Federico Villoch, postalista
Ciro Bianchi Ross
ciro@juventudrebelde.cu
Se calcula que escribió unas cuatrocientas obras de teatro. Por su
facilidad para escribir y la rapidez con que lo hacía se le llamó «el
Lope de Vega cubano» por aquello de que escribía en la mañana,
ensayaba en la tarde y estrenaba en la noche. Aunque hizo muchos
reportajes y artículos, sobresalió sobre todo en la crónica. «Viejas
postales descoloridas» fue el título de su columna en el Diario de la
Marina, páginas que sin bien abordaban hechos y personajes del pasado,
de ahí lo de viejas, estuvieron siempre llenas de vida y color. Por
aquellas postales, referidas por lo general a La Habana, Federico
Villoch se llamó a sí mismo el postalista. Un habanero definitivo a
pesar de no haber nacido en la capital.
Fama, éxitos continuados, afectos familiares, una buena y saneada
fortuna fruto del trabajo, conquista Federico Villoch gracias al
teatro Alhambra, del que fue empresario y accionista. El 28 de
febrero de 1935, a las doce y dieciocho minutos de la noche, se
desploma el vestíbulo del coliseo de Consulado y Virtudes. Entonces,
escribe Eduardo Robreño, se derrumbó también el alma de Villoch. A la
mañana siguiente, al reclamo de la Policía, se vio a actores y
técnicos del establecimiento recoger sus pertenencias entre los
escombros. Con ellos estaba Villoch que guardó con singular cariño los
bultos que contenían sus obras, «pedazos y jirones de su vida, dice
Robreño, que celosamente llevaría a su casa».
Prosigue su relato el autor de Cómo lo pienso lo digo:
«Pero hombre de acción literaria infatigable, comenzó una nueva
tarea. Volvió al periodismo. Esta vez ya no era el repórter ágil de
La Iberia o La Unión Constitucional, tratando de captar la noticia
sobre la renuncia de Martínez Campos o la reacción del gobierno
español ante la explosión del Maine.
«Ahora era el costumbrista de fina prosa y hondos conocimientos del
alma criolla, que iba a verter en artículos a los que tituló «Viejas
postales»… los firmes trazos de una gran obra pictórica».
Se trataba de un singular tipo de estampas. Nueva modalidad de la
tradición creada por el peruano Ricardo Palma y que aclimató en Cuba
el escritor español Álvaro de la Iglesia. Mezcla de testimonio y
chisme, es decir, de la historia y el rumor popular, escribe Juan J.
Remos. Precisa: «El postalista rememora y admite también la voz de la
calle. Su originalidad en el método estriba en que mientras la
tradición se nutre en archivos y bibliotecas, las postales reaniman
episodios vividos por el autor, y en que si los personajes que
desfilan por aquellas han sido extraídos de folios empolvados, los que
están iluminados en estas vivaquean en la memoria de su evocador».
Poeta, fue en sus mocedades el cantor de la bohemia literaria —«Otra
Mimí», «Desde el hospital», «Los días del bohemio»…—. Sugerente
prosista en sus Cuentos a Juana, que dio a conocer en La Habana
Elegante, Villoch debió al teatro la enorme popularidad que conoció en
su tiempo, y en esa línea es autor de La casita criolla, La danza de
los millones y La isla de las cotorras, entre otras obras que escribió
para que subieran a escena en el Alhambra y que merecen recordarse.
Más que autor teatral, se valoró siempre como periodista. Poco antes
de su muerte, escribía en el Álbum del cincuentenario de la Asociación
de Reporters; 1902-1952:
«Mucho podemos hablar del teatro cubano, pero también podemos
referirnos a nuestra producción periodística que desde los dieciocho
años venimos practicando con el mayor cariño. Antes que autor teatral
fuimos, somos y seremos periodistas y bien lo demuestra nuestra
copiosa labor en los semanarios El Fígaro y La Habana Elegante, de
Pichardo y Hernández Millares, respectivamente, y nuestro diario
aporte a los grandes rotativos La Iberia, La Lucha, El Comercio, La
Unión Constitucional, y luego el Diario de la Marina y Carteles, sin
olvidar aquel popular semanario, La Caricatura, en el que, durante
veinte años, escribimos la crónica semanal…»
Tres fotos de Villoch ilustraban su nota en el Álbum. Una, lo captó
a sus veinte años; recién comenzado como reportero. Otra, a los
treinta y cinco, ascendido ya a redactor, mientras que la restante lo
muestra a los cincuenta años, cuando, junto con su socio, al actor
Regino López acometía la llamada temporada alhambresca que duró
treinta cinco años consecutivos. Acota: «Y no enviamos una cuarta
fotografía porque ya hemos cumplido los 85, y como dijo alguien: No
está la Magdalena para tafetanes».
