La Plaza de Armas
Ciro Bianchi Ross
ciro@juventudrebelde.cu
La Plaza de Armas debe su nombre a las graves diferencias que
existieron entre Gabriel de Luján, Gobernador de la Isla, y Diego
Fernández de Quiñones, alcaide del castillo de la Fuerza. Ambos
pugnaban por el mando de la guarnición de la fortaleza, compuesta
entonces por unos doscientos hombres en armas. Quiñones enarbolaba a
su favor la disposición real de 1581 que le otorgaba el mando de la
plaza, atribución que Guzmán reclamaba para sí afincado en el hecho
de ser la máxima autoridad del territorio.
La discusión parecía eternizarse y, cada, uno afincado en sus
fueros, defendía su posición hasta que Quiñones le ganó la partida a
su superior jerárquico cuando sacó la tropa a la calle y se apoderó de
la plaza a fin de que la soldadesca realizara sus ejercicios militares
en lo que entonces se llamaba Plaza de la Iglesia —por la Parroquial
Mayor— y que a partir de entonces se llamó Plaza de Armas.
SE BUSCA UN NUEVO ESPACIO
Reaccionó el Cabildo habanero. Insistió en la necesidad de encontrar
un nuevo espacio que sirviera de recreo y comercio a La Habana «porque
esta villa no tiene plaza, porque la que tenía la ha tomado y desecho
el alcaide Diego Fernández de Quiñones diciendo que la quiere para
plaza de armas con la fuerza que tiene de gente ha defendido e
defiende la ejecución de la real justicia…», se lee en el acta
correspondiente a la sesión de 22 de noviembre de 1584.
Apareció el terreno destinado al nuevo empalamiento —un solar
propiedad de Alonso Suárez de Toledo— pero no el dinero necesario para
pagar lo que el dueño pedía, y la plaza siguió siendo Plaza de Armas
hasta que con el correr del tiempo se edificaron nuevas fortalezas
dotadas de amplios campos para las prácticas militares, y pudo el
vecindario volver a disfrutar del lugar al que, sin embargo, le quedó
para siempre el nombre.
La sangre no llegó al río en el enfrentamiento entre Luján y
Quiñones. Quiso la Corte que el castillo de la Fuerza estuviera al
mando de un oficial «de responsabilidad», y por eso envió a Quiñones a
La Habana, El nombramiento trajo las disensiones del caso entre el
Gobernador y la nueva autoridad, diferencias que tuvieron eco en
Madrid pues el Rey consideraba que gobernador y alcaide debían ser una
sola personas y el Consejo de Indias pensaba lo contrario. Recomendó
el Consejo entonces relaciones armónicas entre los dos funcionarios,
pero poco se consiguió al respecto. No obstante, sus diferencias no
impidieron mejoras en la fortaleza.
En verdad, las divergencias quedaron a un lado cuando se supo de la
cercanía del corsario Francis Drake a la capital y sobrevino el temor
de que la asaltara. Así, Luján y Quiñones olvidaron sus
discrepancias, pusieron a un lado los celos y llegaron a un rápido
acuerdo para defender la ciudad. Drake, en definitiva, no atacó pero
la Fuerza se benefició con cincuenta toneladas de pólvora y cuarenta
toneladas de plomo. Luján y Quiñones, por otra parte, solicitaron al
Rey pólvora, cuerdas y municiones para la defensa de La Habana, y
pidieron a México el envío de municiones y artillería, así como
trescientos hombres y el dinero necesario para pagar sus sueldos y
raciones.
EL LUGAR PREFERIDO
La construcción del Palacio de los Capitanes Generales —actual Museo
de la Ciudad— en el espacio que ocupó la Parroquial Mayor, hizo que la
plaza mejorara considerablemente ya que sucesivos gobernadores la
fueron dotando de fuentes, arbolado y canteros de flores. El palacio
mencionado comenzó a edificarse en 1774, en tiempos del gobierno de
Felipe de Fondesviela, Marqués de la Torre, y, aunque su construcción
no estaba concluida, pudo habitarlo en 1790 el gobernador don Luis de
las Casas.
