Cómo murió Carlos Manuel de Céspedes (II)
Ciro Bianchi Ross • digital@juventudrebelde.cu
15 de Octubre del 2016 20:26:33 CDT
«Alrededor de la tragedia de San Lorenzo todo ha sido duda y
confusión», expresan Hortensia Pichardo y Fernando Portuondo en su
introducción a los escritos de Carlos Manuel de Céspedes. La versión
de que el Padre de la Patria se suicidó antes de caer en manos de sus
enemigos, la desmienten testimonios, al parecer irrefutables, de que
se defendió con su revólver mientras corría hacia un monte cercano al
claro de los ranchos donde lo sorprendieron.
Quedan, sin embargo, otras incógnitas, aseguran los historiadores
mencionados. Preguntan: «¿Cuántas heridas recibió? ¿Sabían los
españoles a quién iban a buscar o fue una sorpresa para ellos dar con
Céspedes? ¿Quién fue el práctico que guió la columna? Los vigías que
debían dar la alarma al presentarse el enemigo por aquellas sierras,
¿lo hicieron y no se oyeron sus disparos? Por último, las preguntas
que hielan: ¿fue delatado el refugio de Céspedes?; y si fue delatado,
¿quién fue el traidor?».
Recapitulemos los hechos. El 27 de octubre de 1873, en Bijagual de
Jiguaní, la Cámara de Representantes depone a Céspedes de la
Presidencia de la República. Dos días después se le priva de su
escolta y de su ayudantía, se le conmina a instalarse en la zona donde
se mueve el nuevo Gobierno y, como a los vencidos en la antigua Roma,
se le obliga a marchar a la saga del Ejecutivo. El 27 de diciembre
recibe la autorización para moverse libremente. Se dirige hacia
Cambute, donde piensa esperar el pasaporte que le permitiría salir de
la Isla, pues no quiere hacerlo como un desertor, sino con la
aquiescencia del Gobierno. A fines de enero, los españoles se mueven
cerca de Cambute; se teme que lleguen al campamento del «Presidente
viejo» y el brigadier José de Jesús Pérez le recomienda que busque
refugio en San Lorenzo, en la Sierra Maestra, donde llega el 23 de
enero de 1874. Justo un mes después se le comunicaba oficialmente que
el Gobierno le negaba la salida del país.
Escriben los ya aludidos Pichardo y Portuondo: «Así quedó sellada la
suerte del Padre de la Patria: solo, indefenso en San Lorenzo y sin
permiso de salida, estaba a merced del primer delator que guiara a los
españoles hasta su retiro».
Peligro
San Lorenzo, en la margen derecha del río Contramaestre y entre varios
arroyos, estaba enmarcado en la jurisdicción militar del brigadier
Pérez, amigo devoto de Céspedes, que en su momento se había mostrado
contrario a la deposición del Presidente. Era, además, el militar
hombre desafecto al mayor general Calixto García. No se mantuvo por
mucho tiempo más en el cargo. Lo sustituyó el coronel Benjamín Ramírez
que, lejos de garantizar la seguridad del «Presidente viejo», lo dejó
indefenso al quitarle al capitán José Lacret, prefecto del lugar, las
pocas armas de que disponía para la defensa de la localidad.
El joven Lacret se percató de la enorme responsabilidad de tener en su
prefectura al iniciador de la Revolución Cubana. Para protegerlo,
situó una guardia nocturna en torno al bohío que ocupaba, pero
Céspedes la rechazó; solo la aceptaría, adujo, de disponerlo el
Presidente de la República. Alegó Lacret que aquella custodia era
competencia de la prefectura, y explicó que el centinela apostado en
el Cordón del Loro, altura desde la que se dominaba una gran
distancia, era el encargado de anunciar la presencia enemiga con uno o
varios disparos, perfectamente audibles en San Lorenzo y otros lugares
de la Maestra
El nuevo presidente, Salvador Cisneros Betancourt, Marqués de Santa
Lucía, se dio cuenta del peligro que corría su antecesor y pidió a la
Cámara que se le proveyese de una custodia porque, decía el Marqués en
su mensaje, «la personalidad de Céspedes está tan adherida a la
Revolución que abandonarlo a sus propios recursos por haber cesado
como Presidente, sería un desagradecimiento…». La Cámara nada hizo;
alegó que no podía inmiscuirse en un asunto administrativo.
