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10 de marzo, 65 años después
Ciro Bianchi Ross • digital@juventudrebelde.cu
12 de Marzo del 2017 3:25:10 CDT
En un ciclo de conferencias que en el Aula Magna de la Universidad de
La Habana auspició, una década atrás, la Asociación de Combatientes de
la Revolución Cubana bajo el nombre de Memorias de la Revolución, el
historiador Mario Mencía Cobas aseveraba que el golpe de Estado del 10
de marzo de 1952 fue «el detonante que generó la última fase de la
insurrección armada popular».
Al realizar el recuento de sus consecuencias, el autor de El grito del
Moncada expresó que aquel suceso dejó en suspenso la Constitución de
1940, cesó en sus cargos a los funcionarios que desempeñaban el Poder
Ejecutivo y suspendió las funciones del Congreso de la República, si
bien respetó los emolumentos de representantes y senadores, quienes
siguieron devengándolos hasta el fin del período congresional.
Por otra parte, los golpistas ponían en vigor la Ley de Orden Público,
que prohibía el derecho de huelga durante 45 días y, entre otras
arbitrariedades, ilegalizaba las reuniones de más de dos personas y
toda manifestación contra el gobierno. Además, suspendieron —primero
por 72 horas y por 45 días después— el Reglamento General del Ejército
y la Ley Orgánica del Retiro de las Fuerzas Armadas, paso previo a un
movimiento de personal ejecutado a plena conveniencia. La purga afectó
al mayor general Ruperto Cabrera, jefe del Estado Mayor, y a los
generales de brigada Otilio Soca Llanes, Quirino Uría y José H.
Velázquez, sacados de Cuba en avión con destino a Miami, el mismo 10
de marzo. Quedaron fuera, asimismo, siete coroneles, dos tenientes
coroneles, 13 comandantes, 28 capitanes, 13 primeros tenientes, 13
segundos tenientes, nueve primeros subtenientes, dos segundos
subtenientes, seis sargentos de tercera, cuatro cabos y algunos
simples soldados.
Precisó Mario Mencía que de 481 oficiales —de general a segundo
teniente— contabilizados el 9 de marzo de 1952, un día antes del
cuartelazo, la cifra se elevó a 800 en un mes, lo que no incluía a los
cien oficiales dados de baja por los nuevos mandos. Hubo 780 ascensos:
63 oficiales y 37 suboficiales fueron ascendidos dos o más grados; 303
oficiales y 55 suboficiales ascendieron un grado, y ascendieron a
oficiales 293 sargentos, 18 cabos y 11 soldados.
Quince meses después la cifra se triplicaría al promulgarse, el 9 de
julio de 1953, una nueva Ley Orgánica del Ejército. Serían entonces 1
297 oficiales: un mayor general, seis generales de brigada, 18
coroneles, 44 tenientes coroneles, 79 comandantes, 262 capitanes, 325
primeros tenientes y 604 segundos tenientes.
Aparte de esta hipertrofia desorbitada del cuadro de oficiales, se
procedió, como medida corruptora, al aumento de sueldo de los
integrantes de los institutos armados —Ejército, Marina y Policía—, y
resultó peor en la Marina con la designación de oficiales como
interventores, en comisión de servicio, en las 21 aduanas marítimas,
donde los 20 pesos diarios de dieta eran una cifra ridícula en
comparación con lo que podía obtenerse por concepto de contrabando.
En suma, el golpe de Estado del 10 de marzo de 1952 liquidó, hace 65
años, al Presidente y al Congreso democráticamente electos, y una sola
persona asumió ambos poderes. Suspendió la Constitución y prohibió
derechos individuales. Impidió el desenvolvimiento de los partidos
políticos y cercenó el derecho de los trabajadores a la protesta.
El 4 de abril, tres semanas y media después del golpe, se promulgaba
la Ley Fundamental de la República. Los también llamados Estatutos
Constitucionales, que los funcionarios públicos fueron obligados a
jurar si querían mantener sus cargos, establecían que el Gobierno de
la República lo conformarían un presidente, un Consejo de ministros y
un Consejo consultivo. Los miembros de este último organismo los
designaba el Presidente; su función única era la de hacerse oír por el
Consejo de ministros. El Consejo de ministros nombraba al Presidente,
pero este designaba aquel.
Dos golpes
En varias ocasiones el escribidor ha aludido en esta página a los dos
golpes de Estado del 10 de marzo de 1952, hace 65 años. El primero, el
de un grupo de jóvenes oficiales, encabezados por el capitán Jorge
García Tuñón, que derrocó al presidente Carlos Prío, y el segundo, el
del mayor general Fulgencio Batista contra esos jóvenes militares.
