martes, 3 de abril de 2018

GENTE QUE HE VISTO

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Gente que he visto
Ciro Bianchi Ross
ciro@juventudrebelde.cu

El escribidor conoció a Dulce María Loynaz en 1980. Se decía entonces,
y no era del todo infundado, que la poetisa, que cuando estaba casada
con Pablo Álvarez de Cañas, bien pagado cronista social del periódico
El País, ofrecía en su casa recepciones hasta para mil personas, no
recibía ya ni concedía entrevistas porque se había enterrado en vida.
Aun así, la llamé por teléfono y me recibió en la tarde siguiente. Me
dijo: Joven, usted que vive en el mundo, cuénteme qué pasa fuera. Yo
acopiaba entonces información para mi libro sobre los días cubanos de
García Lorca y le pedí que me contara sobre lo cierto y lo falso en su
relación con el poeta andaluz. Lo hizo con lujo de detalles. Creo que
fui el primer periodista cubano que la entrevistó después de 1959.
Me habló mucho sobre Pablo, de quien llegaron a comentarse romances
reales o supuestos con una ex Primera Dama de la República y con una
de las figuras más conspicuas de la aristocracia cubana. Dulce María
ignoraba lo que hubo de cierto en esos amores; sí que Pablo, que no
contaba con el favor de la familia de la escritora, pasó 26 años
pretendiéndola sin desmayos hasta que logró que lo aceptara cuando
ella tenía ya 44 y un divorcio.
PACIENCIA Y PASIÓN DE SANTIAGO ÁLVAREZ
Hubiera querido ser médico y estudió durante dos años para serlo, pero
la vida lo obligó por otros caminos. Fregó platos en Brooklyn y
trabajó como minero en un pueblecito de inmigrantes italianos cerca de
Filadelfia. Antes, en La Habana, había sido aprendiz de tipógrafo y de
linotipista… Pese a definirse como un Piscis consecuente, Santiago
Álvarez, una de las grandes figuras mundiales del cine documental, no
nació cineasta; aprendió a serlo cuando tenía ya 40 años de edad. No
sabía nada de cine entonces, reconoció en una ocasión, pero tenía
vocación periodística, lo impelía la necesidad ética de expresar la
realidad de un mundo convulsionado y quería, con lo suyo, salir al
paso a noticieros que se exhibían en esos momentos y que, a su juicio,
no reflejaban adecuadamente el acontecer nacional.
Surgía así el Noticiero del Instituto Cubano del Arte y la Industria
Cinematográficos (ICAIC) y pronto empezaría a realizar documentales.
Sobre la marcha, de manera un tanto intuitiva, Santiago afinaba su
estilo y definía su estética. Concluyó que la noticia de hoy, no tenía
que ser fiambre mañana y que debía ver más allá de la actualidad
noticiosa y buscar la perdurabilidad de un hecho. Empezó a olvidarse
del tiempo de duración de sus documentales porque reparó en que cada
tema exige el tiempo que necesita. Revolucionó el montaje. Se percató
de que no solo la imagen es importante. Descubrió y resaltó los
valores de la banda sonora y se valió de la música con una intención
narrativa, eliminando, en ocasiones, al narrador oral. Now, un
documental contra el racismo, es, dicen algunos, el primer video clip
de la historia, opinión que el cineasta no compartía, pero que tiene
una base sólida. Para él, L. B. J., una historia de la violencia en EE
UU, es «el verdadero documental» porque carece de narración oral y
tiene en cambio narrativa musical.