POSTALES
Federico Villoch nació en Ceiba Mocha, Matanzas, en 1868. Su padre era
jefe de la estación local del ferrocarril y propietario de una finca
que aseguraba a la familia un desahogado pasar. Quedó huérfano de
madre a los dos años, y el padre, preocupado por la educación del
niño, lo envió a residir a La Habana. Tendría unos diez años cuando,
en el Liceo de Guanabacoa, escucharía una disertación de José Martí.
De seguro poco entendió de la peroración del orador, pero su palabra
y su presencia lo impresionarían para siempre.
Curiosamente, años después, le tocaría conocer a Antonio Maceo. En
una de sus «Viejas postales descoloridas», contaba Villoch que una
mañana de invierno, en que caminaba hacia el Instituto de Segunda
Enseñanza de La Habana, en el sitio que ocupa hoy la Universidad de
San Gerónimo, se cruzó con Maceo en la esquina de Obispo y Bernaza.
Venía Maceo del hotel Inglaterra, donde se hospedaba, e iba rumbo a
la Plaza de Armas. Villoch, como es de suponer, le cedió el paso y
bajó a todo lo largo de la calle Obispo detrás del General, «teniendo
ocasión de medir a sus anchas y de apreciar en todo su poder la
prestancia majestuosa de aquel escogido ejemplar de la raza humana».
Añadía: «El General marchaba sonriente —tenía una recia y blanca
dentadura perfecta— devolviendo atentos saludos a derecha e izquierda…
La gente salía a las puertas para verlo pasar.
«Vestía una irreprochable entallada levita inglesa, del más fino
paño negro; pantalones de casimir, a pequeños cuadros negros y
blancos, de los llamados “todos tenemos”, y calzaba borceguíes de
charol, de botas de paño; y se tocaba con una brillante chistera de
pelo, manejando con elegante destreza y soltura una caña de magnífico
puño de oro… Marchaba a pasos sólidos, iguales; como si lo hiciese al
acompasado ritmo de un inevitable redoblante que sonara desde lo alto
de la gloria…»
Mucho le tocó ver al postalista. En la bahía de La Habana vio como el
acorazado Maine «ardía en una inmensa pira acompañada de formidables
explosiones que se coronaban, como en las piezas de fuegos
artificiales, con infinitas luces rojas, verdes, azules, amarillas…»
En otra postal evoca, de mano maestra, aquel 1 de enero de 1898,
cuando España concedió la autonomía a la Colonia y el gobierno
autonómico se instaló en el Palacio de Villalba, frente a la Plaza de
las Ursulinas. Ese día, se hallaba Villoch en la sastrería de Alonso,
en Obispo entre Aguacate y Villegas —acera de los pares— cuando
escuchó cada vez más cerca toques de clarines, chocar de cascos de
caballo sobre el adoquinado de la calle, sonar de sables de
caballería, voces… A poco vio desfilar ante el establecimiento al
Capitán General Ramón Blanco y Erenas, Marqués de Peña Plata,
acompañado de sus ayudantes, en la carretela de lujo de Palacio, y
seguido de su Estado Mayor, todos de gran gala, con bicornios, plumas
y dorados galones; detrás, cerrando la comitiva, un pelotón de
caballería. Iban a proclamar la autonomía y a instaurarla. Precisa
Villoch, observador penetrante, que el Capitán General llevaba tal
«cara de pesadumbre y desencanto que daba grima vérsela».
«Presentía como todos la inutilidad del esfuerzo y lo tardío del
procedimiento, acota el postalista. Para lo que aquello iba a durar,
más hubiera valido dar marcha atrás y esperar los acontecimientos
tranquilamente sentados en los butacones del palacio de la Plaza de
Armas. No obstante, por amor al ideal y para rendirle el postrer
tributo de adhesión, los sostenedores de la autonomía aceptaron el
sacrificio y arrastraron los vituperios y anatemas que sus hermanos
del campo de Cuba Libre iban a prodigarles… Fueron, pues, al Gobierno
como el que va al matadero. Los autonomistas fueron los girondinos de
Cuba».
