LA MESA PUESTA Y EL FONÓGRAFO EN MARCHA
ENVIADO POR CIRO BIANCHI ROSS
Sigfredo Ariel
Palabras del poeta Sigfredo Ariel en la presentación de «La música en
la cocina», de Silvia Mayra Gómez Fariñas. Fderia del Libro, 2017
1.
Entreabres la puerta que va del sol del patio a la cocina de casa. Di
qué ves: primero hay una mesa enorme de madera cruda. En un extremo
está la lámina blanca de una masa para empanadas, extendida como una
cartografía sobre la harina virgen de Castilla que no conoce el agua
aún. En un vaso alto de vidrio, semillas de maní que irán a parar a la
entraña de un pollo o majadas en la crema que arropará a un lomito de
cerdo rosáceo. En otro vaso transparente y ancho está el azúcar, en
otros vasos, más breves y bajos, la pimienta, el azafrán, las hojas de
laurel, secas como el carácter de una maestra normalista, y el orégano
suculento del que siempre Neruda está diciendo su verso infantil:
¡Orégano grité con alegría!
La leche de vaca en la jarra panzuda, del desayuno; en tazas blancas
hay ajonjolí, el aceite menudo, la pausada manteca. En el aire chocan
los aromas del mango, más sutil que el de la guayaba –este más franco
y de una acidez como la de un desamor–, y la brisa tenue de una leche
asada y la fragancia de un bizcocho cociéndose –un bizcocho imperial–,
y la fresca menta de una albahaca haciendo una cabriola junto a la
ventana donde están las macetas de cerámica con el romero, el tomillo
y la mejorana, vivos.
Sigues el curso de la mesa: hay una calabaza abierta y una berenjena
de profundo tono obispo rebanada en ruedas voladoras, un reguero de
ajos pelados, dos mitades de cebolla morada, mil anillos de cebolla
blanca, la taza de medir con números romanos y latinos impresitos en
negro para que se vean bien, una enorme cuchara de madera, el
trinchante antiguo, de metal plateado –¿o es de plata?–, un bote de
azafrán, otro de eneldo (desmenuzado en Alicante, dice, orgullosa, la
etiqueta) y al final Mayra Gómez con su delantal de hilo, inclinada
sobre una hoja rayada de libreta escolar en la que apunta, de memoria,
con letra Palmer, otra receta de la abuela.
Termina de escribir la frase socorrida “sal a gusto” y deja el lápiz.
Llega al fonógrafo de cuerda que hace rac rac cuando termina la más
famosa conga villareña que en el mundo ha sido –aé la chambelona–.
Voltea el disco del sexteto y sale el son en las voces de mulatos
eternos, unas agudas, muy afiladas, que llaman voces de vieja, otras,
graves como redondos truenos, espesas como abrigos de los polos, con
un tres, una guitarra, una marímbula, un joven güiro rascado del
centro a la boca, y unas claves exactas, de relojería, marcando el
ritmo echado pa’tras “al habanero modo”: Viandas, qué buenas son las
viandas –canta el coro–, antes de que la voz guía sobresalga de pronto
en el centro de la mañana: ¡Malanga amarilla!
2.
Tiene fama mala la cocina de Cuba de ser escueta e insistente a través
de esos consabidos pocos platos a los que la gente llama de “comida
criolla”. La comparan con famosas elaboraciones del continente que
habla en español o portugués y sale la nuestra perdiendo siempre, como
si le faltara tradición y cojeara, entre otras cosas, de colocarse de
espaldas al mar, por ejemplo, con tanta agua rica de peces y moluscos
–casi al alcance de la mano si se saca cuenta por un mapa–, o de caer
en el fatal lugar común del frito o el asado más bien negligente con
la guarnición humilde.
Le reprochan a menudo que su fábrica sea elemental y poco dada al
vegetal variado, que no orbite en torno del maíz, como la mexicana,
que no aproveche el gazpacho andaluz en el verano interminable de la
isla, –otra vez por ejemplo– y que su guiso sea más o menos pueril,
que repita fórmulas y solo en oportunidades escasas se metamorfosee,
se recombine poco y reinterprete casi nada.
Debe ser injusta esa fama de restringida y finita de la cocina
cubana, pensaba yo, sin saber gran cosa del tema; ha de ser producto
de nuestro cómodo y rápido olvido del ayer, ese mal extendido sobre
tantos asuntos del país, la desmemoria, y mi sospecha fue verificada
sin ahondar prácticamente, acercándome solo un poco a la literatura,
digamos, culinaria nacional, que no es por cierto tan exigua, como tan
poco atendida en general en casas de familia y en los restaurantes
actuales.
Contra tales olvidos y descuidos pasados y presentes están las
colecciones de recetas de Mayra Gómez que rememoran usanzas de la
cocina cubana de hace décadas y décadas, y traen al sol de hoy
sutilezas inéditas, secretos y fidelidades. Sus libros son vademécums
auténticos que salvan la honrilla de la buena mesa de los nacidos
aquí: su vocación es guardiana, tesorera. No por gusto sus más de
quince libros publicados han alcanzado éxito de público como va a
conocer este La música en la cocina que publica ahora Ediciones
Cubanas.
Con su tocadiscos en marcha Mayra cocina jubilosamente al compás de
un chachachá del flautista Fajardo (“Los tamalitos de Olga”) y también
con los más renombrados sones de Piñeiro (“El guanajo relleno”,
“Échale salsita”) y uno, de Caturla, que se titula “El cangrejito”
quien partió de un aire anónimo que se entonaba hace más de un siglo
por La Habana y Santiago: Una mulatica me pidió un cangrejito pa
enchilar…
Devela maravillas de postres irresistibles con pregones de Lecuona,
Simons, Grenet, Matamoros y Caignet (“El frutero”, “El manisero”,
“Rica pulpa”, “El lecherito oriental”, “Frutas del Caney”) –unos más
sofisticados, como panqué francés, mouses, quesos helados y esponjes
rusch, otros francamente callejeros, popularísimos, como las yemitas y
el coquito prieto–, en tanto Abelardo Barroso canta “El panquelero” y
de Rosendo Ruíz aparece el son pregón “El dulcero” (A las niñas que
pidan quilitos…) que se escuchó a inicios del cine parlante en una
película de Adolphe Menjou. Cantan en estas páginas Rita Montaner,
Miguelito Valdés y las Hermanas Martí, tocan la Orquesta Aragón, el
Septeto de Piñeiro, el Trío Matamoros, vaya banquete de oído y
paladar.
El tomo posee como atractivo extra (por si fuera poco el traernos el
repaso generoso de recetas y canciones deliciosas) un prólogo hermoso
del sabio musicógrafo Cristóbal Díaz Ayala, criollo reyoyo, lujo que
bien se puede dar y merece los trajines de Mayra Gómez, con su
delantal de hilo, salpicado a veces, lo imagino, de algunos puntos de
bija y de canela, dibujándonos una memoriosa constelación en el cielo
familiar de Cuba.
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Ciro Bianchi Ross
cbianchi@enet.cu
http://wwwcirobianchi.blogia.com/
http://cbianchiross.blogia.com
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