Pregones
Ciro Bianchi Ross • digital@juventudrebelde.cu
13 de Agosto del 2016 21:56:09 CDT
Vuelve el pregón a apoderarse del panorama sonoro de la ciudad. Aunque
nunca desapareció del todo, perdió presencia a lo largo de las últimas
décadas, al punto de que en 1978 un eminente estudioso lo conceptuaba
ya como «una reliquia folklórica».
La venta ambulante parecía centrarse entonces sobre todo en las
flores. Hoy, a partir de los cambios que se operan en la nación, desde
las seis de la mañana hasta más allá de las ocho de la noche,
vendedores de todo tipo andan y desandan las calles: heladeros,
tamaleros y escoberos con una variada oferta de haraganes,
trapeadores, percheros, palitos de tendedera y destupidores de
inodoro, sin que falten los que ofrecen panes, mantequilla, queso
crema y galletas, turrones de maní, raspadura del trapiche de Guayos,
en Cabaiguán, y cremitas de leche, traídas de Camagüey, vocea el
vendedor, lo que tal vez no sea verdad. Los floreros aparecen
mayormente los domingos. Hay quienes, entre otras propuestas, reparan
cocinas de gas y de keroseno, los que ponen fondo a un mueble
desvencijado y los que aseguran que echan a andar un ventilador aunque
sea de palo. Diligentes, andan también las calles los compradores de
botellas, frascos vacíos de perfume, relojes rusos rotos, lavadoras
Aurika, refrigeradores chinos, anden o no anden…
Todas las tardes, en el Lawton de mi infancia, pasaba un hombre ya muy
entrado en años que vendía torticas de Morón. Todavía lo recuerdo.
Decía: «¡Ay, qué ricas las torticas de Morón! ¡A quilo son! ¡Ay, qué
ricas las torticas de Morón! ¡Son tentación!». Transportaba las
torticas y otros dulces en una caja rectangular cuyos cristales, muy
limpios, dejaban ver y hacían más apetitosa la mercancía. Era una
vitrina portátil que llevaba en la cabeza y que en el momento de la
venta apoyaba en unas patas que se abrían y que llevaba enganchadas en
uno de sus brazos.
Hoy, temprano en la mañana y otra vez a la caída de la tarde, pasa el
panadero. «El pan de flauta, pan, pan, ¡panadero!». Baja o alza la
voz, la hace más aguda o grave, con impulsos y silencios, el galletero
de por las tardes: «¡El paquete de galletas!, con sabor a mantequilla…
¡Y el turrón de maní!». Repite satisfecho al haber encontrado el tono
deseado para su reclamo, y que a veces es coreado por un grupo de
niños.
Aparecen a media mañana los vianderos: habichuelas, aguacates,
plátanos burros y machos, malanga, calabaza, frijoles negros y
blancos. Trabajan en pareja, uno por una acera, y otro, por la otra, y
entablan de lado a lado un diálogo inarmónico y descompasado que,
cuando escasea el cliente, lleva a pensar que uno vende y el otro
vendedor compra.
Viene el tamalero: «¡Buen sabor! ¡Buen tamaño los tamales!». Llega
otro con su «¡Bicarbonato, que me voy!». Y un día sí y otro también,
con puntualidad absoluta, el vendedor de cloro. Es la suya una
fidelidad tal que el escribidor ha llegado a preguntarse para qué se
necesita tanto cloro en el reparto. Pregona el sujeto: «¡Cloro, cloro,
cloro! Lo limpia todo, ¡hasta la conciencia!».
Reclamo milenario
El pregón es el anuncio a viva voz de la mercancía que se quiere
vender o del servicio que se aspira a prestar. Escribe al respecto
Miguel Barnet: «Con el calificativo de pregón denominamos aquellas
voces o gritos que expresándose de formas y estilos muy diversos,
sirven para anunciar una mercancía o una habilidad manual. Cada
mercancía, por ejemplo, puede tener su pregón propio, así como cada
vendedor, de acuerdo con su imaginación y su musicalidad puede
improvisar pregones de mayor o menor virtuosismo».
En opinión de Cristóbal Díaz Ayala, autor de una monumental historia
del pregón musical latinoamericano, ese reclamo pudo haber surgido
hace miles de años en el puerto griego del Pireo, en un mercado de
Pekín o en la Babilonia de los asirios. «Es más probable que haya
ocurrido independientemente en cada gran ciudad de cada gran
civilización como producto de una necesidad básica de la urbe;
necesidad que deben haber sentido los incas entre las vetustas piedras
del Cuzco, al igual que los aztecas en las plazas de Tenochtitlán».
Los primeros pregoneros ponderaron su mercancía e instaron al cliente
a adquirirla en la puerta de sus propios establecimientos o entre los
productos que en ellos se apilaban. Dieron origen así al pregón
comercial. El siguiente paso fue el pregón comercial ambulante,
emparentado con el pregón oficial, del que se valían las autoridades
para dar a conocer edictos y órdenes, y que se hacía acompañar de un
clarín o redoblante para asegurarse la atención del transeúnte.
«Mientras el comerciante in situ de la plaza pública puede o no usar
el pregón, el vendedor ambulante depende de él casi exclusivamente»,
expresa Díaz Ayala. Desde que el hombre tuvo la idea de cargar con un
saco de aceitunas para venderlo en las calles de una aldea, ese día
nacieron la plusvalía y la publicidad, expone Alejo Carpentier. Y
Barnet puntualiza que también en ese momento nació el pregón.