El pueblo llamó a la cámara autonómica, «la cámara frigorífica»
puesto que su objetivo no era otro que el de mantener el cadáver de la
Colonia. Villoch, que reportaba para la prensa el día a día de aquel
gobierno, lo vio como una academia, un torneo donde la oratoria
autonomista dio prueba de sus méritos indiscutibles, y donde se sabía
que ninguna de sus leyes iba a arraigar en un país asolado por la
Guerra. Dice: «Respirábase en el salón de sesiones de la Cámara una
atmósfera letal e insoportable… Se retiraba uno todas las tardes de
aquel local con la duda de si al día siguiente se continuarían
celebrando las sesiones… Todo respondía a la indiferencia de una
situación visiblemente pasajera». No obstante la alta moralidad y
prestigio de don Rafael Montoro, Ministro de Hacienda de aquel
Gobierno Autonómico, no dejaba cuenta por cobrar ni gasto sin su
correspondiente justificación.
AMIGO DE CASAL
Fue amigo de Julián del Casal, con quien se identificó en lo literario
y a quien, a su muerte, sustituyó como cronista en La Caricatura.
Tuvo además lazos de amistad con Manuel Sanguily y Juan Gualberto
Gómez Un valioso servicio prestó al país en sus días de secretario
del Alcalde de La Habana. Redactaba las cartas que este remitía a
Antonio Cánovas del Castillo, presidente del Gobierno español, y le
trasmitía en ellas la información que otros callaban sobre la
situación nacional.
Su primera obra teatral, La mulata María, se estrenó en el teatro
Irijoa (actual Martí) en 1896. Villoch, dice Robreño, quiso alcanzar
con ella el éxito que lograba el bufo en toda la Isla. Lo consiguió
pues la pieza se eternizó en el escenario del llamado coliseo de las
cien puertas y pronto pasó a engrosar el repertorio de otros grupos
teatrales. Quiso Villoch insistir en el éxito y escribió obras para la
compañía de Regino López. El 10 de noviembre de 1900 abría sus
puertas el teatro Alhambra. Una élite de suficiencia ha calificado de
simple y vacía su producción teatral. Pocos le perdonaron la enorme
popularidad de que llegó a gozar.
Federico Villoch murió en La Habana en 1954.
Ciro Bianchi Ross
ciro@juventudrebelde.cu
Se calcula que escribió unas cuatrocientas obras de teatro. Por su
facilidad para escribir y la rapidez con que lo hacía se le llamó «el
Lope de Vega cubano» por aquello de que escribía en la mañana,
ensayaba en la tarde y estrenaba en la noche. Aunque hizo muchos
reportajes y artículos, sobresalió sobre todo en la crónica. «Viejas
postales descoloridas» fue el título de su columna en el Diario de la
Marina, páginas que sin bien abordaban hechos y personajes del pasado,
de ahí lo de viejas, estuvieron siempre llenas de vida y color. Por
aquellas postales, referidas por lo general a La Habana, Federico
Villoch se llamó a sí mismo el postalista. Un habanero definitivo a
pesar de no haber nacido en la capital.
Fama, éxitos continuados, afectos familiares, una buena y saneada
fortuna fruto del trabajo, conquista Federico Villoch gracias al
teatro Alhambra, del que fue empresario y accionista. El 28 de
febrero de 1935, a las doce y dieciocho minutos de la noche, se
desploma el vestíbulo del coliseo de Consulado y Virtudes. Entonces,
escribe Eduardo Robreño, se derrumbó también el alma de Villoch. A la
mañana siguiente, al reclamo de la Policía, se vio a actores y
técnicos del establecimiento recoger sus pertenencias entre los
escombros. Con ellos estaba Villoch que guardó con singular cariño los
bultos que contenían sus obras, «pedazos y jirones de su vida, dice
Robreño, que celosamente llevaría a su casa».
Prosigue su relato el autor de Cómo lo pienso lo digo:
«Pero hombre de acción literaria infatigable, comenzó una nueva
tarea. Volvió al periodismo. Esta vez ya no era el repórter ágil de
La Iberia o La Unión Constitucional, tratando de captar la noticia
sobre la renuncia de Martínez Campos o la reacción del gobierno
español ante la explosión del Maine.
«Ahora era el costumbrista de fina prosa y hondos conocimientos del
alma criolla, que iba a verter en artículos a los que tituló «Viejas
postales»… los firmes trazos de una gran obra pictórica».