Vivir en san lorenzo
La vida del prócer en San Lorenzo era sencilla y metódica. Tomaba su
baño diario en una charca cercana a su bohío y almorzaba a las diez de
la mañana. El ajedrez, juego en el que era un verdadero experto, era
su entretenimiento preferido. Enseñaba a leer y a escribir a dos niños
del lugar. Para ello se valía de una cartilla de madera confeccionada
por él mismo y de gruesas hojas de cupey en las que se escribía con
palitos con la punta aguzada. Instruía además a aquellos niños en el
arte de la declamación. Los cinco años pasados en campaña no le habían
hecho perder sus modales de hombre de mundo y su conversación era
exquisita. Recibía visitas y gustaba de hacerlas. Degustaba el café en
la vivienda de las hermanas Beatón y era asiduo a la de Francisca
Rodríguez y su hija Panchita, con la que tenía amores. Llevaba un
diario, que cayó en poder de los españoles cuando asaltaron San
Lorenzo y se creyó perdido durante años. El historiador Eusebio Leal
lo publicó al fin en 1992, 117 años después de haberse escrito su
última página. Escribía también largas cartas a su esposa Anita.
Llevaba un mes en San Lorenzo cuando se le recomendó que buscara un
sitio más retirado. El coronel Benjamín Ramírez insistió en el asunto
y le ofreció una escolta para que lo custodiara en el traslado. Su
hijo Carlitos insistía también para que cambiara de refugio. Céspedes,
sin embargo, no quería moverse de San Lorenzo. Esperaba el pasaporte y
el aviso con los detalles de su viaje. Cuando llegaran, prometió a su
hijo, buscaría otro campamento. Cuando recibió el aviso de que no
habría pasaporte y, por tanto, tampoco viaje, no había ya razón alguna
para permanecer en San Lorenzo. El traslado sería el 28. No podía ser
antes porque los rancheros habían salido en busca de viandas.
El último día
El 27 de febrero de 1874 se acaba la vida del Padre de la Patria. Como
si presintiese el final, deja escrito en la última anotación de su
Diario su opinión sobre sus enemigos, que «debo consignar por lo que
importar pueda en adelante». De Estrada Palma dice que es tan inmoral
en sus costumbres privadas como hipócrita en sus manifestaciones
públicas; hombre que exigía a las mujeres una pureza ideal para luego
hacer madres a las hijas de sus mayorales. Al Marqués lo caracteriza
como «ignorante, arruinado, petardista, vicioso, puerco», sin más
consideraciones que las que le da su título. «Cínico, charlatán,
descarado e intrigante… aprovechado de las hazañas de otros», llama a
Marcos García, a quien hubo que sumariar en 1870 y «no apareció más
hasta ahora que vino a atacarme con desvergüenza para que la Cámara le
reconociera su grado de General de Brigada». El «necio» de Juan
Bautista Spotorno es «ligero, imprudente, ignorante y poco amigo de
hallarse cerca del soldado español, no obstante ser un Coronel del
ejército…».
Ese día ha sido invitado a almorzar en la casa de Evaristo Millán, que
vive a una legua de San Lorenzo, pero amaneció sin deseos de pasear y
pidió a Lacret, que tenía los caballos preparados, que excusara su
ausencia. Viste con una elegancia insospechada, paradójica dada la
rusticidad del ambiente circundante: chaqué de paño negro, pantalón de
casimir oscuro, chaleco de terciopelo a cuadros con rayas punzó.
Almuerza en compañía de Lacret y, luego de jugar una partida de
ajedrez, pasa a tomar café, como era su costumbre, en la casa de las
hermanas Beatón. Hace luego una visita a la amante. Está allí cuando
una niña que pedía un poco de sal avisa de la presencia española.
Corre Céspedes, revólver en mano, por entre la maleza en busca de un
farallón por el que piensa despeñarse en el intento de librarse de los
que lo persiguen. El plan no es del todo descabellado. Pero los
soldados no le dan tiempo: se le enciman en cuanto lo ven salir de
casa de Panchita. Unos 300 metros lo separan del barranco. Con 55 años
de edad y casi ciego, el Padre de la Patria tiene las de perder en
aquella carrera. Los perseguidores acortan la distancia. Céspedes,
cerca ya del abismo, se vuelve y dispara. Corre de nuevo y al borde de
la sima dispara sobre el enemigo más cercano, el sargento González
Ferrer. Dispara también el sargento, a boca de jarro, y el hombre del
10 de Octubre cae al vacío.
