Olallo el sacerdote
Manuel Martínez Saltage –«muy buen cubano», apunta Marrero Companioni-
y juntos rezaron durante varios minutos. Al final, otra vez volvió
Olallo a limpiar el rostro maltratado del mambí.
Una versión similar a la de Marrero Companioni ofrece Eugenio
Betancourt, nieto de El Mayor. Dice que fray Olallo y el padre Manuel
lavaron con aguardiente la cara del patriota y tendieron el cadáver en
un pasillo del hospital. Así lo corrobora el acta del inspector
Antonio Olarte, que cita Betancourt. Expresa dicho documento que el
cuerpo de Agramonte estaba colocado en unas andas de madera teñidas de
negro, boca arriba, con las piernas y los brazos extendidos, y apoyada
la cabeza en una almohada.
EXPÓSITO
José Olallo Valdés nació en La Habana, en 1820. Nunca supo quiénes
fueron sus padres. Lo depositaron en la Casa Cuna de San José, en
esta capital. Lo acompañaba una nota donde se afirmaba que había
nacido el 20 de febrero. No se sabe qué decidió su vocación por la
asistencia de enfermos y desvalidos. Lo cierto es que llegó a
convertirse en el alma mater del hospital de San Juan de Dios. Fueron
exitosas muchas de las intervenciones quirúrgicas que se vio obligado
a acometer de urgencia y los cuidados que prodigaba evitaron la
gangrena hospitalaria en numerosos pacientes. Jamás preguntó a un
enfermo si era cubano o español, esclavo o liberto. En los más de
cincuenta años que pasó en ese establecimiento no faltó a su trabajo
un solo día ni durmió fuera una sola noche. En su pequeña celda solo
disponía del mísero catre que usó durante todo ese tiempo. Olallo
llegó a Camagüey como súbdito de la Orden Hospitalaria de San Juan de
Dios y, con el tiempo, ascendió a superior responsable. Pero durante
los últimos trece años de su vida sería el único miembro de esa
comunidad religiosa en Cuba y en América.
En 1888 una epidemia de viruela causó estragos en Camagüey. El padre
Olallo, ya con 68 años de edad, tiene la salud quebrantada y anda casi
sin fuerzas. Aun así se le ve junto a los enfermos que mueren por
decenas. No puede devolverles la salud a todos, pero les lleva el
consuelo espiritual, les trasmite una frase amable, les hace sentir un
gesto de cariño.
«Ya hacía meses que casi no podía andar, encorvado, con su hermosa
cabellera blanca, su rostro aguileño, con una cerrada barba también
muy blanca y su mirada triste del que avizora la muerte, así lo
recordamos en nuestros doce años; ya casi no salía de su humilde celda
al fondo del hospital, hasta que el día 7 de marzo de 1889 dejó de
latir su generoso corazón…”, escribe Abel Marrero Companioni en sus
Tradiciones camagüeyanas.
La noticia conmovió a la sociedad principela. Los periódicos se
hicieron eco de la triste nueva y exaltaron las virtudes del difunto
fraile. Dijo el periódico El Pueblo: «El padre Olallo es de esos
seres que al abandonar la vida dejan tras sí esa luminosa estela de
bondad sublime, piadosa compasión, de inmaculada virtud exenta de todo
egoísmo, sin mancilla de hipocresía». Y otro diario: «El Camagüey está
de luto. Un pesar inmenso lo apena. Todo el que tenga corazón de
hombre y sepa lo que significa la palabra gratitud, ha llorado».
El Arzobispo de La Habana se trasladó a Camagüey para asistir a los
funerales de Olallo. En espera de la llegada del prelado, el cadáver
permaneció insepulto durante tres días y a lo largo de todo ese tiempo
una muchedumbre enorme oró en voz alta y de rodillas en la plaza y en
los portales del hospital. El entierro se convirtió en una
manifestación de duelo gigantesca.
El pueblo camagüeyano le levantó al padre Olallo un sencillo
monumento en la necrópolis de la ciudad. Y ya en la República, el
Ayuntamiento dio su nombre a la calle de Los Pobres. «Mis hermanos los
pobres», afirmaba el fraile cuando se refería a esa calle.
Nunca faltaron flores ni ruegos en su tumba.
(Con documentación de Marrero Companioni, Rico Hernández y Cruz Palenzuela.)



--
Ciro Bianchi Ross
cbianchi@enet.cu
http://wwwcirobianchi.blogia.com/
http://cbianchiross.blogia.com/

No hay comentarios:

Publicar un comentario