Se trataba de un singular tipo de estampas. Nueva modalidad de la
tradición creada por el peruano Ricardo Palma y que aclimató en Cuba
el escritor español Álvaro de la Iglesia. Mezcla de testimonio y
chisme, es decir, de la historia y el rumor popular, escribe Juan J.
Remos. Precisa: «El postalista rememora y admite también la voz de la
calle. Su originalidad en el método estriba en que mientras la
tradición se nutre en archivos y bibliotecas, las postales reaniman
episodios vividos por el autor, y en que si los personajes que
desfilan por aquellas han sido extraídos de folios empolvados, los que
están iluminados en estas vivaquean en la memoria de su evocador».
Poeta, fue en sus mocedades el cantor de la bohemia literaria —«Otra
Mimí», «Desde el hospital», «Los días del bohemio»…—. Sugerente
prosista en sus Cuentos a Juana, que dio a conocer en La Habana
Elegante, Villoch debió al teatro la enorme popularidad que conoció en
su tiempo, y en esa línea es autor de La casita criolla, La danza de
los millones y La isla de las cotorras, entre otras obras que escribió
para que subieran a escena en el Alhambra y que merecen recordarse.
Más que autor teatral, se valoró siempre como periodista. Poco antes
de su muerte, escribía en el Álbum del cincuentenario de la Asociación
de Reporters; 1902-1952:
«Mucho podemos hablar del teatro cubano, pero también podemos
referirnos a nuestra producción periodística que desde los dieciocho
años venimos practicando con el mayor cariño. Antes que autor teatral
fuimos, somos y seremos periodistas y bien lo demuestra nuestra
copiosa labor en los semanarios El Fígaro y La Habana Elegante, de
Pichardo y Hernández Millares, respectivamente, y nuestro diario
aporte a los grandes rotativos La Iberia, La Lucha, El Comercio, La
Unión Constitucional, y luego el Diario de la Marina y Carteles, sin
olvidar aquel popular semanario, La Caricatura, en el que, durante
veinte años, escribimos la crónica semanal…»
Tres fotos de Villoch ilustraban su nota en el Álbum. Una, lo captó
a sus veinte años; recién comenzado como reportero. Otra, a los
treinta y cinco, ascendido ya a redactor, mientras que la restante lo
muestra a los cincuenta años, cuando, junto con su socio, al actor
Regino López acometía la llamada temporada alhambresca que duró
treinta cinco años consecutivos. Acota: «Y no enviamos una cuarta
fotografía porque ya hemos cumplido los 85, y como dijo alguien: No
está la Magdalena para tafetanes».
POSTALES
Federico Villoch nació en Ceiba Mocha, Matanzas, en 1868. Su padre era
jefe de la estación local del ferrocarril y propietario de una finca
que aseguraba a la familia un desahogado pasar. Quedó huérfano de
madre a los dos años, y el padre, preocupado por la educación del
niño, lo envió a residir a La Habana. Tendría unos diez años cuando,
en el Liceo de Guanabacoa, escucharía una disertación de José Martí.
De seguro poco entendió de la peroración del orador, pero su palabra
y su presencia lo impresionarían para siempre.
Curiosamente, años después, le tocaría conocer a Antonio Maceo. En
una de sus «Viejas postales descoloridas», contaba Villoch que una
mañana de invierno, en que caminaba hacia el Instituto de Segunda
Enseñanza de La Habana, en el sitio que ocupa hoy la Universidad de
San Gerónimo, se cruzó con Maceo en la esquina de Obispo y Bernaza.
Venía Maceo del hotel Inglaterra, donde se hospedaba, e iba rumbo a
la Plaza de Armas. Villoch, como es de suponer, le cedió el paso y
bajó a todo lo largo de la calle Obispo detrás del General, «teniendo
ocasión de medir a sus anchas y de apreciar en todo su poder la
prestancia majestuosa de aquel escogido ejemplar de la raza humana».
Añadía: «El General marchaba sonriente —tenía una recia y blanca
dentadura perfecta— devolviendo atentos saludos a derecha e izquierda…
La gente salía a las puertas para verlo pasar.