Diría el propio García Tuñón en una entrevista que concedió a la
revista Réplica, de Miami, en marzo de 1972:
«Dimos el golpe por la madrugada. Batista quedó confinado en una
oficina del edificio del Regimiento. El mando en Columbia lo teníamos
los militares. Pero en casos como estos, por mucho que se haga,
siempre hay presente alguna desorganización. Batista logró enviar a un
capitán a distintas postas para que ordenara a sus jefes que
permitieran la entrada de civiles al campamento. Cuando vinimos a ver,
miles de ellos estaban por toda la base militar dando vivas a Batista,
confraternizando con los soldados y hasta bailando congas… El mando se
nos fue de las manos.
«Lo que se nos ocurrió en el momento fue transmitir una orden por los
amplificadores para que los soldados se presentaran ante los jefes de
compañías, a fin de que inscribieran sus nombres para los ascensos que
se estaban estudiando. Cinco minutos después todos estaban en sus
respectivas compañías y dimos órdenes a los jefes de que las formaran
para restablecer el mando… Mientras tanto, Batista había salido de la
oficina donde lo teníamos y al frente de la muchedumbre de civiles que
se había infiltrado en el campamento recorría las postas y compañías
donde era aplaudido por los soldados, pues estaba dando la sensación
de que el golpe era obra suya y que él era el jefe… Este fue el
segundo golpe del 10 de marzo, dirigido contra los que habíamos
conspirado con él».
¿Cómo se interrelacionan los dos grupos golpistas? Algunos militares
retirados y en activo querían el regreso de Batista al poder, y
conspiraban con él en ese sentido. Ajenos a ellos y al propio Batista
conspiraba otro grupo de militares. Esta conjura había surgido en la
Escuela Superior de Guerra, donde tres profesores —Roberto Agramonte,
Herminio Portell Vilá y Rafael García Bárcena, todos civiles y
vinculados políticamente con el líder ortodoxo Eduardo René Chibás—
propugnaban un golpe de Estado en connivencia con un puñado de
militares, entre quienes sobresalía el capitán García Tuñón.
El periodista Luis Ortega, que obtuvo esa información de García
Bárcena y del propio García Tuñón, contó al historiador Newton Briones
Montoto que esos profesores llegaron a convencer a Chibás de que
encabezara el movimiento. Chibás, amargado por su derrota frente a
Carlos Prío en las elecciones presidenciales de 1948, se dejó seducir
por la idea. No intervino directamente en nada, puntualiza Ortega,
pero dio su asentimiento. Desechó el asunto cuando en las elecciones
parciales de 1950 volvió a ser elegido senador. Con posibilidades
reales de lograr la presidencia en el 52, concluyó que quería alcanzar
el poder por la vía electoral. Así lo hizo saber a los profesores que
alentaban ese propósito.
Con la negativa de Chibás, los tres profesores y los militares afines
se quedaron sin un líder presentable… Los profesores se abstuvieron de
seguir promocionando la rebelión. Pero los militares ya estaban
obsesionados con la idea de salvar a la República del caos… —ha
escrito el historiador Briones, siguiendo el testimonio del periodista
Ortega—. Continuaron sus reuniones conspirativas y, a la caza de un
líder, se toparon frente a frente con Batista, que quería volver a la
presidencia, pero que le sería casi imposible obtenerla por la vía
electoral.
Tuvimos que aceptar
Los conspiradores designaron a García Tuñón, que era el más
antibatistiano del grupo, para que se entrevistara con Batista y de la
manera más amable posible rechazara cualquier tipo de connivencia.
Ocurrió lo impensable. El general se metió en el bolsillo al capitán;
lo mareó con su retórica. Recordaba García Tuñón en Réplica: «Habló
tanto y tan bien, con tanta aparente sinceridad, que confieso que me
convenció. Llevé su mensaje a mis compañeros de armas y también se
convencieron. Entonces decidimos unir nuestros esfuerzos y fue
designada una comisión para entrevistarnos con Batista y acordar el
modus operandi y el programa de gobierno que llevaríamos a la
práctica, una vez triunfante el golpe militar».
