Ciro Bianchi Ross • digital@juventudrebelde.cu
8 de Octubre del 2016 21:02:16 CDT
En el campamento de la Somanta recibió Carlos Manuel de Céspedes la
notificación del acuerdo de la Cámara de Representantes que lo
despojaba de la presidencia de la República. Se cuenta que el oficial
que le llevó el aviso lo encontró ante una mesa tosca, ingiriendo su
colación habitual, en un ambiente de total pobreza. Céspedes, que ya
sabía del acuerdo de la Cámara, tomó el sobre y lo colocó junto a su
plato. El mensajero, con respeto, lo instó entonces a que leyera el
aviso; temía que sufriera algún percance si se imponía de su contenido
después de la comida. Céspedes desatendió el pedido. Dijo: «Joven,
siéntese a compartir mi mesa, y así podrá usted decir el día de mañana
que almorzó con un Presidente. Si abro el sobre ahora, no será
posible…».
En opinión de los historiadores Hortensia Pichardo y Fernando
Portuondo en su introducción a los escritos del Padre de la Patria,
publicados en 1974, la deposición de Céspedes fue la antesala de su
muerte. Dos días después de haberlo destituido, la Cámara lo privaba
de sus ayudantes, su escolta y sus convoyeros, y lo conminaba a
trasladarse a la residencia del nuevo gobierno mientras se hacían los
trámites de traspaso de los archivos de la Presidencia y varias
pertenencias oficiales. Estallaban de golpe los odios y rencores que
sus enemigos disimularon mientras ocupó la presidencia. Como los
adversarios vencidos en la antigua Roma, se vio obligado a seguir al
Gobierno durante tres largos meses, sin dejarse humillar, sabiendo dar
la respuesta oportuna a cada insolencia, a cada injuria.
El suplicio terminó el 27 de diciembre de 1873. Ese día, Céspedes
recibió autorización para moverse libremente o mantenerse en la órbita
del gobierno. Se decidió por lo primero. El ejecutivo se dirigiría a
Camagüey; Céspedes lo haría hacia Cambute, donde pensaba esperar el
pasaporte que le permitiría salir de la Isla. Su esposa, Ana de
Quesada, y no pocos amigos se concertaban para sacarlo de Cuba. Un
bote tripulado vendría a buscarlo para llevarlo a Jamaica. Pero el
hombre del 10 de Octubre no quiso dar ese paso como un desertor, sino
hacerlo con el beneplácito del Gobierno, que no podía, pensaba,
negarle el permiso. Pero sí podía hacerlo. El 23 de febrero le
comunicaban la negativa formalmente «porque el gobierno no cree
conveniente en manera alguna, que sin causa poderosa y justificada
salgan fuera de su territorio los que en él militan y le deben
forzosamente sus servicios».
Antes, en la segunda quincena de enero, supieron los mambises que
tropas españolas operaban cerca de Cambute, y el Presidente Viejo,
como ya se le llamaba, resolvió trasladarse a San Lorenzo, en la
prefectura de Guaninao, en la Sierra Maestra, refugio que le había
recomendado su amigo, el brigadier José de Jesús Pérez. Allí llegaba
en la noche del 23 con una comunicación para el prefecto del lugar.
Decía: «Capitán Prefecto José Lacret Morlot: Va a esa Prefectura el ex
Presidente de la República, ciudadano Carlos Manuel de Céspedes, en
calidad de residenciado. Calixto García».
¿Residenciado? Lacret Morlot no sabía qué significaba esa palabra.
Inquirió con el coronel Céspedes y Céspedes, hijo del Presidente que
lo acompañaba, y no supo o no quiso decirlo. Fue el propio Céspedes,
con la serenidad que lo caracterizaba, quien explicó: «Joven, esa
comunicación quiere decir que no podré moverme del lugar que usted me
señale sin expresa orden de usted». A lo que Lacret contestó:
«Presidente, estoy más que nunca a sus órdenes».
La Cámara vs. Céspedes
Antes de proseguir, cabe preguntarse si fue legal o no la deposición
de Céspedes aquel 27 de octubre de 1873, en Bijagual de Jiguaní. El
enfrentamiento entre el Legislativo y el Ejecutivo venía desde mucho
antes. Cuando en diciembre de 1869 la Cámara destituyó al mayor
general Manuel de Quesada de su cargo de General en Jefe del Ejército
Libertador, Céspedes, sin ocultar su disgusto por la medida, designó a
su cuñado agente confidencial de Cuba en el exterior, con la misión de
allegar recursos para la Revolución. Fue una forma de demostrar su
desacuerdo con la Cámara. El Presidente tenía la facultad
constitucional de nombrar ministros, embajadores, plenipotenciarios,
cónsules y agentes en el exterior. El nombramiento del General en Jefe
y su democión eran facultades de la Cámara de Representantes. El
Presidente era asimismo un funcionario de nombramiento cameral.
Se dice que cuando Quesada, ya destituido como jefe del Ejército y en
vísperas de su partida, fue a despedirse de Céspedes, lo instó a que
asumiera la dictadura. Pero Céspedes, hombre de leyes, se negó a irse
por encima de la Constitución vigente entonces en el campo insurrecto,
que era la de Guáimaro. Quesada le advirtió: «Tenga entendido,
ciudadano Presidente, que desde hoy mismo comenzarán los trabajos para
la deposición de usted».