«Vestía una irreprochable entallada levita inglesa, del más fino
paño negro; pantalones de casimir, a pequeños cuadros negros y
blancos, de los llamados “todos tenemos”, y calzaba borceguíes de
charol, de botas de paño; y se tocaba con una brillante chistera de
pelo, manejando con elegante destreza y soltura una caña de magnífico
puño de oro… Marchaba a pasos sólidos, iguales; como si lo hiciese al
acompasado ritmo de un inevitable redoblante que sonara desde lo alto
de la gloria…»
Mucho le tocó ver al postalista. En la bahía de La Habana vio como el
acorazado Maine «ardía en una inmensa pira acompañada de formidables
explosiones que se coronaban, como en las piezas de fuegos
artificiales, con infinitas luces rojas, verdes, azules, amarillas…»
En otra postal evoca, de mano maestra, aquel 1 de enero de 1898,
cuando España concedió la autonomía a la Colonia y el gobierno
autonómico se instaló en el Palacio de Villalba, frente a la Plaza de
las Ursulinas. Ese día, se hallaba Villoch en la sastrería de Alonso,
en Obispo entre Aguacate y Villegas —acera de los pares— cuando
escuchó cada vez más cerca toques de clarines, chocar de cascos de
caballo sobre el adoquinado de la calle, sonar de sables de
caballería, voces… A poco vio desfilar ante el establecimiento al
Capitán General Ramón Blanco y Erenas, Marqués de Peña Plata,
acompañado de sus ayudantes, en la carretela de lujo de Palacio, y
seguido de su Estado Mayor, todos de gran gala, con bicornios, plumas
y dorados galones; detrás, cerrando la comitiva, un pelotón de
caballería. Iban a proclamar la autonomía y a instaurarla. Precisa
Villoch, observador penetrante, que el Capitán General llevaba tal
«cara de pesadumbre y desencanto que daba grima vérsela».
«Presentía como todos la inutilidad del esfuerzo y lo tardío del
procedimiento, acota el postalista. Para lo que aquello iba a durar,
más hubiera valido dar marcha atrás y esperar los acontecimientos
tranquilamente sentados en los butacones del palacio de la Plaza de
Armas. No obstante, por amor al ideal y para rendirle el postrer
tributo de adhesión, los sostenedores de la autonomía aceptaron el
sacrificio y arrastraron los vituperios y anatemas que sus hermanos
del campo de Cuba Libre iban a prodigarles… Fueron, pues, al Gobierno
como el que va al matadero. Los autonomistas fueron los girondinos de
Cuba».
El pueblo llamó a la cámara autonómica, «la cámara frigorífica»
puesto que su objetivo no era otro que el de mantener el cadáver de la
Colonia. Villoch, que reportaba para la prensa el día a día de aquel
gobierno, lo vio como una academia, un torneo donde la oratoria
autonomista dio prueba de sus méritos indiscutibles, y donde se sabía
que ninguna de sus leyes iba a arraigar en un país asolado por la
Guerra. Dice: «Respirábase en el salón de sesiones de la Cámara una
atmósfera letal e insoportable… Se retiraba uno todas las tardes de
aquel local con la duda de si al día siguiente se continuarían
celebrando las sesiones… Todo respondía a la indiferencia de una
situación visiblemente pasajera». No obstante la alta moralidad y
prestigio de don Rafael Montoro, Ministro de Hacienda de aquel
Gobierno Autonómico, no dejaba cuenta por cobrar ni gasto sin su
correspondiente justificación.
AMIGO DE CASAL
Fue amigo de Julián del Casal, con quien se identificó en lo literario
y a quien, a su muerte, sustituyó como cronista en La Caricatura.
Tuvo además lazos de amistad con Manuel Sanguily y Juan Gualberto
Gómez Un valioso servicio prestó al país en sus días de secretario
del Alcalde de La Habana. Redactaba las cartas que este remitía a
Antonio Cánovas del Castillo, presidente del Gobierno español, y le
trasmitía en ellas la información que otros callaban sobre la
situación nacional.
Su primera obra teatral, La mulata María, se estrenó en el teatro
Irijoa (actual Martí) en 1896. Villoch, dice Robreño, quiso alcanzar
con ella el éxito que lograba el bufo en toda la Isla. Lo consiguió
pues la pieza se eternizó en el escenario del llamado coliseo de las
cien puertas y pronto pasó a engrosar el repertorio de otros grupos
teatrales. Quiso Villoch insistir en el éxito y escribió obras para la
compañía de Regino López. El 10 de noviembre de 1900 abría sus
puertas el teatro Alhambra. Una élite de suficiencia ha calificado de
simple y vacía su producción teatral. Pocos le perdonaron la enorme
popularidad de que llegó a gozar.
Federico Villoch murió en La Habana en 1954.
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