El programa de los militares jóvenes constaba de tres puntos
fundamentales: absoluta honestidad administrativa, eliminación radical
del gansterismo y respeto a la sucesión constitucional. Cómo
armonizaba un golpe militar con eso de la sucesión constitucional es
algo que no queda claro para el escribidor, pero para García Tuñón no
había contradicción alguna. Le parecía factible que los militares
sustituyeran a Prío por el vicepresidente de la República y que
Batista se desempeñara como primer ministro. Las elecciones generales,
en su criterio, tendrían lugar el 1ro. de junio, como estaban
previstas, y el Presidente electo tomaría posesión el 10 de octubre,
como indicaba el cronograma electoral. En esos meses, Batista, como
premier efectivo y con el respaldo del Ejército, realizaría los
cambios necesarios para cumplir los puntos del programa. No podría
Batista ser candidato en esos comicios. «Ese era su sacrificio,
puntualizaba García Tuñón. Podría aspirar más adelante».
El mismo 10 de marzo, por la tarde, se reunían los principales
factores golpistas. El vicepresidente Alonso Pujol no aceptaba la
primera magistratura y el presidente del Senado y el titular del
Tribunal Supremo se negaban también a aceptarla. Uno de los reunidos
propuso para presidente al Doctor Carlos Saladrigas, viejo cúmbila de
Batista y su candidato para las presidenciales del 44. Pero no demoró
en conocerse su negativa. «Un civil —no recuerdo quién— propuso
entonces a Batista como presidente y tuvimos que aceptar porque, como
es lógico, estábamos muy preocupados por lo que pudiera ocurrir»,
decía García Tuñón en la entrevista para la revista Réplica.
Ninguno de los jóvenes oficiales que conspiraron contra Prío ascendió
a los escalones principales de mando de las Fuerzas Armadas. El viejo
Francisco Tabernilla asumió, como mayor general, la jefatura del
Estado Mayor, puesto que, aunque él lo negara, se esperaba que
correspondiera a García Tuñón, quien tuvo que conformarse con las
estrellas de coronel y el mando del Regimiento 6 Alejandro Rodríguez,
con sede en Columbia; lo que no era poco. La protesta de sus
partidarios obligó a Batista a ascenderlo a general en el mes de mayo
siguiente. Pero sus días en el Ejército estaban contados. Fue
trasladado a la jefatura de la Cabaña, evidente descenso en la
jerarquía luego de ocupar la jefatura de Columbia. Poco después le
cambiaban las estrellas y los entorchados por la casaca de embajador.
Terminaría oponiéndose a la dictadura.
--
Ciro Bianchi Ross
cbianchi@enet.cu
http://wwwcirobianchi.blogia.com/
http://cbianchiross.blogia.com/
Ciro Bianchi Ross • digital@juventudrebelde.cu
12 de Marzo del 2017 3:25:10 CDT
En un ciclo de conferencias que en el Aula Magna de la Universidad de
La Habana auspició, una década atrás, la Asociación de Combatientes de
la Revolución Cubana bajo el nombre de Memorias de la Revolución, el
historiador Mario Mencía Cobas aseveraba que el golpe de Estado del 10
de marzo de 1952 fue «el detonante que generó la última fase de la
insurrección armada popular».
Al realizar el recuento de sus consecuencias, el autor de El grito del
Moncada expresó que aquel suceso dejó en suspenso la Constitución de
1940, cesó en sus cargos a los funcionarios que desempeñaban el Poder
Ejecutivo y suspendió las funciones del Congreso de la República, si
bien respetó los emolumentos de representantes y senadores, quienes
siguieron devengándolos hasta el fin del período congresional.
Por otra parte, los golpistas ponían en vigor la Ley de Orden Público,
que prohibía el derecho de huelga durante 45 días y, entre otras
arbitrariedades, ilegalizaba las reuniones de más de dos personas y
toda manifestación contra el gobierno. Además, suspendieron —primero
por 72 horas y por 45 días después— el Reglamento General del Ejército
y la Ley Orgánica del Retiro de las Fuerzas Armadas, paso previo a un
movimiento de personal ejecutado a plena conveniencia. La purga afectó
al mayor general Ruperto Cabrera, jefe del Estado Mayor, y a los
generales de brigada Otilio Soca Llanes, Quirino Uría y José H.
Velázquez, sacados de Cuba en avión con destino a Miami, el mismo 10
de marzo. Quedaron fuera, asimismo, siete coroneles, dos tenientes
coroneles, 13 comandantes, 28 capitanes, 13 primeros tenientes, 13
segundos tenientes, nueve primeros subtenientes, dos segundos
subtenientes, seis sargentos de tercera, cuatro cabos y algunos
simples soldados.
