Hace 85 años cayó Machado
Ciro Bianchi Ross
ciro@juventudrebelde.cu
Todo es confusión en el Palacio Presidencial. El edificio ubicado en
la calle Refugio número 1, copado durante los ocho años precedentes
por una turba insaciable de apapipios y guatacas, va quedando vacío
por minutos.
Algunos se obstinan en permanecer; revolotean por el Salón de los
Espejos, se asoman a la sala reuniones del Consejo de Ministros,
husmean en el local de los ayudantes presidenciales. Quieren aferrarse
al menos a una esperanza, pero la realidad, monda y lironda, es ya del
dominio de todos: el dictador Gerardo Machado, el Egregio, el Primer
Obrero de la Patria, como le llaman sus incondicionales, el Mocho de
Camajuaní, según sus adversarios, ha presentado al Congreso una
solicitud de licencia que equivale a su renuncia, y el miedo y la
incertidumbre reinan en el Palacio. Es la tarde del 11 de agosto de
1933.
El mismo Machado, que proclamó a los cuatro vientos que ocuparía la
primera magistratura de la nación hasta el 20 de mayo de 1935, «ni un
minuto menos», desconoce qué hará. La cabeza parece querer estallarle,
por momentos la vista se le nubla y cree tener un paño negro delante
de los ojos. «Ya yo no era presidente. Me parecía mentira, sin embargo
el caos reinante en Palacio lo probaba de manera perenne», escribe en
sus memorias que con el título de Ocho años de lucha, no vieron la
luz hasta 1982. Añade que en ese momento su mayor anhelo era que un
sismo de proporciones monumentales sepultara a Cuba en el abismo del
océano o que una bomba gigantesca explotara y los borrara a todos.
Piensa, y así lo confiesa en sus recuerdos quizás de mentiritas, en el
suicidio. Con esa intención se palpa la pistola que lleva al cinto,
pero pronto abandona la idea. No lo escribe, pero tiene en verdad
dinero suficiente para seguir adelante. Es demasiado rico para
permitirse una debilidad como la del suicidio.
¡QUE SE VAYA!
La cuenta regresiva comenzó para la dictadura el.30 de septiembre de
1930, con la muerte del estudiante Rafael Trejo. La oposición desde
entonces no da tregua al régimen. El 1 de agosto de 1933 la Isla
amanece sin transporte. Una huelga patronal en protesta por el
impuesto de quince pesos diarios que el Distrito Central
(Ayuntamiento) de La Habana quiere imponer a los ómnibus, huelga a la
que pronto se suman empleados y trabajadores de las empresas
transportistas, es el detonante. En el transcurso de los días van al
paro maestros, empleados públicos, tipógrafos, periodistas. El 5 se
incorporan los médicos. Falta el pan, la carne y la leche, se esfuman
la cerveza y el hielo, no funciona el telégrafo y cierran las bodegas,
los restaurantes y los hoteles, y la represión apenas puede acallar el
grito de «¡qué se vaya!» que brota de todas las gargantas.
El 6 de agosto, la huelga general está en su clímax. El 7, mientras
el Parlamento discute la suspensión de las garantías constitucionales
y la Policía se empeña en abrir a culatazos los comercios, cobra
paso, a ritmo creciente, el rumor de la renuncia de Machado. La gente,
alborozada, se echa a la calle. Llega al Capitolio, gana el Parque
Central y se desbanda por el Paseo del Prado a fin de alcanzar el
Palacio Presidencial. Pero el dictador no ha renunciado y la Policía,
al mando del brigadier Antonio Ainciart, jefe del cuerpo, ametralla a
la multitud desarmada con el balance de unos veinte muertos y más de
cien heridos.
Al día siguiente, a las 9 30 de la mañana, Benjamín Sumner Welles,
embajador de Estados Unidos en Cuba, arriba al Palacio Presidencial.
