domingo, 17 de diciembre de 2017

TOROS EN CUBA

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Toros en Cuba
Ciro Bianchi Ross
ciro@juventudrebelde.cu

No es mucho lo que se recuerda acerca de las lidias de toros en Cuba.
Más que el espectáculo taurino en sí, lo que pervive en el imaginario
popular es el nombre de un torero que, para colmo no era cubano. Y aun
así, cuando hoy se evoca el paso por La Habana de aquel matador de
toros, no se le trae a cuento por sus proezas en el ruedo como el
estoqueador colosal que fue, sino por sus tórridos amores, durante sus
días habaneros, con la famosa actriz francesa Sarah Bernhardt. Algo
hay más que eso, sin embargo. Por su excentricidad y valentía en la
plaza y su suerte como don juan, dio pie a una frase que pervive
hasta hoy y que se emplea ante un propósito que entraña dificultades
enormes que no salva «…ni Mazzantini el torero».
Ya habrá imaginado el lector que se alude a Luis Mazzantini y Eguía,
que a fines de 1886 llegó a la capital cubana con un contrato para
celebrar catorce corridas que, por el interés que despertaron, se
convirtieron en diez y seis. Todas en la plaza de Infanta cerca de
Carlos III, donde se halla lo que queda del restaurante Las Avenidas.
Era un hombre amante de la ópera y con una cultura poco común en un
torero. Refiere la crónica que aquí alternó con lo más selecto de la
sociedad y llamó tanto la atención por su forma de vestir que impuso
modas y costumbres. Se vendieron camisas, pantalones, chaquetas y
accesorios como los que él utilizaba, y los fabricantes de puros
dieron su nombre a nuevas vitolas. Fue, para decirlo en pocas
palabras, el hombre del día en La Habana.
CONTRA MOSCAS Y MOSQUITOS
La primera corrida de toros entre nosotros tuvo lugar en 1538, en
Santiago de Cuba, en ocasión de la llegada de Hernando de Soto,
gobernador de la Isla y Adelantado de la Florida, el hombre que buscó
allí la fuente de la eterna juventud, empeño en que perdió la vida.
Un remoto antecedente de ese suceso lo refiere el padre Bartolomé de
las Casas en su Historia de las Indias. Recuerda en las páginas de ese
libro que el día del Corpus Christi de 1514, «cuatro días después
del domingo de la Santísima Trinidad», se lidiaron aquí «un toro o
toros». Y a renglón seguido da cuenta Las Casas de un incidente que
nada tiene que ver el toreo. Menciona a un tal Salvador que llega a
Cuba procedente de la isla de Santo Domingo y «se halló aquel día de
Corpus Christi con los otros que dije haber lidiado los toros, y
viniendo, después de lidiados, todos juntos, saltando y holgándose, y
él entrándose en su posada echóse hablando y riendo a descansar sobre
un arca, y tal como se echó dio un grito diciendo ¡ay! Y súbitamente
expiró».
No demorarían las lidias, en 1569, en llegar a La Habana, y algunas
tuvieron una repercusión enorme como las que se dedicaron a San
Cristóbal, patrón de la villa, al que los vecinos prometieron treinta
y dos corridas si eliminaba moscas y mosquitos, hormigas y bibijaguas.
Pero en 1682 se prohíbe lidiar toros en días de fiesta. Muy famosa fue
asimismo la corrida con la que se aclamó en La Habana el ascenso al
trono español de Carlos III. Antes había tenido lugar una corrida en
Matanzas.
No hubo propiamente una plaza de toros en esta ciudad hasta 1769,
cuando se instaló la de Monte esquina a Arsenal, en un sitio después
llamado el Basurero. Años después, en 1796, hubo otra donde se cortan
las calles Monte y Egido. La tercera, en 1818, se emplazó en la calle
Águila, al fondo de la posada de un tal Cabrera, y en el Campo de
Marte (actual Plaza de la Fraternidad) se situó la siguiente en 1825;
duraría hasta 1836. Muy concurrido fue el rodeo que, en 1842, se
instaló en la plaza principal de Regla para corridas y novilladas: los
habaneros cruzaban la bahía para no perderse el espectáculo. En 1853
se construye la plaza de Belascoaín en la calzada de ese nombre entre
Virtudes y Concordia, cerca de la Casa de Beneficencia, sitio que
ahora ocupa el hospital Hermanos Ameijeiras. La última plaza que se
construyó es la ya aludida de Infanta y Carlos III.
Las corridas de toros fueron suspendidas por el interventor militar
norteamericano en 1899. Lo cierto es que desde los alrededores de
1830, cuando empiezan a hacerse sentir los primeros vagidos de la
identidad nacional, el criollo se entusiasmó con las peleas de gallos
por encima de los toros, prefirió el café negro al chocolate y los
frijoles negros a los garbanzos y sustituyó el pan mojado en el guiso
de los peninsulares por un buen plato de arroz con frijoles.
Ya en la República hubo intentos de restablecer las corridas con el
pretexto del turismo extranjero que podrían atraer, y hasta llegó a
constituirse un Comité Pro Arte Taurino. Pero ya habían pasado
definitivamente. Por suerte.
SEÑORITO LOCO
Hijo de padre italiano y madre vasca, Luis Mazzantini nació en
Elgóibar, Guipúzcoa, el 10 de octubre de 1856. Hizo estudios en
Francia e Italia y, ya como Bachiller en Artes, represó a su país
natal como secretario en la comitiva del rey Amadeo de Saboya que