Pero Santiago Álvarez no mostraba particular preferencia por ninguno
de los documentales que realizó. Aseguraba que cada uno de sus filmes
–y fueron más de cien documentales y 600 noticieros- surgió de una
circunstancia diferente y en un momento muy especial. Pero se
emocionaba cuando hablaba sobre títulos como Hanoi, martes 13 y 79
primaveras, sobre la agresión norteamericana a Viet Nam, De América
soy hijo y a ella me debo, sobre la visita de Fidel a Chile, en 1971,
y Mi hermano Fidel, que plasma la conversación del dirigente con un
viejo campesino de las montañas de la zona oriental de la Isla. No se
percata el anciano, por problemas de la vista, de quién es su
interlocutor. Cuando ya avanzado el dialogo se percata de que es
Fidel Castro en persona con quien conversa, le dice: «Usted es Fidel»
y tiembla de emoción.
«Yo me emociono con lo que hago; si no fuera así, no emocionaría a la
gente. El día en que mi trabajo me aburra, tendré que reconocer que
perdí la inspiración», aseguraba el cineasta que tenía un método de
trabajo sui generis que ejemplificaba con De América soy hijo… el
documental más largo que se ha hecho en Cuba. Sobrepasa las tres horas
de exhibición y exigió unos 80 000 pies de película de 35 milímetros.
A la hora de editar, tal como hacía siempre, Santiago desglosó la
película por planos y la fue colgando en percheros. «Así,
manoseándola mucho, tocándola una y otra vez, es como monto un filme,
plano por plano, secuencia por secuencia. De ese modo quedo seguro de
que no desperdicio nada bueno, que nada se me queda en el tintero».
Se definía como un hombre impaciente y amante de la aventura. Tanta
fue su impaciencia, recordaba, que obligó a su madre a parir en una
ambulancia. Tenía siempre en algún rincón de su oficina una maleta con
lo imprescindible por si debía salir de viaje de improviso. Sus dos
hijos más pequeños nacieron cuando el cineasta sobrepasaba ya los 50.
Disfrutaba más una buena novela que una buena película. Y no temió
nunca al panfleto porque «los hay muy buenos, como El manifiesto
comunista». Con la Revolución no solo aprendió a hacer cine; aprendió
también a ser. «El trabajo constante, paciente y apasionado en el
cine ha sido seguramente la consecuencia de haber vivido en un mundo
agónico y desigual», escribió, en 1987, para la revista francesa
Cahiers du Cinéma.
Santiago Álvarez falleció en La Habana, donde había nacido, en mayo
de 1998. Le restaban unos meses para arribar a los 80 años. El hubiera
querido, y así lo dijo varias veces, llegar a los 105.
RECUERDO DE TITÓN
Sus amigos recuerdan su rigor y su honestidad; su actitud
intransigente frente a lo mal hecho, su agudo sentido del humor. Dicen
que, aunque podía mostrar toda su ternura, era ríspido y peleón y, por
momentos, ácido, burlesco, hiriente. Pero sabía crear un clima de
juego y alegría que facilitaba el trabajo en las filmaciones, y, con
una actitud flexible y abierta, podía escuchar y aceptar los aportes
que, durante la realización de una película, surgían de la discusión
improvisada. Su obra fue reflejo intenso de su personalidad y de su
tiempo, dice el ensayista Reynaldo González; comunión de militancia
disciplinada y cuestionamiento polémico en un compromiso absoluto con
su país y con su época.
Tomás Gutiérrez Alea es el más emblemático de los directores cubanos
de cine. Su película Memorias del subdesarrollo, esa cinta ácida e
hímnica al mismo tiempo, como la califica el poeta Roberto Fernández
Retamar, lo consagró entre los grandes, y su penúltimo filme, Fresa y
chocolate, que codirigió con Juan Carlos Tabío, le dio la alegría de
verse nominado al Oscar. Pero Titón, como le llamaban sus amigos, fue
un cineasta que vivió tan ajeno a los lauros como a las
incomprensiones y molestias que pudiese provocar su quehacer. Le
interesaba, sí, y mucho el juicio del espectador. Cuando lo entrevisté
para La Gaceta de Cuba a raíz del estreno de Una pelea cubana contra
los demonios fue él quien hizo las primeras preguntas porque quería
saber qué decía la gente en la calle de su película.