Fue la Plaza de Armas durante muchos años lugar de paseo y encuentro
y también sitio de esparcimiento. Se celebraban allí sonados
conciertos a los que asistía, desde el balcón de Palacio, el Capitán
General, mientras la aristocracia femenina habanera discurría en sus
carruajes y los caballeros caminaban por la plaza o permanecían
sentados en los bancos o en sillas de alquiler. Cada seis de enero,
Día de Reyes, esclavos africanos, que disfrutaban de su asueto,
acudían allì con sus bailes y cantos a saludar al Gobernador y a
recibir las escasas monedas con que este los congratulaba.
En 1844, en su Viaje a La Habana, escribía la Condesa de Merlin:
«Hermosos árboles, una fuente de saltadores, y los palacios del
Gobernador y del Intendente circundan este grande espacio, haciendo de
él un paseo encantador y enteramente aristocrático. Las reuniones
públicas tienen aquí un aspecto de buen gusto exclusivo del país; nada
de chaqueta ni de gorra: nadie viste mal; los hombres van de frac, con
corbata, chaleco y pantalón blancos; las mujeres con trajes de linón o
de muselina: estos vestidos blancos que respiran coquetería y
elegancia, armonizan perfectamente con las bellezas del clima, y dan a
estas reuniones el carácter de una fiesta».
ABANDONO LAMENTABLE
En los últimos años de la administración colonial, la Plaza de Armas
fue víctima de un abandono lamentable. Ya no tenían lugar allí las
retretas de antaño, y perdía primacía como lugar de esparcimiento de
los habaneros que preferían el Paseo del Prado y el Parque Central. El
1 de enero de 1899, al cesar en la Isla la soberanía española para dar
paso a la ocupación norteamericana, soldados estadounidenses apostados
en las entradas de la Plaza impidieron el acceso al lugar del pueblo
habanero que quería hacerse presente, aunque fuera para seguirlo de
lejos, el traspaso de poderes. Era habitual que, muy temprano en la
mañana, trabajadores portuarios se congregaran en la Plaza y sentados
en sus bancos conversaban en espera de la hora de entrada al trabajo.
A uno de los interventores militares norteamericanos molestaban
aquellas conversaciones; perturbaban su sueño. Ordenó entonces que
retiraran los bancos.
Lo cierto es, dice el historiador Emilio Roig, que durante la
ocupación norteamericana y los años iniciales de la República, la
Plaza de Armas perdió su característica de bello rincón colonial, pese
a que el viejo Palacio de los Capitanes General funcionó como Palacio
Presidencial hasta 1920 y dio albergue luego al Ayuntamiento habanero.
En 1935, durante la administración del alcalde Guillermo Belt se
realizaron en la plaza atinadas obras de restauración y
embellecimiento que, afirmaba Roig, dieron le un aspecto muy
semejante al que tenía en 1841.
CAMBIO DE NOMBRE
En 1923, el Ayuntamiento habanero dio a este espacio el nombre de
Plaza de Armas Carlos Manuel de Céspedes. Sin embargo, no sería hasta
1955 cuando se colocó en el área la estatua del Padre de la Patria.
Fue entonces que se retiró la de Fernando VII, el rey felón, el más
aborrecido de los monarcas españoles. Esta imagen de mármol, luego de
permanecer durante muchos años en los fondos del Museo de la Ciudad,
fue emplazada en el portal del Palacio del Segundo Cabo y trasladada
más recientemente al portal del Museo. La estatua había sido colocada
en la Plaza de Armas en 1834.
La estatua de Céspedes, obra del artista cubano Sergio López Mesa, es
de mármol y tamaño heroico. Se colocó sobre el mismo pedestal que tuvo
la de Fernando VII. Mide 5,58 metros, de los cuales 2,38 corresponden
a la imagen. El héroe aparece de pie, con vestimenta propia de su
época y la cabeza descubierta. Lleva una inscripción que dice:
A
Carlos Manuel de Céspedes
Padre de la Patria
Y primer Presidente de la
República
El pueblo de Cuba
En el cincuentenario de la
Independencia
UNA DEUDA
En 1900 se creó una Asociación Pro Monumento a Céspedes y Martí, pero
esa entidad solo erigió el monumento al Apóstol, obra del cubano
Vilalta Saavedra, que se emplazó en el Parque Central.
