Así murió el Generalísimo
Ciro Bianchi Ross
ciro@juventudrebelde.cu
Invita Máximo Gómez a su esposa Manana a visitar Santiago de Cuba y la
propuesta llena de júbilo a la familia pues los acompañarán sus hijas
Clemencia y Margarita. Quiere el viejo guerrero abrazar a su hijo
Maxito, a Candita, la esposa de este, y a los pequeños nietos, y, de
paso, que sus hijas conozcan la bella capital oriental. Ese es el
motivo visible del viaje. Abriga además el General una segunda
intención: impugnar los planes reeleccionistas del presidente Tomás
Estrada Palma y promover la candidatura presidencial del general
Emilio Núñez. Corría el mes de mayo de 1905. Pocas semanas después, el
17 de junio, hace hoy 113 años, el General en Jefe del Ejército
Libertador era cadáver. El Napoleón de la Guerrilla, como le llamaron
los ingleses, el hombre que había desafiado a la muerte en unos 235
combates sin sufrir más que dos heridas, moría en su cama fulminado
por la septicemia.
En los tiempos precedentes al viaje ha estado alejado de la vida
pública. El sueño cubano de libertad e independencia se frustró por la
ocupación militar que siguió a la intervención norteamericana en la
guerra contra España, y él se erige, ya en la paz, como un factor de
unidad y equilibrio, ajeno al desempeño de cualquier posición
política, incluso la Presidencia de la República, que rechazó de
manera tajante. Pero la intransigencia y los desplantes del gobierno
lo mantuvieron momentáneamente apartado hasta que lo sacan de su
retiro los propósitos del Presidente de prorrogarse en el poder. De
vuelta a la brega, asiste a juntas y hace declaraciones. Ve el
descontento popular e intuye la convulsión que se avecina. Dice a sus
íntimos: «Siento barruntos de Revolución».
ENFERMO DE POPULARIDAD
Necesita por otra parte ese viaje. Los años de guerra y el duro y
largo peregrinar por tierras americanas resintieron su cuerpo de
acero. Las privaciones, la vida a la intemperie, las largas cabalgatas
hicieron mella en su organismo. Siente que le faltan fuerzas y bien
merece un descanso al lado de su familia. Sigue siendo un ídolo, y la
plácida estancia en Santiago le reafirma, como si acaso lo necesitara,
que su arraigo y ascendencia están intactos y siguen siendo enormes.
La gente le cierra el paso en la calle. Todos quieren verlo y
saludarlo. Una noche se queja el General de un dolor en la mano
derecha, que tantos han insistido en estrechar en las jornadas
precedentes. Un dolor que se manifiesta justo en el sitio donde días
antes se hizo una pequeña herida. El malestar tolerable y
aparentemente pasajero y sin importancia, se complica. Hay infección y
sobreviene la fiebre, y se dispone de inmediato el regreso a La
Habana. Así lo determina el doctor José Pareda, su médico de cabecera,
que lo acompaña, y que ha diagnosticado una pihoemia. En verdad, el
mayor general Máximo Gómez ha enfermado de popularidad.
En un tren especial sale hacia La Habana el ilustre paciente. Lo
acompañan sus familiares, los doctores Pareda, Guimerá y Martínez
Ferrer y una enfermera, y los generales Valiente y Nodarse, del
Ejército Libertador. Como el médico principal que lo asiste ha
indicado que no se le lleve a su casa de la calle Galiano, que el
pueblo le regaló, su hijo Urbano se ha anticipado para las gestiones
pertinentes, pero el gobierno, que vota un presupuesto para cubrir los
gastos que reporte la enfermedad, alquila, para que viva o muera en
ella, la residencia de Quinta a esquina a D, en el Vedado, cercana al
mar, ocupada hasta poco antes por la legación alemana, y que se
amuebla convenientemente.
Gómez nada tiene y nada pide. No aceptó la paga que le hubiera
correspondido como Mayor General. Precisamente su negativa a respaldar
el empréstito que garantizaría el licenciamiento de los mambises, le
había traído, en 1899, la animadversión de la Asamblea del Cerro que
terminó destituyéndolo como General en Jefe del Ejército Libertador y
donde no faltaron voces que le echaron en cara su condición de
extranjero, lo conminaron a marcharse y llegaron a pedir incluso su
fusilamiento. Lo que cobró por la venta de sus propiedades en Santo
Domingo debió emplearlo en honrar sus deudas. No ha sido nunca hombre
de excesos. Durante la guerra, a la hora del rancho, su comida era la
misma que la del último soldado; dispuesto a compartir el pedazo de
jutía o alguna de las cañas de azúcar que en un canutillo mantenía
siempre cerca de sí. Atadas a la montura llevaba sus únicas
propiedades: un costurero con hilo y agujas, el álbum con las fotos de
sus hijos y el jarrito para el agua y el café.
CON HONORES DE JEFE DE ESTADO
En Matanzas, abordan el tren miembros del gabinete de Estrada Palma.
Son los generales Fernando Freyre de Andrade y Juan Rius Rivera,
secretarios (ministros) de Gobernación y Hacienda, respectivamente.
También el secretario de Obras Públicas, Rafael Montalvo, el
secretario del Presidente, el Gobernador de La Habana y Domingo Méndez
Capote, presidente del Senado y rector del gubernamental Partido
Moderado. Sube también al tren el general Emilio Núñez. Acompañarán
al enfermo hasta La Habana. En la capital, una multitud compacta lo
espera en la estación ferroviaria de Villanueva (donde está el
Capitolio) pero en la Quinta de los Molinos el tren hace una parada
para que desciendan los viajeros. Los espera uno de los ayudantes de
don Tomás y en coche, se trasladarán al sitio escogido.
