lunes, 19 de octubre de 2015
EXPLORANDO PRADO (II) Y FINAL
Explorando Prado (II y final)
Ciro Bianchi Ross •
digital@juventudrebelde.cu
18 de Octubre del 2015 0:51:45 CDT
El Paseo del
Prado o de Martí tal como lo conocemos hoy con su senda
central de terrazo, sus
bancos de piedra y mármol, farolas, copas y
ménsulas, y sus laureles, quedó
inaugurado el 10 de octubre de 1928.
Un poco después, el 1ro. de enero del año
siguiente, se emplazaban los
ocho leones sobre sus pedestales. En contra de lo
que suponen no pocas
personas, ninguno de ellos fue robado jamás.
A fines del
siglo XIX, quizá un poco antes, y comienzos del XX,
aristócratas, burgueses y
profesionales se fueron a vivir al Prado. De
la crónica habanera emerge, como
vecino del lugar, el doctor Manuel
Piedra, eminente clínico que diagnosticó el
primer caso de cólera en
La Habana y que salvó la vida milagrosamente al
contraer dicha
enfermedad. También los médicos Miguel Franca, Benigno Souza
y
Joaquín Lebredo, cuyo nombre lleva la maternidad municipal de
Arroyo
Naranjo. El ingeniero José Toraya y el magistrado Antonio Barrera,
a
quien siempre habrá que agradecer sus desvelos por mantener viva la
obra del
narrador Alfonso Hernández Catá. El periodista José María
Gálvez, que presidió
el Partido Autonomista. En Prado 9, en la casa de
su abuela materna, vivió
parte de su infancia el gran poeta José
Lezama Lima. Antes, en Prado entre
Ánimas y Trocadero, tuvo su
residencia don Pancho Marty, célebre negrero, dueño
del Teatro Tacón y
del monopolio del pescado en la capital.
Dos residencias
fastuosas se alzan en la esquina de Trocadero, sobre
la acera de la izquierda,
según se avanza desde Neptuno hacia el mar.
La primera de ellas, que todavía a
comienzos del siglo XX se
consideraba la más lujosa de La Habana, fue
construida por una dama
francesa de apellido Scull y adquirida, luego de
haberla vivido ella
con su familia, por Felipe Romero, conde de Casa Romero,
casado con la
mayor de las hijas del conde de Fernandina, de quien se dice que
es la
habanera más bella de todas las épocas.
Cruzando Trocadero aparece la
casa que fuera del mayor general José
Miguel Gómez, sede hoy de la Alianza
Francesa. Antes, en ese mismo
sitio, se alzó la casa de Marta Abreu, que el
caudillo liberal demolió
para construir la suya.
Las dos casas contiguas a esa
fueron también propiedad de Marta; no
así, como se insiste en afirmar, la de
Prado y Refugio, sobre la misma
acera. Esta otra gran mansión la edificó Frank
Steinhart, un
norteamericano que arribó a Cuba como sargento y que con el
tiempo
llegó a ser cónsul general de su país en la Isla y un
acaudalado
hombre de negocios, dueño de la empresa de los tranvías.
En las
postrimerías del siglo XIX hubo en ese espacio una vivienda que
se
singularizaba de manera notable del resto de los edificios de la
barriada. Era
una casa cuyo piso estaba unos dos metros más bajo que
el nivel del Paseo del
Prado, por lo que desde la calle se veían,
sobresaliendo de la edificación, los
árboles frutales y de sombra que
la familia que la habitaba tenía en su
patio.
Esa casa se demolió y allí a su gusto construyó Steinhart la suya.
Años
después del triunfo de la Revolución, todavía la vivía su hija.
Quedó sola con
un cocinero chino. No se hablaban, ni siquiera se
veían. Ella, inválida,
ocupaba el piso superior y no podía bajar. Él,
también inválido, estaba
limitado a la planta baja y no podía subir.
Quienes los visitaron entonces
recuerdan el ambiente surrealista de la
casa, donde parecía que el tiempo se
había detenido, y a la hija de
Steinhart, muy pálida, en su cama antigua, en
una habitación cerrada,
donde cortinas de terciopelo impedían el paso de la
luz.
Tiros y cine hablado
Muchos recuerdos atesora el Paseo del Prado.
Buenos y malos. Tristes y alegres.