Mucho tiempo después, en 1919, por iniciativa de Cosme de la
Torriente, coronel del Ejército Libertador, el Congreso de la
Repúblico votó una ley por la que se consignaban 175 000 pesos para
levantar un monumento a Céspedes, pero tampoco se realizó el proyecto.
Poco después, en 1923, el Ayuntamiento, por iniciativa de la revista
Cuba Contemporánea, deba el nombre de Céspedes a la Plaza de Armas.
Nombre, pero nada de estatua.
Es a partir de ese momento que Emilio Roig, como Historiador de la
Ciudad, con el apoyo de patriotas e intelectuales, empieza a abogar
por el desplazamiento de la estatua de Fernando VII y la colocación de
la de Céspedes, empeño en el que tiene el apoyo de los acuerdos de los
Congresos Nacionales de Historia.
Llega así el año de 1952 y la comisión organizadora de los festejos
por el Cincuentenario de la República concede un crédito de 10 000
para mover el propósito Tiene el respaldo del Ayuntamiento y de la
Junta Nacional de Arqueología y Etnología.
Al año siguiente, en el centenario del natalicio de José Martí, se
convoca a un concurso en el que pueden participar todos los
escultores cubanos. Entre todas las propuesta se escoge la imagen de
Céspedes esculpida, como ya se dijo, por Sergio López. Obra que es
emplazada definitivamente en el centro de la Plaza de Armas en 1955.
Había, que el escribidor recuerde, dos bustos de Céspedes en la
capital. Uno, en el palacio Municipal, y otro en la plaza del
Instituto de Segunda Enseñanza de la Víbora, colocado allí a
instancias de los historiadoras Fernando Portuondo del Prado y
Hortensia Pichardo.
--
Ciro Bianchi Ross
cbianchi@enet.cu
http://wwwcirobianchi.blogia.com/
http://cbianchiross.blogia.com/
Ciro Bianchi Ross
ciro@juventudrebelde.cu
La Plaza de Armas debe su nombre a las graves diferencias que
existieron entre Gabriel de Luján, Gobernador de la Isla, y Diego
Fernández de Quiñones, alcaide del castillo de la Fuerza. Ambos
pugnaban por el mando de la guarnición de la fortaleza, compuesta
entonces por unos doscientos hombres en armas. Quiñones enarbolaba a
su favor la disposición real de 1581 que le otorgaba el mando de la
plaza, atribución que Guzmán reclamaba para sí afincado en el hecho
de ser la máxima autoridad del territorio.
La discusión parecía eternizarse y, cada, uno afincado en sus
fueros, defendía su posición hasta que Quiñones le ganó la partida a
su superior jerárquico cuando sacó la tropa a la calle y se apoderó de
la plaza a fin de que la soldadesca realizara sus ejercicios militares
en lo que entonces se llamaba Plaza de la Iglesia —por la Parroquial
Mayor— y que a partir de entonces se llamó Plaza de Armas.
SE BUSCA UN NUEVO ESPACIO
Reaccionó el Cabildo habanero. Insistió en la necesidad de encontrar
un nuevo espacio que sirviera de recreo y comercio a La Habana «porque
esta villa no tiene plaza, porque la que tenía la ha tomado y desecho
el alcaide Diego Fernández de Quiñones diciendo que la quiere para
plaza de armas con la fuerza que tiene de gente ha defendido e
defiende la ejecución de la real justicia…», se lee en el acta
correspondiente a la sesión de 22 de noviembre de 1584.
Apareció el terreno destinado al nuevo empalamiento —un solar
propiedad de Alonso Suárez de Toledo— pero no el dinero necesario para
pagar lo que el dueño pedía, y la plaza siguió siendo Plaza de Armas
hasta que con el correr del tiempo se edificaron nuevas fortalezas
dotadas de amplios campos para las prácticas militares, y pudo el
vecindario volver a disfrutar del lugar al que, sin embargo, le quedó
para siempre el nombre.