Viste de negro y camina sin mirar hacia los lados ni saludar a nadie,
rígido, con los brazos estirados a lo largo del cuerpo. En contrate
con su vestimenta resalta en la mano derecha un sobre blanco. Contiene
el ultimátum: como la reforma constitucional de 1928 suprimió el cargo
de Vicepresidente, el dictador nombraría de inmediato un secretario de
Estado y pediría una licencia al Congreso, aunque seguiría en el
ejercicio de su cargo hasta que un vicepresidente, que podría ser el
mismo secretario de Estado designado, asumiera la primera
magistratura. Entonces renunciaría.
Tiene ya Machado el agua al cuello y lo sabe, pero no quiere
renunciar. Procura ganar tiempo. Parlamenta con los huelguistas, se
muestra dispuesto a acceder a sus demandas y promete legalizar los
organismos sindicales. El 9 sostiene una reunión de dos horas con
emisarios del Partido Comunista que se comprometen a tratar de
detener la huelga a cambio de la legalización del Partido. Los
huelguistas no tragan y la dirigencia de la organización da marcha
atrás en su promesa. Es lo que se llamaría «el error de agosto».
Está Machado en una situación sin salida entre la presión del
embajador norteamericano y el pueblo que no ceja en su actitud de
derrocarlo. Para remate, se le insubordina el Batallón no. 1 de
Artillería que, sin disparar un tiro, ocupa, la sede del Estado Mayor
del Ejército, en el Castillo de la Fuerza. Los amotinados emplazan las
ametralladoras en la calle O’Reilly y recaban el apoyo de la Cabaña,
la Quinta de los Molinos y el cuerpo de Aviación. No quieren a
Machado. Tampoco al general Alberto Herrera, jefe del Ejército, a
quien Sumner Welles propone como su sustituto. Es ya el 11 de agosto
ME VOY CON LOS MÍOS
El ayudante de guardia interrumpe la siesta del dictador a fin de que
atienda una llamada urgente que le dará noticias del motín de la
Artillería. Ante el temor de que asalten el Palacio, Machado mismo,
con un fusil calibre 28 en las manos, asume la defensa del edificio.
Ordena cerrar todas las puertas y que se haga fuego contra cualquier
unidad del Ejército que pretenda acercarse. Su hija Ángela Elvira
—Nena— y algunos allegados, lo conminan a que se refugie en un sitio
más seguro y escucha la invitación de que se traslade al campamento
militar de Columbia. «Me voy con los míos», se le escucha decir antes
de abordar el automóvil blindado marca Lincoln en que se mueve. Pero
en Columbia tampoco hay paz y allí el capitán Mario Torres Menier,
jefe de la Aviación, le pide cara a cara la renuncia.
Decide entonces trasladarse a la finca Nenita, su lugar de descanso
en la carretera que va de Santiago de las Vegas a Managua. Parece
sereno. Toma un baño, recorre el predio, invita a cenar a una familia
vecina. Pero las malas noticias no cesan. Su yermo José Emilio
Obregón, mayordomo de Palacio, le telefonea para informarle que el
general Herrera había sido proclamado Presidente. Aunque la noticia no
debió sorprenderle, impuesto como estaba de los enjuagues del
embajador norteamericano, dice a los que lo rodean: «El hombre en
quien yo más confiaba, me ha traicionado».
A última hora se niega a pernoctar en la finca y vuelve a Palacio. A
las nueve de la mañana del día 12 se entrevista con Herrera y cunde el
pánico al correrse la voz de que hay nuevo Presidente. En vano intenta
Machado aplacar el susto. Dice: «No hay que preocuparse. No he
renunciado ni renunciaré. Voy a Rancho Boyeros a acampar con el
Ejército para cumplir con mi deber de patriota». Se dispone a
abandonar el edificio y aquel hombre, tratado durante ocho años como
un Dios y que terminaría creyéndoselo, no puede hacerse de un hueco en
el ascensor. Tiene el general Herrera que imponerse para que lo dejen
entrar. Afuera, con el motor encendido, aguardaba el Lincoln
blindado. Regresaba a la finca Nenita, no para acampar con el
Ejército, sino para esperar la hora de la huida.