Precisó Mario Mencía que de 481 oficiales —de general a segundo
teniente— contabilizados el 9 de marzo de 1952, un día antes del
cuartelazo, la cifra se elevó a 800 en un mes, lo que no incluía a los
cien oficiales dados de baja por los nuevos mandos. Hubo 780 ascensos:
63 oficiales y 37 suboficiales fueron ascendidos dos o más grados; 303
oficiales y 55 suboficiales ascendieron un grado, y ascendieron a
oficiales 293 sargentos, 18 cabos y 11 soldados.
Quince meses después la cifra se triplicaría al promulgarse, el 9 de
julio de 1953, una nueva Ley Orgánica del Ejército. Serían entonces 1
297 oficiales: un mayor general, seis generales de brigada, 18
coroneles, 44 tenientes coroneles, 79 comandantes, 262 capitanes, 325
primeros tenientes y 604 segundos tenientes.
Aparte de esta hipertrofia desorbitada del cuadro de oficiales, se
procedió, como medida corruptora, al aumento de sueldo de los
integrantes de los institutos armados —Ejército, Marina y Policía—, y
resultó peor en la Marina con la designación de oficiales como
interventores, en comisión de servicio, en las 21 aduanas marítimas,
donde los 20 pesos diarios de dieta eran una cifra ridícula en
comparación con lo que podía obtenerse por concepto de contrabando.
En suma, el golpe de Estado del 10 de marzo de 1952 liquidó, hace 65
años, al Presidente y al Congreso democráticamente electos, y una sola
persona asumió ambos poderes. Suspendió la Constitución y prohibió
derechos individuales. Impidió el desenvolvimiento de los partidos
políticos y cercenó el derecho de los trabajadores a la protesta.
El 4 de abril, tres semanas y media después del golpe, se promulgaba
la Ley Fundamental de la República. Los también llamados Estatutos
Constitucionales, que los funcionarios públicos fueron obligados a
jurar si querían mantener sus cargos, establecían que el Gobierno de
la República lo conformarían un presidente, un Consejo de ministros y
un Consejo consultivo. Los miembros de este último organismo los
designaba el Presidente; su función única era la de hacerse oír por el
Consejo de ministros. El Consejo de ministros nombraba al Presidente,
pero este designaba aquel.
Dos golpes
En varias ocasiones el escribidor ha aludido en esta página a los dos
golpes de Estado del 10 de marzo de 1952, hace 65 años. El primero, el
de un grupo de jóvenes oficiales, encabezados por el capitán Jorge
García Tuñón, que derrocó al presidente Carlos Prío, y el segundo, el
del mayor general Fulgencio Batista contra esos jóvenes militares.
Diría el propio García Tuñón en una entrevista que concedió a la
revista Réplica, de Miami, en marzo de 1972:
«Dimos el golpe por la madrugada. Batista quedó confinado en una
oficina del edificio del Regimiento. El mando en Columbia lo teníamos
los militares. Pero en casos como estos, por mucho que se haga,
siempre hay presente alguna desorganización. Batista logró enviar a un
capitán a distintas postas para que ordenara a sus jefes que
permitieran la entrada de civiles al campamento. Cuando vinimos a ver,
miles de ellos estaban por toda la base militar dando vivas a Batista,
confraternizando con los soldados y hasta bailando congas… El mando se
nos fue de las manos.
«Lo que se nos ocurrió en el momento fue transmitir una orden por los
amplificadores para que los soldados se presentaran ante los jefes de
compañías, a fin de que inscribieran sus nombres para los ascensos que
se estaban estudiando. Cinco minutos después todos estaban en sus
respectivas compañías y dimos órdenes a los jefes de que las formaran
para restablecer el mando… Mientras tanto, Batista había salido de la
oficina donde lo teníamos y al frente de la muchedumbre de civiles que
se había infiltrado en el campamento recorría las postas y compañías
donde era aplaudido por los soldados, pues estaba dando la sensación
de que el golpe era obra suya y que él era el jefe… Este fue el
segundo golpe del 10 de marzo, dirigido contra los que habíamos
conspirado con él».
¿Cómo se interrelacionan los dos grupos golpistas? Algunos militares
retirados y en activo querían el regreso de Batista al poder, y
conspiraban con él en ese sentido. Ajenos a ellos y al propio Batista
conspiraba otro grupo de militares. Esta conjura había surgido en la
Escuela Superior de Guerra, donde tres profesores —Roberto Agramonte,
Herminio Portell Vilá y Rafael García Bárcena, todos civiles y
vinculados políticamente con el líder ortodoxo Eduardo René Chibás—
propugnaban un golpe de Estado en connivencia con un puñado de
militares, entre quienes sobresalía el capitán García Tuñón.