La sangre no llegó al río en el enfrentamiento entre Luján y
Quiñones. Quiso la Corte que el castillo de la Fuerza estuviera al
mando de un oficial «de responsabilidad», y por eso envió a Quiñones a
La Habana, El nombramiento trajo las disensiones del caso entre el
Gobernador y la nueva autoridad, diferencias que tuvieron eco en
Madrid pues el Rey consideraba que gobernador y alcaide debían ser una
sola personas y el Consejo de Indias pensaba lo contrario. Recomendó
el Consejo entonces relaciones armónicas entre los dos funcionarios,
pero poco se consiguió al respecto. No obstante, sus diferencias no
impidieron mejoras en la fortaleza.
En verdad, las divergencias quedaron a un lado cuando se supo de la
cercanía del corsario Francis Drake a la capital y sobrevino el temor
de que la asaltara. Así, Luján y Quiñones olvidaron sus
discrepancias, pusieron a un lado los celos y llegaron a un rápido
acuerdo para defender la ciudad. Drake, en definitiva, no atacó pero
la Fuerza se benefició con cincuenta toneladas de pólvora y cuarenta
toneladas de plomo. Luján y Quiñones, por otra parte, solicitaron al
Rey pólvora, cuerdas y municiones para la defensa de La Habana, y
pidieron a México el envío de municiones y artillería, así como
trescientos hombres y el dinero necesario para pagar sus sueldos y
raciones.
EL LUGAR PREFERIDO
La construcción del Palacio de los Capitanes Generales —actual Museo
de la Ciudad— en el espacio que ocupó la Parroquial Mayor, hizo que la
plaza mejorara considerablemente ya que sucesivos gobernadores la
fueron dotando de fuentes, arbolado y canteros de flores. El palacio
mencionado comenzó a edificarse en 1774, en tiempos del gobierno de
Felipe de Fondesviela, Marqués de la Torre, y, aunque su construcción
no estaba concluida, pudo habitarlo en 1790 el gobernador don Luis de
las Casas.
Fue la Plaza de Armas durante muchos años lugar de paseo y encuentro
y también sitio de esparcimiento. Se celebraban allí sonados
conciertos a los que asistía, desde el balcón de Palacio, el Capitán
General, mientras la aristocracia femenina habanera discurría en sus
carruajes y los caballeros caminaban por la plaza o permanecían
sentados en los bancos o en sillas de alquiler. Cada seis de enero,
Día de Reyes, esclavos africanos, que disfrutaban de su asueto,
acudían allì con sus bailes y cantos a saludar al Gobernador y a
recibir las escasas monedas con que este los congratulaba.
En 1844, en su Viaje a La Habana, escribía la Condesa de Merlin:
«Hermosos árboles, una fuente de saltadores, y los palacios del
Gobernador y del Intendente circundan este grande espacio, haciendo de
él un paseo encantador y enteramente aristocrático. Las reuniones
públicas tienen aquí un aspecto de buen gusto exclusivo del país; nada
de chaqueta ni de gorra: nadie viste mal; los hombres van de frac, con
corbata, chaleco y pantalón blancos; las mujeres con trajes de linón o
de muselina: estos vestidos blancos que respiran coquetería y
elegancia, armonizan perfectamente con las bellezas del clima, y dan a
estas reuniones el carácter de una fiesta».
ABANDONO LAMENTABLE
En los últimos años de la administración colonial, la Plaza de Armas
fue víctima de un abandono lamentable. Ya no tenían lugar allí las
retretas de antaño, y perdía primacía como lugar de esparcimiento de
los habaneros que preferían el Paseo del Prado y el Parque Central. El
1 de enero de 1899, al cesar en la Isla la soberanía española para dar
paso a la ocupación norteamericana, soldados estadounidenses apostados
en las entradas de la Plaza impidieron el acceso al lugar del pueblo
habanero que quería hacerse presente, aunque fuera para seguirlo de
lejos, el traspaso de poderes. Era habitual que, muy temprano en la
mañana, trabajadores portuarios se congregaran en la Plaza y sentados
en sus bancos conversaban en espera de la hora de entrada al trabajo.