Llega a la Nenita el capitán Crespo Moreno, jefe del Batallón
Presidencial, con sede en el castillo de Atarés, con noticias de lo
que sucede en La Habana. Viene de la residencia particular de Machado,
en 27 entre L y M, en El Vedado, y dice que vio a la multitud
precipitarse sobre la jauría en fuga y penetrar en los cubiles
machadistas. Arden los periódicos que alabaron al régimen y las piras
en la vía pública señalan las casas que fueron «visitadas» por el
pueblo. Como ratas se esconden los ministros y los congresistas, los
apapipios y los guatacas.
Machado y sus adláteres escuchan horrorizados el relato de Crespo
Moreno. Nadie tiene ánimos para almorzar luego de que se sabe que de
los dos aviones de veinticuatro plazas cada uno que pidió Machado para
el viaje, solo habrá uno y de seis plazas. A esa hora apenas quedan
soldados en la custodia de la finca. La guarnición decidió ponerse a
buen recaudo.
FUGA Y REGRESO
A las 3:20 de la tarde del 12 de agosto, hace hoy 85 años, llega el
dictador al aeropuerto de Rancho Boyeros que entonces llevaba su
nombre. Lo acompañan funcionarios del régimen depuesto y el brigadier
Antonio Ainciart, de la Policía, todos bajo la protección de los
pistoleros de Colinche, jefe de la escolta presidencial. Al Sikorsky
N. M, anfibio, de color negro, perteneciente a la Pan American
Airways, que el embajador norteamericano dispuso para la fuga, suben
con Machado el ex alcalde habanero Pepito Izquierdo, los ex
secretarios Octavio Averhoff, de Hacienda, y Eugenio Molinet, de
Agricultura, y los capitanes Vila y Crespo Moreno. Entre otros,
quedan en la pista Carlos Miguel de Céspedes, ex secretario de
Educación, y antes de Obras Públicas, el brigadier Ainciart, el guarda
espaldas Colinche y el senador Wilfredo Fernández.
¿Qué pasó con ellos?
Colinche, que acompañaba a Machado desde los días de la Guerra de
Independencia, desapareció. Se supone que, de manera clandestina,
volvió a Canarias, de donde había venido. Ainciart se pegó un tiro
cuando, vestido de mujer, estaba a punto de caer en manos del grupo
de estudiantes que lo perseguía. Wilfredo Fernández, que era un gran
periodista, fue apresado cuando intentaba salir de Cuba en un barco.
De nada valió el salvoconducto que autorizaba su salida del país.
Cuando la multitud trataba de lincharlo, dijo a sus captores: «Denme
un revolver, pero no me entreguen a las turbas». Se suicidó en la
prisión de la Cabaña. Céspedes se escondió un tiempo en un central
azucarero y después salió de Cuba disfrazado de pescador. Crespo
Moreno murió en Santo Domingo, donde, recomendado por Machado, estuvo
al servicio del sátrapa Rafael Leónidas Trujillo.
Molinet, Averhoff, Pepito Izquierdo y Céspedes regresaron a la Isla
sobre 1937, cuando empezaron a volver los machadistas y una ley de
amnistía benefició a los culpables. Averhoff recuperó sus propiedades,
incluido su «castillo» de Mantilla, pero prefirió estrenar casa nueva
en 17 y L, en El Vedado, y allí vivía todavía en 1960. Molinet tuvo
que conformarse con el puestecito de jefe de la agricultura urbana en
el Ayuntamiento habanero. y el arrogante Pepito Izquierdo, que lo
perdió todo, terminó como empleado de una bolera. Céspedes restauró
Villa Miramar —restaurante 1830— y donó a la Iglesia Católica el
terreno donde se construiría el bellísimo templo del Corpus Christi, a
la entrada del Gran Bulevar del Country Club —calle 146— y los
terrenos donde se emplazaría la Universidad Católica de Santo Tomás de
Villanueva. Volvió a la política. Fue Senador, pero vio frustradas sus
aspiraciones a la Alcaldía de La Habana. Murió en 1955 y fue velado en
el Capitolio.
¿Y Machado? Falleció en Miami, en marzo de 1939. En los años 40 el
Congreso de la República dispuso que sus restos nunca pudieran ser
traídos a Cuba.