El periodista Luis Ortega, que obtuvo esa información de García
Bárcena y del propio García Tuñón, contó al historiador Newton Briones
Montoto que esos profesores llegaron a convencer a Chibás de que
encabezara el movimiento. Chibás, amargado por su derrota frente a
Carlos Prío en las elecciones presidenciales de 1948, se dejó seducir
por la idea. No intervino directamente en nada, puntualiza Ortega,
pero dio su asentimiento. Desechó el asunto cuando en las elecciones
parciales de 1950 volvió a ser elegido senador. Con posibilidades
reales de lograr la presidencia en el 52, concluyó que quería alcanzar
el poder por la vía electoral. Así lo hizo saber a los profesores que
alentaban ese propósito.
Con la negativa de Chibás, los tres profesores y los militares afines
se quedaron sin un líder presentable… Los profesores se abstuvieron de
seguir promocionando la rebelión. Pero los militares ya estaban
obsesionados con la idea de salvar a la República del caos… —ha
escrito el historiador Briones, siguiendo el testimonio del periodista
Ortega—. Continuaron sus reuniones conspirativas y, a la caza de un
líder, se toparon frente a frente con Batista, que quería volver a la
presidencia, pero que le sería casi imposible obtenerla por la vía
electoral.
Tuvimos que aceptar
Los conspiradores designaron a García Tuñón, que era el más
antibatistiano del grupo, para que se entrevistara con Batista y de la
manera más amable posible rechazara cualquier tipo de connivencia.
Ocurrió lo impensable. El general se metió en el bolsillo al capitán;
lo mareó con su retórica. Recordaba García Tuñón en Réplica: «Habló
tanto y tan bien, con tanta aparente sinceridad, que confieso que me
convenció. Llevé su mensaje a mis compañeros de armas y también se
convencieron. Entonces decidimos unir nuestros esfuerzos y fue
designada una comisión para entrevistarnos con Batista y acordar el
modus operandi y el programa de gobierno que llevaríamos a la
práctica, una vez triunfante el golpe militar».
El programa de los militares jóvenes constaba de tres puntos
fundamentales: absoluta honestidad administrativa, eliminación radical
del gansterismo y respeto a la sucesión constitucional. Cómo
armonizaba un golpe militar con eso de la sucesión constitucional es
algo que no queda claro para el escribidor, pero para García Tuñón no
había contradicción alguna. Le parecía factible que los militares
sustituyeran a Prío por el vicepresidente de la República y que
Batista se desempeñara como primer ministro. Las elecciones generales,
en su criterio, tendrían lugar el 1ro. de junio, como estaban
previstas, y el Presidente electo tomaría posesión el 10 de octubre,
como indicaba el cronograma electoral. En esos meses, Batista, como
premier efectivo y con el respaldo del Ejército, realizaría los
cambios necesarios para cumplir los puntos del programa. No podría
Batista ser candidato en esos comicios. «Ese era su sacrificio,
puntualizaba García Tuñón. Podría aspirar más adelante».
El mismo 10 de marzo, por la tarde, se reunían los principales
factores golpistas. El vicepresidente Alonso Pujol no aceptaba la
primera magistratura y el presidente del Senado y el titular del
Tribunal Supremo se negaban también a aceptarla. Uno de los reunidos
propuso para presidente al Doctor Carlos Saladrigas, viejo cúmbila de
Batista y su candidato para las presidenciales del 44. Pero no demoró
en conocerse su negativa. «Un civil —no recuerdo quién— propuso
entonces a Batista como presidente y tuvimos que aceptar porque, como
es lógico, estábamos muy preocupados por lo que pudiera ocurrir»,
decía García Tuñón en la entrevista para la revista Réplica.
Ninguno de los jóvenes oficiales que conspiraron contra Prío ascendió
a los escalones principales de mando de las Fuerzas Armadas. El viejo
Francisco Tabernilla asumió, como mayor general, la jefatura del
Estado Mayor, puesto que, aunque él lo negara, se esperaba que
correspondiera a García Tuñón, quien tuvo que conformarse con las
estrellas de coronel y el mando del Regimiento 6 Alejandro Rodríguez,
con sede en Columbia; lo que no era poco. La protesta de sus
partidarios obligó a Batista a ascenderlo a general en el mes de mayo
siguiente. Pero sus días en el Ejército estaban contados. Fue
trasladado a la jefatura de la Cabaña, evidente descenso en la
jerarquía luego de ocupar la jefatura de Columbia. Poco después le
cambiaban las estrellas y los entorchados por la casaca de embajador.
Terminaría oponiéndose a la dictadura.
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