Fue, el 9 de junio de 1913, escenario del
duelo irregular en que
perdió la vida el general Armando de la Riva, jefe de la
Policía
Nacional. Veinte años más tarde, el 12 de agosto de 1933, en
la
esquina de Virtudes, caía fulminado por un disparo certero el
coronel
Antonio Jiménez, jefe de la llamada Porra, grupo paramilitar con
que
el dictador Machado perseguía y eliminaba a sus opositores. También
en
Prado y Virtudes tuvo lugar el duelo irregular entre los
legisladores Quiñones
y Collado. Discutieron con aspereza, y cuando la
disputa pareció tocar a su
fin, Quiñones dio la espalda a su compañero
de hemiciclo, ocasión que aprovechó
este para balearlo a traición. Un
poco más allá, en Prado entre Ánimas y
Trocadero, frente a las
oficinas del Primer Ministro, en el número 257 de la
calle, el
entonces sargento Lutgardo Martín Pérez —llegaría a teniente coronel
y
jefe de la Motorizada en tiempos de la dictadura de Batista— y
el
parlamentario Rolando Masferrer, de triste recordación, ultimaron a
balazos
a Emilio Grillo Ávila, alias «Pistolita», caballero de gatillo
alegre. Fue en
esta refriega en la que, por confusión o error,
encontró también la muerte
Francisco Madariaga Mulkay, en el momento
en que intentaba adquirir un pasaje
para trasladarse en avión a la
isla de Aruba, donde vivía.
En Prado comenzaron
los habaneros a conocer el cine hablado. El hecho,
de relieve cultural, ocurrió
en el cine Fausto, en Prado y Colón. En
Prado y Neptuno, en una sala de fiesta
surgió, con el título de La
engañadora y autoría de Enrique Jorrín, el primer
chachachá. En la
esquina de San Miguel, el hotel Telégrafo exhibió en su
fachada el
primer anuncio lumínico que se conoció en La Habana. Se trataba de
una
bandera cubana hecha con bombillos incandescentes y en movimiento,
con la
que se promocionaba la cerveza La Tropical. El 11 de agosto de
1948, sobre las
tres de la tarde, tenía lugar en la sucursal de The
Royal Bank of Canadá, de
Prado 307, el robo mayor de dinero en
efectivo que haya ocurrido en Cuba, al
sustraerse más de medio millón
de pesos. En la casa marcada hoy con el número
309 murió el poeta
Julián del Casal.
Los mejores hoteles de la ciudad abrían
entonces sus puertas sobre el
Paseo del Prado, sitio donde confluían la
corriente turística
extranjera, sobre todo norteamericana, y los visitantes
del interior.
En el momento de su inauguración, en 1875, en la esquina de
San
Rafael, el Inglaterra se anunciaba como un hotel enteramente iluminado
con
luz eléctrica y provisto de elevadores, cuarto de baño en cada
habitación,
cantina, barbería e intérpretes en todos los idiomas. El
Sevilla, fundado en
1908, tenía su entrada por Trocadero, hasta que en
los años 20 construyó una
torre de varios pisos que anexó al edificio
original y extendió sus servicios y
dependencias hasta Prado. El hotel
Miramar, en la esquina con Malecón, era el
más caro de la ciudad.
Pequeño, pero muy confortable; lujoso, con chefs de
cocina franceses
y un orden y limpieza extremados. El Telégrafo disponía de
servicio
telegráfico exclusivo y teléfono en cada habitación, lo que lo hizo
el
preferido de hombres de negocio y periodistas extranjeros de paso por
la
Isla.
Este establecimiento, al igual que el hotel Miramar, era propiedad
de
Pilar Somoano de Toro. Ambos se descomercializaron por causas que
desconoce
el escribidor. El Miramar empezó a perder el favor de la
clientela hacia 1920 y
aquella instalación preferida por el mundo
elegante era en 1934 edificio de
oficinas —allí tenía la suya Sergio
Carbó, el periodista más popular de Cuba
en ese momento—, hasta que
se destinó a sala de fiestas y a escenario de
peleas de boxeo.
Todavía en los años 60 estaba en pie: era un caserón oscuro y
vacío.
El hotel Telégrafo, en 1958, era una triste casa de huéspedes.
Para
comer bien
Refiere la crónica que el restaurante del hotel Miramar fue uno de
los
lugares donde mejor se comió en La Habana. Sitios donde comer bien, y
a
veces mejor, en Prado nunca faltaron. Muchos recuerdan aún el
servicio del
Centro Vasco, a comienzos del Paseo, antes de su traslado
al Vedado, y las
comidas de la Tasca Española, en el número 51 de la
calle. El Frascati, en el
357, se alza todavía en el recuerdo de los
que lo conocieron como una casa
insuperable de la cocina italiana,
poco extendida en la Cuba de entonces.