--
Ciro Bianchi Ross
cbianchi@enet.cu
http://wwwcirobianchi.blogia.com/
http://cbianchiross.blogia.com/
Ciro Bianchi Ross
ciro@juventudrebelde.cu
Todo es confusión en el Palacio Presidencial. El edificio ubicado en
la calle Refugio número 1, copado durante los ocho años precedentes
por una turba insaciable de apapipios y guatacas, va quedando vacío
por minutos.
Algunos se obstinan en permanecer; revolotean por el Salón de los
Espejos, se asoman a la sala reuniones del Consejo de Ministros,
husmean en el local de los ayudantes presidenciales. Quieren aferrarse
al menos a una esperanza, pero la realidad, monda y lironda, es ya del
dominio de todos: el dictador Gerardo Machado, el Egregio, el Primer
Obrero de la Patria, como le llaman sus incondicionales, el Mocho de
Camajuaní, según sus adversarios, ha presentado al Congreso una
solicitud de licencia que equivale a su renuncia, y el miedo y la
incertidumbre reinan en el Palacio. Es la tarde del 11 de agosto de
1933.
El mismo Machado, que proclamó a los cuatro vientos que ocuparía la
primera magistratura de la nación hasta el 20 de mayo de 1935, «ni un
minuto menos», desconoce qué hará. La cabeza parece querer estallarle,
por momentos la vista se le nubla y cree tener un paño negro delante
de los ojos. «Ya yo no era presidente. Me parecía mentira, sin embargo
el caos reinante en Palacio lo probaba de manera perenne», escribe en
sus memorias que con el título de Ocho años de lucha, no vieron la
luz hasta 1982. Añade que en ese momento su mayor anhelo era que un
sismo de proporciones monumentales sepultara a Cuba en el abismo del
océano o que una bomba gigantesca explotara y los borrara a todos.
Piensa, y así lo confiesa en sus recuerdos quizás de mentiritas, en el
suicidio. Con esa intención se palpa la pistola que lleva al cinto,
pero pronto abandona la idea. No lo escribe, pero tiene en verdad
dinero suficiente para seguir adelante. Es demasiado rico para
permitirse una debilidad como la del suicidio.
¡QUE SE VAYA!
La cuenta regresiva comenzó para la dictadura el.30 de septiembre de
1930, con la muerte del estudiante Rafael Trejo. La oposición desde
entonces no da tregua al régimen. El 1 de agosto de 1933 la Isla
amanece sin transporte. Una huelga patronal en protesta por el
impuesto de quince pesos diarios que el Distrito Central
(Ayuntamiento) de La Habana quiere imponer a los ómnibus, huelga a la
que pronto se suman empleados y trabajadores de las empresas
transportistas, es el detonante. En el transcurso de los días van al
paro maestros, empleados públicos, tipógrafos, periodistas. El 5 se
incorporan los médicos. Falta el pan, la carne y la leche, se esfuman
la cerveza y el hielo, no funciona el telégrafo y cierran las bodegas,
los restaurantes y los hoteles, y la represión apenas puede acallar el
grito de «¡qué se vaya!» que brota de todas las gargantas.
El 6 de agosto, la huelga general está en su clímax. El 7, mientras
el Parlamento discute la suspensión de las garantías constitucionales
y la Policía se empeña en abrir a culatazos los comercios, cobra
paso, a ritmo creciente, el rumor de la renuncia de Machado. La gente,
alborozada, se echa a la calle. Llega al Capitolio, gana el Parque
Central y se desbanda por el Paseo del Prado a fin de alcanzar el
Palacio Presidencial. Pero el dictador no ha renunciado y la Policía,
al mando del brigadier Antonio Ainciart, jefe del cuerpo, ametralla a
la multitud desarmada con el balance de unos veinte muertos y más de
cien heridos.
Al día siguiente, a las 9 30 de la mañana, Benjamín Sumner Welles,
embajador de Estados Unidos en Cuba, arriba al Palacio Presidencial.