El General empeora por horas. Sube la fiebre, desvaría, los
escalofríos son insoportables. Persiste la debilidad general y se
detecta un absceso hepático a punto de supurar. El día 11 su estado
era ya de gravedad extrema y Gómez estaba consciente del final
irremediable. El 12, por la noche, lo visitó el general Emilio Núñez,
uno de los pocos que tuvo acceso en todo momento a la alcoba de
paciente.
-Se te va tu amigo —dijo. Núñez rompió a llorar y Gómez tuvo fuerzas
aún para consolarlo.
El 17, por la mañana, el guerrero se despidió de su esposa y de sus
hijos. A las cuatro llegan a visitarlo el secretario (ministro) de
Gobernación y el jefe de la Guardia Rural, general Alejandro
Rodríguez. No es una mera visita de cortesía, sino una negociación.
Se interesan por saber si la familia estima oportuna la visita del
presidente Estrada Palma, aquel hombre a quien Gómez llamaba Tomasito
y del que lo han separado sus arbitrariedades y ambiciones. A esa
hora, el General da una orden, la última de su vida. Antes de caer en
un letargo del que no saldría ya, dice a los que lo rodean:
-Lo reclamo. Si estoy muerto, enterradme, caballeros.
Faltan quince minutos para las seis cuando arriba el mandatario a la
casa de Quinta y D. El paciente había entrado ya en agonía. A las seis
en punto de la tarde, el doctor Pareda, da la noticia, no por esperada
menos dolorosa. Dice: «Señores, el General ha muerto».
El cadáver fue medido y los escultores Fernando Adelantado y Miguel
Meleros hicieron sendas mascarillas mortuorias. Se embalsamó el cuerpo
y se colocó en la sala principal de la casa.
A las 11:30 de la noche el Senado, en sesión extraordinaria,
declaraba Luto Nacional los días 18, 19 y 20 de junio, y establecía
que los cuerpos armados guardaran duelo oficial durante nueve.
Disponía que las honras fúnebres tuvieran carácter nacional y votaba
un presupuesto de hasta 15 000 pesos para los gastos del sepelio. El
cadáver sería velado en el Salón Rojo del Palacio Presidencial
(antiguo de los Capitanes Generales) y se tributarían al difunto las
honras correspondientes a un Presidente de la República. Poco después
se reunía la Cámara de Representes y aprobaba, también por unanimidad,
el proyecto del Senado que, sancionado por Estrada Palma, se convertía
en ley y se publicaba de inmediato en una edición extraordinaria de la
Gaceta oficial. Mientras, el Presidente de la República daba a conocer
una Proclama al país:
«El mayor general Máximo Gómez, General en Jefe del Ejército
Libertador, ha muerto. No hay un solo corazón en Cuba que no se sienta
herido por tan rudo golpe; la pérdida es irreparable. Toda la nación
está de duelo, y estando todos identificados con el mismo sentimiento
de pesar profundo, el gobierno no necesita estimularlo para que sea
universal, de un extremo a otro de la Isla, el espontáneo testimonio,
público y privado, de intenso dolor”.
Se difunde la noticia. Cuba entera está de luto. Consternado, el
pueblo llora y se aglomera frente a la casa. También llora Manana en
una de las habitaciones, desconsolada por el golpe demoledor. Minutos
después de la hora convenida, los hijos de Gómez —Máximo, Urbano,
Bernardo y Andrés— cargan el féretro en hombros y lo sacan a la calle.
Cubren el ataúd, en el Salón Rojo, las banderas de Cuba y de Santo
Domingo. Acude el gobierno en pleno, se hacen presentes los
parlamentarios, altos oficiales del Ejército Libertador, las clases
vivas… ¿Y el pueblo? Clemencia se percata que el cadáver permanece
aislado de los sectores humildes y reclama su presencia. Pregunta
airada: «¿Dónde está ese pueblo que liberó mi padre?». Es entonces
que comienza el desfile de los desposeídos, interminable.
El erudito dominicano Pedro Henríquez Ureña, testigo de los hechos,
escribiría:
«Estaba prohibido hacer música y no se oía vibrar un piano ni sonar
uno de los muchos fonógrafos de La Habana. Cada media hora, durante
tres días, disparaba el cañón de la fortaleza de La Cabaña; y cada
hora tañían las campanas de los templos. Cerrados los teatros, las
oficinas, los establecimientos, ofrecían las calles llenas de
colgaduras negras y banderas enlutadas, un aspecto extraño con las
multitudes que discurrían convergiendo hacia el Palacio».
La Isla quedó paralizada.
EL SEPELIO MÁS GRANDE
A las tres de la tarde del martes 20 de junio, al toque de veinte y un
cañonazos, sale el cortejo fúnebre desde el Palacio Presidencial con
destino a la necrópolis de Colón. Es el sepelio más grande que se haya
visto en Cuba hasta ese momento. Veinte carruajes y dos largas hileras
de personas se requieren para trasladar las ofrendas florales. Hay
alteraciones del orden en Galiano y San Rafael y en Reina y Belascoaín
porque la multitud insiste en llevar el féretro en hombros y en esos
lugares, y también en el cementerio, la fuerza pública trata de
controlar la muchedumbre a golpes. Por suerte, los ánimos se calman
cuando José Cruz y Juan Barrena, los cornetas de siempre del General,
tocan silencio y generala, el toque que tantas veces acompañó los
combates en la manigua insurrecta. Los generales mambises Bernabé
Boza, Emilio Núñez, Pedro Díaz y Javier de la Vega sacan el ataúd del
carruaje que lo condujo a la necrópolis y lo depositan en la fosa.
No hubo despedida de duelo.
(Fuentes: Textos de Minerva Isa y Eunice Lluberes; Eduardo Robreño y
José M. González Delgado)
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Ciro Bianchi Ross
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