En
el restaurante del hotel Siboney, en Prado 355, preparaba el
entonces muy
joven Gilberto Smith platos de cocina judía —funcionaba
la Unión Hebrea Chavet
Ahim, en el número 557—, hasta que, ya con la
cocina en la palma de su mano,
pasó a Los Tres Ases, en Prado 356.
Gozaba esa instalación de una clientela
selecta: ricos empresarios,
políticos de moda, profesionales de sólido
prestigio. Entre ellos
estaba el periodista Enrique de la Osa, jefe de la
sección En Cuba,
de la revista Bohemia, siempre con una copa de Veterano de
Osborne en
la mano, rodeado de amigos y a la caza de la noticia. Era un
cliente
espléndido, que recompensaba con largueza el buen servicio. También
el
ex primer ministro Carlos Saladrigas, ensimismado y taciturno, y
Bobby
Maduro, uno de los dueños del Gran Stadium del Cerro y de la
Financiera
Nacional, locuaz y sonriente, satisfecho de la vida. El
senador Eduardo Chibás,
que nunca dio propinas, se desvivía por las
costillas de cerdo Baden, que Smith
preparaba para él en Los Tres
Ases.
Escuela de Televisión, animada por Gaspar
Pumarejo, el pionero de la
TV en Cuba, transmitía todas las noches desde el
local que fuera del
cine Prado, en el número 210 de la calle y que es donde
radican los
estudios de sonido del Icaic. Además del ya mencionado Fausto,
se
encontraba en Prado el cine Negrete, en la esquina de Trocadero, en
los
bajos del Centro de Dependientes del Comercio de La Habana, y los
cines Lara,
en el 353, y Capitolio, en el 563. El teatro Payret, en
la esquina de San
José, se inauguró el 23 de enero de 1877 y por su
escenario desfilaron famosos
cantantes de ópera, actrices como Sarah
Bernhardt y bailarinas como Anna
Pavlova. Fue adquirido en 1948 por
los sucesores de Laureano Falla Gutiérrez.
Los nuevos propietarios
decidieron remodelar el edificio. Cuando se reinauguró
en 1951 se
dedicó sobre todo a la exhibición de películas españolas.
El
cafecito de García
Casas de huéspedes y hotelitos de segunda, pero con una
buena cocina
como el Biarritz, en Prado 519, eran varios en el Paseo. Habría
que
mencionar asimismo otros como Regis, en el 163; Areces, en el
106;
Caribbean, en el 164; Pasaje, en el 515, y Saratoga, en el 603.
Las
tiendas de suvenir para turistas eran igualmente numerosas. Lo mismo
que
los bares, como Partagás, en el 359; Wonder Bar, en el 351, y la
Barrita de
Don Juan, en el 567. Abundaban los pequeños cafés, como el
Ninoska, llamado
después Barón Bar, en el número 115, frecuentado por
Fidel antes de los sucesos
del Moncada, y por Max Lesnik, líder de la
Juventud Ortodoxa. En el zaguán del
edificio marcado con el número
565, el cafecito del vizcaíno Lorenzo García
servía de tapadera a un
lucrativo negocio de préstamos al garrote, en el que el
pintoresco
sujeto jugaba siempre al seguro. Allí trabajaba el padre
del
escribidor que, pese a lo modesto de su empleo, recordó hasta el final
con
alegría aquella etapa de su vida.
Diario de la Marina, periódico fundado en
1832, tuvo no menos de
nueve domicilios hasta su emplazamiento definitivo en
Prado y Teniente
Rey, edificio construido a un costo de millón y medio de
pesos. El
decano de la prensa cubana, como se le llamaba todavía en 1960,
fue
vocero de la burguesía y, en especial, de los intereses españoles en
Cuba
y en menor medida de banqueros y hacendados.
Casi en el otro extremo del Paseo,
en el número 53, se alzaba el
llamado Palacio de la Radio, sede de RHC Cadena
Azul y la Cadena Roja,
emisoras pertenecientes a Amado Trinidad. Otras
radioemisoras de la
calle eran Radio Mambí (107) y Radio Caribe, que desde
el edificio
del Club de Cantineros se mantenía 24 horas al aire.
Radio
Continental, en el 206, y Radio García Serra, en el 260. En el Paseo
del
Prado radicaban asimismo la corresponsalía de la Prensa Unida
(158) y las
redacciones de Diario de Cuba (412) y la revista Lux
(615).
--
Ciro Bianchi
Ross
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