Realizó documentales que nunca se estrenaron. Hubo otro Titón que se
conoció menos: el magnífico dibujante, el consumado pianista, el hábil
bailarín de tap, el poeta que recogió sus versos en el cuaderno
Reflejos, que imprimó él mismo valiéndose de una imprentita de mano.
Retamar gusta evocarlo también como el árbitro de la moda que fue sin
proponérselo, y la realizadora Rebeca Chávez dice que tenía los ojos
azules más expresivos del cine cubano. A Gutiérrez Alea encantaban
esos pequeños piropos que estimulaban su ego.
A comienzos de los 90 el cineasta llegó a tener en sus manos más de 20
proyectos, entre ellos uno sobre la novela Los pasos perdidos, de
Carpentier. Pero estaba ya herido de muerte. Amigos norteamericanos
del mundo del cine sufragaron los gastos de la delicada y costosa
intervención quirúrgica a la que se sometió en EE UU., que le
prolongó la vida. El mal reapareció, implacable, y Titón pidió a
Juan Carlos Tabío (Se permuta, El elefante y la bicicleta, Lista de
espera…) su colaboración para Fresa y chocolate. El binomio volvería
al armarse para la filmación de Guantanamera. Desde La muerte de un
burócrata y Los sobrevivientes, la muerte había sido un elemento
clave en su obra. Pero ya no era tema ni elemento, ahora lo rondaba
de verdad, la sabía cada vez más cercana y esa cinta, su última
realización cinematográfica, significó un exorcismo, su manera de
asumirla como necesidad y consecuencia de la vida.
ENCUENTROS CON ALEJO
Entonces las ferias del libro no se convocaban todos los años, como
ahora, y tenían como único escenario el céntrico Pabellón Cuba, en la
mítica Rampa habanera. Había adquirido un ejemplar de la segunda
edición, correspondiente a 1965, de El siglo de las luces y al ganar
la calle 21 me topé cara a cara con Alejo Carpentier. Carpentier en
persona. Atreviéndome más de lo que me atrevía entonces le pedí que me
firmara su libro. Lo hizo y puso la fecha: junio de 1966.
Ese mismo año volvería a ver a nuestro gran novelista cuando en
noviembre la Biblioteca Nacional, con una exposición deslumbrante de
sus libros, manuscritos, fotos y otros documentos, le rindió homenaje
con motivo de sus 45 años de trabajo intelectual.
Por aquella época Carpentier se asomaba de cuando en cuando a la
prensa cubana, y en el periódico El Mundo, siempre en primera plana,
aparecían sus artículos. Fue un periodista de toda la vida y, por
muchas que fueran sus ocupaciones encontró siempre tiempo para
transitar ese puente de información y entendimiento que es el
periodismo. En su bibliografía, una parte muy dilatada la ocupa su
labor en ese campo. El narrador publicó su artículo inicial el 23 de
noviembre de 1922. Escribiría el último el 24 de abril de 1980, el
mismo día de su muerte. Nunca renegó de su quehacer para la prensa;
dijo siempre que benefició su carrera de escritor, aunque jamás fue
remiso a reconocer que en determinados momentos lo hizo porque se lo
pagaban.
El escribidor tuvo la oportunidad de entrevistarlo en 1972; una larga
entrevista que apareció en la revista Cuba en ocasión de los 70 años
del narrador.
Volvimos a vernos durante las sesiones del Parlamento cubano. Él era
diputado y yo, como periodista, «cubría» aquellas reuniones. Intenté
otra entrevista, pero no la conseguí. Después murió. Sus restos se
velaron en la base del monumento a José Martí, en la Plaza de la
Revolución. Una multitud silenciosa y anónima lo acompañó a pie, tras
el coche fúnebre, en su último viaje. A lo largo del trayecto del
cortejo, miles de personas se agolpaban en la calle, portales,
ventanas y balcones para de esa manera decir también adiós al gran
novelista.










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Ciro Bianchi Ross
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