APUNTES DEL CARTULARIO
Ciro Bianchi Ross
¡Ese negro es un héroe!
La escena tiene lugar en el café El Cosmopolita, en la Acera del
Louvre, sobre el Paseo del Prado. Sentados a una de las mesas varios
jóvenes blancos, de distinguida presencia y elegantísimos con sus
trajes a la última moda, escuchan con avidez el relato de un negro que
puede triplicarles la edad. Avivado por la curiosidad de sus
interlocutores el hombre evoca a Antonio Maceo y a Calixto García,
alude a los tiempos en los que mandaba la escolta de Carlos Manuel de
Céspedes y detalla el ataque a El Caney y la batalla de la Loma de San
Juan, de los que fue protagonista.
Quien habla es el mayor general Jesús Rabí, un combatiente de las tres
guerras por la independencia de Cuba que no quiso ocupar cargos
públicos durante la intervención militar norteamericana y que ahora,
en la República, vive de un puesto de inspector de Montes y Minas. Uno
de los que escucha con atención es Alberto Yarini, El Rey, el más
grande y famoso de los chulos cubanos de todos los tiempos.
Cómo y por qué se entrecruzan los destinos de estos dos personajes es
algo que desconoce el cronista. Ni viene a cuento. El caso es que en
aquella remotísima tarde de comienzos del siglo pasado, Alberto Yarini
dio, a su modo y sin medir las consecuencias, una formidable lección
en defensa del orgullo y la dignidad de la nación.
Jesús Rabí nació en Jiguaní, Oriente, el 24 de junio de 1845 y el 13
de octubre de 1868, tres días después del Grito de Yara, se incorporó
como soldado a la tropa de Donato Mármol. El 15 entró en combate por
primera vez y el 26 estuvo al lado de Máximo Gómez en su primera carga
al machete en Pino de Baire. Peleó bajo las órdenes de Calixto García.
Participó en la Protesta de Baraguá y en el 95 se alzó en armas el
mismo 24 de febrero. Era ya General de Brigada cuando intervino en la
batalla de Peralejo donde Maceo se enfrentó al capitán general
Martínez Campos y ocasiónó unas 400 bajas a los españoles. En el 96
Rabí fue ascendido a Mayor General y otras vez bajo las órdenes de
Calixto García fue el segundo jefe de la agrupación de tropas que se
creó con vistas a la campaña de Santiago de Cuba. Murió en 1915.
Alberto Yarini nació en La Habana, en 1884. Estudió en los mejores
colegios de la capital y prosiguió sus estudios en Estados Unidos. En
1900 regresó a la Isla. Su padre, un prestigioso dentista y profesor
universitario, se empeñó en que siguiera sus pasos, pero Yarini no
acató la voluntad paterna. Tenía dos pasiones: la política y las
mujeres. La primera lo llevaría a afiliarse al Partido Conservador y a
prepararse para aspirar a un acta de Representante a la Cámara como
escalón inicial de la confesada ambición de alcanzar un día la
presidencia de la República. La segunda, lo convirtió en el más
ranqueado accionista del amor rentado. Cuando lo asesinaron tenía 11
mujeres bajo su égida y unas 25 llevaban tatuadas en alguna parte de
su cuerpo las iniciales de Alberto Yarini. Cometió, sin embargo, un
error imperdonable. Se enamoró de la pequeña Bertha, una prostituta
francesa regenteada por el chulo francés Luis Lotot. Se la arrebató y
Lotot vengó la ofensa.
El 21 de noviembre de 1910, Lotot y sus secuaces sorprendían a
traición a Yarini. Yarini y su acompañante lograron ripostar la
agresión y el francés cayó fulminado por un tiro que le abrió la
frente. Pero tres disparos habían ido a cebarse en el cuerpo del
afamado chulo cubano, aquel hombre que deslumbró por su belleza,
educación y virilidad. Murió el 22, a las 11 de la noche. Tenía 26
años de edad. Su entierro fue una de las mayores manifestaciones de
duelo que conoció La Habana.
Cómo y por qué se entrecruzaron los destinos de Rabí y Yarini es algo
que aún está por averiguarse. El caso es que aquella tarde de
comienzos del siglo pasado mientras que el general Rabí conversaba
con un grupo de jóvenes en El Cosmopolita, dos extranjeros, desde una
mesa cercana, hacían burlas del patriota negro. Yarini se percató de
ello y pidió al grupo trasladarse a otro sitio. Ya fuera del café,
volvió sobre sus pasos y se acercó a los dos extranjeros. En perfecto
inglés les dijo: ¡Ese negro es un héroe de mi país y hay que
respetarlo!
Entonces, sin pensarlo mucho, se echó hacia atrás como buscando
impulso, levantó rápido el brazo derecho y proyectó el puño una, dos,
tres veces, contra el rostro del que más se había burlado del cubano.
Al día siguiente los periódicos anunciaban que en la Acera del Louvre
un joven distinguido y de buena familia le había roto la nariz y la
mandíbula al Encargado de Negocios de la embajada norteamericana en La
Habana.
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Ciro Bianchi Ross
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