¡Han muerto al presidente!
Céspedes, que nunca andaba solo, salió ese día de la casa sin
compañía. ¿Dio la señal el vigía del Cordón del Loro? ¿La dio y no se
escuchó en el caserío? Se dice que los españoles llegaron a San
Lorenzo guiados por alguien que conocía la zona, que pudo burlar las
guardias y sabía quién era el que allí se ocultaba. La historia ha
barajado varios nombres. El historiador Gerardo Castellanos dice que
el práctico y posiblemente el delator del refugio de San Lorenzo fue
el negro lucumí Ramón Jacas o Papá Ramón, soldado mambí conocido
también como Ramón Bradford. Apresado por los españoles, fue condenado
a muerte, pero se le concedió la vida a cambio de servir de práctico a
la columna española. Realizado el servicio, escapó y volvió a las
filas insurrectas, donde nunca dejó de lamentarse de su participación
en la muerte de Céspedes.
Aun así, ¿sabían los españoles que el «titulado Presidente de Cuba» se
ocultaba en San Lorenzo o fue su muerte fruto de la casualidad?
Fernando Figueredo aseguraba que todo fue casual. Basaba su opinión en
lo que una de las hermanas Beatón contó después al prefecto Lacret.
Para sacarlo de la furnia, los españoles amarraron el cadáver con una
soga y lo arrastraron hasta la presencia de Panchita. Esta entonces,
con gritos de desesperación y en la mayor angustia, exclamó: «¡Ah, ese
es el Presidente! ¡Han muerto al Presidente!». Entonces el jefe
español lamentó su mala fortuna por no haber tenido noticias antes de
quien era la persona que acababan de ultimar.
La versión del suicidio la desmiente el parte oficial español sobre
los sucesos del 27 de febrero de 1874, que se conserva en el Archivo
Militar de Segovia. Lo firma el jefe del Batallón de Cazadores de San
Quintín, responsable del asalto a San Lorenzo. Dice el documento: «El
Capitán de la 5ta. Compañía, don Andrés Alfonso, y el Sargento 2do.
Felipe González Ferrer con cinco soldados fueron los que dieron muerte
al referido Céspedes, el cual disparó un tiro de revólver al Capitán y
otro a dicho Sargento y sin embargo de mis voces de date prisionero no
fue posible se entregara…», versión que coincide con las dos cápsulas
disparadas que tenía el revólver de Céspedes cuando, en 1913, fue
entregado al museo de Santiago de Cuba.
Muerto y desenterrado
Expuesto en calzoncillo en el Hospital Civil santiaguero, el cadáver
de Carlos Manuel de Céspedes, Padre de la Patria, presenta un orificio
de bala a la altura de la tetilla izquierda, un ojo muy amoratado y el
cráneo hundido. Lo inhuman en una fosa común.
En la oscuridad de la noche, bajo la lluvia y alumbrados solo por la
luz de los relámpagos, seis hombres se mueven en total silencio por el
cementerio de Santa Ifigenia, en Santiago de Cuba. No son seres
escapados de sus tumbas, sino seis patriotas que decidieron rescatar
los restos de Carlos Manuel de Céspedes, a fin de impedir que se
pierdan para siempre. Encabeza el grupo Calixto Acosta Nariño,
corresponsal secreto de Céspedes en Santiago de Cuba, que había visto
su cadáver cuando lo expusieron en el Hospital Civil de esa ciudad. Lo
conforman Luis Yero Budén y José Navarro Villar. Hay también tres
negros en el grupo. Pero sus nombres lamentablemente no quedaron
recogidos en la historia.
Cavan en la fosa, identifican y extraen el cadáver del expresidente y
lo llevan a un lugar seguro, donde después se erigiría el panteón de
quien, en una carta a su esposa, Ana de Quesada, redactó su propio
epitafio: «En cuanto a mi deposición, he hecho lo que debía hacer. Me
he inclinado ante el altar de mi Patria en el templo de la ley. Por mí
no se derramará sangre en Cuba. Mi conciencia está muy tranquila y
espera el fallo de la historia».
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Ciro Bianchi Ross
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