Dice Díaz Ayala: «Verdadero antecesor del logotipo publicitario, de la
publicidad organizada, el pregón identifica al vendedor callejero y le
distingue y separa de sus competidores. Era la marca de fábrica que
identificaba a veces el producto elaborado por el propio vendedor y su
familia, sobre todo en el caso de golosinas y dulces, o el producto
cultivado en su tierra, como en el caso del agricultor».
Viajeros
Viajeros que en los siglos XVIII y XIX dejaron testimonio de su paso
por La Habana, aluden con frecuencia a los vendedores ambulantes y sus
pregones.
El colombiano Nicolás Tanco y Armero, quien estuvo en la Isla hacia
1854, elogia un mercado como el de la Plaza del Vapor, que a su juicio
es el mejor de la capital, pero apunta enseguida que no es necesario
acudir a establecimientos como esos para proveerse de cuanto se
necesita en una casa, pues «desde que amanece empieza a recorrer las
calles una multitud de vendedores llevando caballos cargados de todo
cuanto se puede necesitar; jamás tocan a las puertas, pero van sin
cesar gritando de voz en cuello cuanto llevan… Cada vendedor adopta un
modo de gritar particular, y se necesita mucha práctica para poder
adivinar algunas veces lo que quieren».
Diez años después llega a La Habana la estadounidense Eliza Mc Hatton
Ripley, una esclavista sureña que huye de la guerra civil en su país y
de la ocupación de su propiedad por las tropas federadas. Adquiere un
ingenio azucarero, en Matanzas, y renta una casa en la barriada
habanera del Cerro. Hasta allí llegan los vendedores ambulantes; el
lechero antes que ninguno, que lleva consigo una pobre vaquita y un
rezagado y amordazado ternero, y se hace anunciar con un agudo grito
de «leche». Llegan después los vendedores de hortalizas, frutas y
aves, con diversos cascabeles, gritos y silbatos discordantes.
Había unos célebres vendedores de percheros que todas las mañanas
descendían por la calle Consulado y pregonaban su mercancía con tal
fuerza que su grito se escuchaba a casi un kilómetro de distancia.
Corrían los años 20-30 del siglo pasado, y por las calles habaneras
discurrían floreros —casi siempre gallegos—, dulceros, heladeros,
billeteros, organilleros españoles con instrumentos que les traían de
Madrid y que alquilaban a tanto por día y en los que hacían sonar
pasodobles y zarzuelas.
Refiere un artículo publicado en la revista habanera El Almendares que
el pregón constituía una tradición entre algunos vendedores populares
como los baratilleros españoles, «que arrastraban la “o” en tono menor
recordándonos los melismas del canto llano».
Añade Barnet: «Los baratilleros llegaron a tener un sitio
especialmente dedicado a ensayar sus pregones. Era una plaza chica y
polvorosa llamada de San Lázaro, donde un entrenador de voces, viejo
“gordo y majadero” que había sido baratillero, lograba reunirlos con
el fin de enseñarles a decir aretes, sortijas, dedales, hilos de
coser, cintas de ribetear, seda de colores…».
No siempre los vendedores ambulantes lo tuvieron todo consigo. Miguel
Tacón, gobernador general de la Isla (1834-1838), prohibió los
pregones.
A pie
El pregonero, por lo general, hace lo suyo a pie. Esa desventaja se
convierte en una ventaja. No puede el sujeto ir más allá de su
resistencia física y por lógica se mueve en determinadas zonas de la
ciudad. Eso, si bien limita su radio de acción, lo hace habitual en
ellas; lo convierte en un personaje casi familiar cuyo paso se espera
y a quien se echa de menos si no aparece.
El vendedor ambulante sin facultades para elaborar o entonar un pregón
se vale de artefactos disímiles para avisar de su presencia y anunciar
su mercancía, como el silbato que acompaña hoy a muchos vendedores de
pan.
En mi infancia, el silbato identificaba al cartero. Un cartero de la
época vestía pantalón y camisa de caqui con corbata y chaqueta de la
misma tela, así hubiera frío o calor. Gorra de plato, una cartera
enorme, de puro cuero y el silbato del que ahora se apoderaron los
vendedores ambulantes de pan. Los amoladores de tijeras y cuchillos se
valían del caramillo para anunciarse, y el heladero, de su campana que
hacía sonar mientras empujaba el carrito.
Cada voceador se esfuerza porque su pregón atraiga el interés de quien
lo escucha. Que «pegue» o, al menos, lo identifique como vendedor. Así
ha sucedido siempre.
El poeta Nicolás Guillén, en una crónica que dio a conocer en 1930,
alude a un vendedor de maní que pasaba las noches bajo la fiebre
altísima de dar con un canto pegajoso. Cuando creía haberlo logrado,
su esposa le bajaba los humos.
Una tarde el cronista se topó con el manisero en el Paseo del Prado y
vio cómo la gente le arrebataba los cucuruchos de las manos. El maní
no era mejor ni peor; era el mismo de siempre. Sucedía simplemente que
el sujeto había encontrado el pregón adecuado. Decía: «¡Al buen
maní!». Y los clientes, incluso los que rechazaban el cacahuete, se
precipitaban sobre la mercancía porque interpretaban la frase como un
augurio de buena suerte.
¡Al buen maní!
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Ciro Bianchi Ross
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