tomaría posesión del trono español. Trabajó como telegrafista, y quiso
ser cantante de ópera. «En este país de los prosaicos garbanzos, solo
se puede ser cantante o torero… y yo no he sabido dar el do de pecho»,
dijo. De manera que se decidió por el toreo en una edad tardía y sin
haber sido antes banderillero. Buscaba dinero y fama. Conseguiría
holgadamente ambas cosas.
Apadrinado por Frascuelo, recibió la alternativa de manos de Rafael
Molina (Lagartijo) en una plaza de Sevilla, el 29 de mayo de 1884.
Dicen los especialistas que era torpe con el capote y no muy garboso
con la muleta, pero sí un torero fenomenal y muy técnico cuya valentía
se propagó rápidamente por la península. Pronto le llamaron Don Luis y
su forma de vestir fue imitada por muchos. Era una personalidad fuerte
y atrayente dentro y fuera del ruedo. Un defensor de la pureza de la
Fiesta que logró imponer el sorteo de los toros ya que hasta entonces
era el principal matador quien escogía, con beneplácito del ganadero,
la bestia que quería torear, en detrimento de los demás matadores.
Consiguió además mejoras en los honorarios de los diestros.
Mazzantini llegó a matar casi tres mil toros y llegó a ganar seis mil
pesetas por corrida en las décadas finales del siglo XIX.
Por su inclinación a la música, los artistas y las tertulias
literarias le apodaron «Señorito loco».
SARAH
Decía Alejandro Dumas que Sarah Bernhardt tenía cara de ángel y cuerpo
de escoba. En contra de lo que afirman algunos autores, no le habían
amputado una pierna cuando conoció a Mazzantini en La Habana. Eso
ocurriría en 1915. Tampoco era una anciana cuando tuvo lugar el
romance. Tenía ella 42 años de edad. Él, 30.
Su verdadero nombre era Henriette Rosine Bernard. En 1862 entró a
formar parte del colectivo de la Comedia Francesa y a lo largo de su
vida contribuyó decisivamente al éxito de obras de Víctor Hugo y del
propio Dumas. Sus mayores éxitos los conoció con las interpretaciones
de La dama de las camelias y El aguilucho.
En 1880 emprendió una larga gira por Europa y América y no regresó a
Paris hasta 1893, cuando asumió la dirección del teatro Renaissance y,
cinco años después, del Teatro de las Naciones. Sus problemas de
salud no le hicieron interrumpir su carrera. Cuando murió, el 26 de
marzo de 1923, se preparaba para filmar su primera película.
Dos veces estuvo en Cuba. En la primera visita, dijo que los cubanos
eran indios con levita. En la segunda, emplazada por el periodista
Armando Dobal del Diario de la Marina, se retractó de sus palabras en
una carta que apareció en las páginas de ese periódico. El escribidor
vio el documento original y tuvo una fotocopia, que se extravió, para
no aparecer, en la redacción de una revista.
UN AMOR EN LA HABANA
Existen varias versiones acerca del encuentro entre la diva y el
diestro. Algunos afirman que ella acudió a verlo torear, «y cuando el
matador ya había cumplido su faena y recorría la plaza orgulloso de su
hazaña, cruzó su mirada con la misteriosa dama y ese contacto visual
resultó suficiente para cautivarlo…» La invitó a participar en una
becerrada con toda la compañía.
Otros aseguran que se conocieron en el hotel Inglaterra, donde ambos
se hospedaban. Coincidieron en el restaurante del establecimiento y
ella observó como, tras la cena, él encendía un tabaco y salía a la
calle seguido por una corte de admiradores.
Volvieron a encontrarse en el mismo sitio y una vez que él encendió
su tabaco, ella lo hizo llamar con un camarero. Galante y juncal,
Mazzantini atravesó el salón, le besó la mano y preguntó en qué podía
servirla. Dijo ella que quería que la enseñara a fumar uno de sus
puros. Respondió el torero que eso era mucho más fácil que torear y
mucho menos peligroso, y que lo haría encantado.
Ella se negó a que las clases fueran en público, Alegó que no quería
que sus admiradores la vieran echar humo. Que prefería que se vieran
en su habitación o en la del torero.
Luis Mazzantini aceptó gustoso.
Había encontrado un nuevo amor en La Habana, pero no uno cualquiera,
sino el de una de las mujeres más codiciadas de su tiempo.
RETIRO Y MUERTE
Se dice a partir de su encuentro con Sarah, el torero ya no fue el
mismo. Sus presentaciones aquí dejaron entonces mucho que desear. La
noticia del romance corrió con rapidez y no demoró en llegar a Europa.
Pero el asunto parece no haber pasado de La Habana.
En 1905 muere la esposa de Mazzantini y él abandona definitivamente
el ruedo. Jura que nunca más volverá a torear. Se corta la coleta y la
ata a la muñeca de la difunta antes de darle sepultura.
Se dedica entonces a la política. Y tiene éxito. Concejal del
Ayuntamiento de Madrid. Teniente Alcalde. Miembro de la Diputación
Provincial. Gobernador civil de Guadalajara y Ávila.
Fallece en Madrid, el 23 de abril de 1926. Había sobrevivido tres
años a la diva.



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Ciro Bianchi Ross
cbianchi@enet.cu
http://wwwcirobianchi.blogia.com/

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