Viste de negro y camina sin mirar hacia los lados ni saludar a nadie,
rígido, con los brazos estirados a lo largo del cuerpo. En contrate
con su vestimenta resalta en la mano derecha un sobre blanco. Contiene
el ultimátum: como la reforma constitucional de 1928 suprimió el cargo
de Vicepresidente, el dictador nombraría de inmediato un secretario de
Estado y pediría una licencia al Congreso, aunque seguiría en el
ejercicio de su cargo hasta que un vicepresidente, que podría ser el
mismo secretario de Estado designado, asumiera la primera
magistratura. Entonces renunciaría.
Tiene ya Machado el agua al cuello y lo sabe, pero no quiere
renunciar. Procura ganar tiempo. Parlamenta con los huelguistas, se
muestra dispuesto a acceder a sus demandas y promete legalizar los
organismos sindicales. El 9 sostiene una reunión de dos horas con
emisarios del Partido Comunista que se comprometen a tratar de
detener la huelga a cambio de la legalización del Partido. Los
huelguistas no tragan y la dirigencia de la organización da marcha
atrás en su promesa. Es lo que se llamaría «el error de agosto».
Está Machado en una situación sin salida entre la presión del
embajador norteamericano y el pueblo que no ceja en su actitud de
derrocarlo. Para remate, se le insubordina el Batallón no. 1 de
Artillería que, sin disparar un tiro, ocupa, la sede del Estado Mayor
del Ejército, en el Castillo de la Fuerza. Los amotinados emplazan las
ametralladoras en la calle O’Reilly y recaban el apoyo de la Cabaña,
la Quinta de los Molinos y el cuerpo de Aviación. No quieren a
Machado. Tampoco al general Alberto Herrera, jefe del Ejército, a
quien Sumner Welles propone como su sustituto. Es ya el 11 de agosto
ME VOY CON LOS MÍOS
El ayudante de guardia interrumpe la siesta del dictador a fin de que
atienda una llamada urgente que le dará noticias del motín de la
Artillería. Ante el temor de que asalten el Palacio, Machado mismo,
con un fusil calibre 28 en las manos, asume la defensa del edificio.
Ordena cerrar todas las puertas y que se haga fuego contra cualquier
unidad del Ejército que pretenda acercarse. Su hija Ángela Elvira
—Nena— y algunos allegados, lo conminan a que se refugie en un sitio
más seguro y escucha la invitación de que se traslade al campamento
militar de Columbia. «Me voy con los míos», se le escucha decir antes
de abordar el automóvil blindado marca Lincoln en que se mueve. Pero
en Columbia tampoco hay paz y allí el capitán Mario Torres Menier,
jefe de la Aviación, le pide cara a cara la renuncia.
Decide entonces trasladarse a la finca Nenita, su lugar de descanso
en la carretera que va de Santiago de las Vegas a Managua. Parece
sereno. Toma un baño, recorre el predio, invita a cenar a una familia
vecina. Pero las malas noticias no cesan. Su yermo José Emilio
Obregón, mayordomo de Palacio, le telefonea para informarle que el
general Herrera había sido proclamado Presidente. Aunque la noticia no
debió sorprenderle, impuesto como estaba de los enjuagues del
embajador norteamericano, dice a los que lo rodean: «El hombre en
quien yo más confiaba, me ha traicionado».
A última hora se niega a pernoctar en la finca y vuelve a Palacio. A
las nueve de la mañana del día 12 se entrevista con Herrera y cunde el
pánico al correrse la voz de que hay nuevo Presidente. En vano intenta
Machado aplacar el susto. Dice: «No hay que preocuparse. No he
renunciado ni renunciaré. Voy a Rancho Boyeros a acampar con el
Ejército para cumplir con mi deber de patriota». Se dispone a
abandonar el edificio y aquel hombre, tratado durante ocho años como
un Dios y que terminaría creyéndoselo, no puede hacerse de un hueco en
el ascensor. Tiene el general Herrera que imponerse para que lo dejen
entrar. Afuera, con el motor encendido, aguardaba el Lincoln
blindado. Regresaba a la finca Nenita, no para acampar con el
Ejército, sino para esperar la hora de la huida.