A uno de los interventores militares norteamericanos molestaban
aquellas conversaciones; perturbaban su sueño. Ordenó entonces que
retiraran los bancos.
Lo cierto es, dice el historiador Emilio Roig, que durante la
ocupación norteamericana y los años iniciales de la República, la
Plaza de Armas perdió su característica de bello rincón colonial, pese
a que el viejo Palacio de los Capitanes General funcionó como Palacio
Presidencial hasta 1920 y dio albergue luego al Ayuntamiento habanero.
En 1935, durante la administración del alcalde Guillermo Belt se
realizaron en la plaza atinadas obras de restauración y
embellecimiento que, afirmaba Roig, dieron le un aspecto muy
semejante al que tenía en 1841.
CAMBIO DE NOMBRE
En 1923, el Ayuntamiento habanero dio a este espacio el nombre de
Plaza de Armas Carlos Manuel de Céspedes. Sin embargo, no sería hasta
1955 cuando se colocó en el área la estatua del Padre de la Patria.
Fue entonces que se retiró la de Fernando VII, el rey felón, el más
aborrecido de los monarcas españoles. Esta imagen de mármol, luego de
permanecer durante muchos años en los fondos del Museo de la Ciudad,
fue emplazada en el portal del Palacio del Segundo Cabo y trasladada
más recientemente al portal del Museo. La estatua había sido colocada
en la Plaza de Armas en 1834.
La estatua de Céspedes, obra del artista cubano Sergio López Mesa, es
de mármol y tamaño heroico. Se colocó sobre el mismo pedestal que tuvo
la de Fernando VII. Mide 5,58 metros, de los cuales 2,38 corresponden
a la imagen. El héroe aparece de pie, con vestimenta propia de su
época y la cabeza descubierta. Lleva una inscripción que dice:
A
Carlos Manuel de Céspedes
Padre de la Patria
Y primer Presidente de la
República
El pueblo de Cuba
En el cincuentenario de la
Independencia
UNA DEUDA
En 1900 se creó una Asociación Pro Monumento a Céspedes y Martí, pero
esa entidad solo erigió el monumento al Apóstol, obra del cubano
Vilalta Saavedra, que se emplazó en el Parque Central.
Mucho tiempo después, en 1919, por iniciativa de Cosme de la
Torriente, coronel del Ejército Libertador, el Congreso de la
Repúblico votó una ley por la que se consignaban 175 000 pesos para
levantar un monumento a Céspedes, pero tampoco se realizó el proyecto.
Poco después, en 1923, el Ayuntamiento, por iniciativa de la revista
Cuba Contemporánea, deba el nombre de Céspedes a la Plaza de Armas.
Nombre, pero nada de estatua.
Es a partir de ese momento que Emilio Roig, como Historiador de la
Ciudad, con el apoyo de patriotas e intelectuales, empieza a abogar
por el desplazamiento de la estatua de Fernando VII y la colocación de
la de Céspedes, empeño en el que tiene el apoyo de los acuerdos de los
Congresos Nacionales de Historia.
Llega así el año de 1952 y la comisión organizadora de los festejos
por el Cincuentenario de la República concede un crédito de 10 000
para mover el propósito Tiene el respaldo del Ayuntamiento y de la
Junta Nacional de Arqueología y Etnología.
Al año siguiente, en el centenario del natalicio de José Martí, se
convoca a un concurso en el que pueden participar todos los
escultores cubanos. Entre todas las propuesta se escoge la imagen de
Céspedes esculpida, como ya se dijo, por Sergio López. Obra que es
emplazada definitivamente en el centro de la Plaza de Armas en 1955.
Había, que el escribidor recuerde, dos bustos de Céspedes en la
capital. Uno, en el palacio Municipal, y otro en la plaza del
Instituto de Segunda Enseñanza de la Víbora, colocado allí a
instancias de los historiadoras Fernando Portuondo del Prado y
Hortensia Pichardo.
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