Llega a la Nenita el capitán Crespo Moreno, jefe del Batallón
Presidencial, con sede en el castillo de Atarés, con noticias de lo
que sucede en La Habana. Viene de la residencia particular de Machado,
en 27 entre L y M, en El Vedado, y dice que vio a la multitud
precipitarse sobre la jauría en fuga y penetrar en los cubiles
machadistas. Arden los periódicos que alabaron al régimen y las piras
en la vía pública señalan las casas que fueron «visitadas» por el
pueblo. Como ratas se esconden los ministros y los congresistas, los
apapipios y los guatacas.
Machado y sus adláteres escuchan horrorizados el relato de Crespo
Moreno. Nadie tiene ánimos para almorzar luego de que se sabe que de
los dos aviones de veinticuatro plazas cada uno que pidió Machado para
el viaje, solo habrá uno y de seis plazas. A esa hora apenas quedan
soldados en la custodia de la finca. La guarnición decidió ponerse a
buen recaudo.
FUGA Y REGRESO
A las 3:20 de la tarde del 12 de agosto, hace hoy 85 años, llega el
dictador al aeropuerto de Rancho Boyeros que entonces llevaba su
nombre. Lo acompañan funcionarios del régimen depuesto y el brigadier
Antonio Ainciart, de la Policía, todos bajo la protección de los
pistoleros de Colinche, jefe de la escolta presidencial. Al Sikorsky
N. M, anfibio, de color negro, perteneciente a la Pan American
Airways, que el embajador norteamericano dispuso para la fuga, suben
con Machado el ex alcalde habanero Pepito Izquierdo, los ex
secretarios Octavio Averhoff, de Hacienda, y Eugenio Molinet, de
Agricultura, y los capitanes Vila y Crespo Moreno. Entre otros,
quedan en la pista Carlos Miguel de Céspedes, ex secretario de
Educación, y antes de Obras Públicas, el brigadier Ainciart, el guarda
espaldas Colinche y el senador Wilfredo Fernández.
¿Qué pasó con ellos?
Colinche, que acompañaba a Machado desde los días de la Guerra de
Independencia, desapareció. Se supone que, de manera clandestina,
volvió a Canarias, de donde había venido. Ainciart se pegó un tiro
cuando, vestido de mujer, estaba a punto de caer en manos del grupo
de estudiantes que lo perseguía. Wilfredo Fernández, que era un gran
periodista, fue apresado cuando intentaba salir de Cuba en un barco.
De nada valió el salvoconducto que autorizaba su salida del país.
Cuando la multitud trataba de lincharlo, dijo a sus captores: «Denme
un revolver, pero no me entreguen a las turbas». Se suicidó en la
prisión de la Cabaña. Céspedes se escondió un tiempo en un central
azucarero y después salió de Cuba disfrazado de pescador. Crespo
Moreno murió en Santo Domingo, donde, recomendado por Machado, estuvo
al servicio del sátrapa Rafael Leónidas Trujillo.
Molinet, Averhoff, Pepito Izquierdo y Céspedes regresaron a la Isla
sobre 1937, cuando empezaron a volver los machadistas y una ley de
amnistía benefició a los culpables. Averhoff recuperó sus propiedades,
incluido su «castillo» de Mantilla, pero prefirió estrenar casa nueva
en 17 y L, en El Vedado, y allí vivía todavía en 1960. Molinet tuvo
que conformarse con el puestecito de jefe de la agricultura urbana en
el Ayuntamiento habanero. y el arrogante Pepito Izquierdo, que lo
perdió todo, terminó como empleado de una bolera. Céspedes restauró
Villa Miramar —restaurante 1830— y donó a la Iglesia Católica el
terreno donde se construiría el bellísimo templo del Corpus Christi, a
la entrada del Gran Bulevar del Country Club —calle 146— y los
terrenos donde se emplazaría la Universidad Católica de Santo Tomás de
Villanueva. Volvió a la política. Fue Senador, pero vio frustradas sus
aspiraciones a la Alcaldía de La Habana. Murió en 1955 y fue velado en
el Capitolio.
¿Y Machado? Falleció en Miami, en marzo de 1939. En los años 40 el
Congreso de la República dispuso que sus restos nunca pudieran ser
traídos a Cuba.
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Ciro Bianchi Ross
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