Tuvo razón Quesada, y la Cámara lo demostró con la creación del cargo
de vicepresidente de la República y la designación de Francisco
Vicente Aguilera para ocuparlo, en un intento de sustituir a Céspedes
sin herir la sensibilidad de los insurrectos orientales, que sentían
un hondo respeto por Aguilera. Por otra parte, la Cámara consultó a la
Junta Republicana de Cuba y Puerto Rico, que concluyó que cesantear a
Céspedes tendría una repercusión desfavorable en el exterior.
Las tensiones entre el Legislativo y el Gobierno aflojaron a lo largo
de la segunda mitad de 1870 y el primer semestre del año siguiente. La
Cámara carecía de apoyo militar para deponer a Céspedes. Moría
«Moralitos», el implacable fiscal del Presidente, y Zambrana, otro de
sus enconados adversarios, se amiga con Quesada, y lo expulsan del
cuerpo. En Camagüey, centro del Poder Legislativo, la guerra se
endurece y no hay lugar para asambleas y discursos. Sin sosiego para
funcionar, la Cámara termina por declararse en receso luego de
investir al Presidente de poderes extraordinarios. Pasan los diputados
a Oriente y piden protección a Máximo Gómez. Asiste El Viejo a la
entrevista que sostienen con el Presidente, y Gómez advierte al
Gobierno de lo inconveniente que resulta que con el Ejecutivo se
muevan 150 hombres «desmoralizados», que comprometen su seguridad.
Recomienda que el Gobierno reduzca su personal a lo indispensable, a
fin de poder atender con desahogo su subsistencia y seguridad, y
moverse con la rapidez que exijan las circunstancias. Pide por último
que todos los hombres útiles pasen al Ejército y que la Cámara recese,
«pudiendo sus miembros retirarse a los puntos donde más le
conviniera».
El 25 de septiembre de 1873 reanuda la Cámara sus funciones. Tiene
ahora el incentivo de proceder a la destitución del Presidente. Lo
acusarán de extralimitación de facultades, nepotismo, lentitud y
obstrucción de las elecciones para cubrir vacantes de diputados y de
algunos cargos más. El «Presidente Viejo» en una larga carta a su
esposa, misiva que comienza el día 10 y termina el 23 de febrero,
cuatro días antes de su caída en combate, apunta las que él considera
las verdaderas causas de su democión: el nombramiento de Manuel de
Quesada al frente de la Agencia Confidencial, el interés de la Cámara
en inmiscuirse en los asuntos del Ejecutivo, la tentativa de convertir
al Presidente de la República en un mayordomo de cada diputado, y,
subraya Rafael Acosta de Arriba, la ambición de varios jefes mambises
que no estaban conformes con sus territorios ni con sus atribuciones y
que sabían de la resistencia del Presidente a contribuir a un nefasto
caudillismo que ya había causado estragos en las repúblicas
sudamericanas, una vez obtenida la independencia de España.
El golpe de Estado
Con relación al grave suceso de Bijagual de Jiguaní, dice Enrique
Collazo que se cubrieron las apariencias, «pero se echó al aire la
semilla que sembrada por malas manos había de germinar más tarde en
las Lagunas de Varona. La ambición, el descontento y los rencores
personales se cubrieron con el respeto a la Ley».
Mientras tanto, ¿qué pensaba el Padre de la Patria? Le han arrebatado
la presidencia, pero, dice Acosta de Arriba, «el vencido en la pugna
de poderes no alzó su voz para reclamar, disentir o siquiera
protestar». Escribe: «Es verdad que el acuerdo de la Cámara adolece de
nulidad, pero no me toca a mí ventilar esa cuestión…». Y más adelante:
«En esta coyuntura, ¿qué debía hacer yo? Obedecer a lo dispuesto por
uno de los artículos de nuestra Constitución que faculta a la Cámara
para deponer libremente al Presidente…». Recapitula Acosta de Arriba:
«En fin, Céspedes sabía que un artículo de la Constitución de
Guáimaro, el noveno, permitía su deposición por la Cámara cuando esta
lo considerase, pero como jurista y constituyente que era, conocía
también que el proceso no había sido tan simple y que había habido
rejuegos, trampas y falacias leguleyas». Guarda silencio, sin embargo.
«En cuanto a mi deposición —escribe—, he hecho lo que debía hacer. Me
he inclinado ante el altar de mi Patria en el templo de la ley. Por mí
no se derramará sangre en Cuba. Mi conciencia está muy tranquila y
espera el fallo de la historia».
La sesión de la Cámara en la que se destituyó al Presidente de la
República en Armas se preparó de antemano, se ensayó como una obra de
teatro. En días previos se había montado el espectáculo. Se
practicaron los discursos, se dispuso quién hablaría primero y quién
después, y se distribuyeron las acusaciones que cada cual haría al
Presidente ausente.
Dieciséis diputados conformaban la Cámara de Representantes. El 27 de
octubre de 1873, cuando se depone a Céspedes en la reunión de Bijagual
de Jiguaní, eran, físicamente 13. El quórum mínimo permitido por el
propio Parlamento era de nueve diputados. Nueve fueron los camerales
que asistieron a la reunión de destitución. De ellos, solo ocho
votaron. Salvador Cisneros Betancourt, marqués de Santa Lucía, se
abstuvo. Dijo o insinuó que no lo haría por «pudor», ya que al ser el
presidente de la Cámara sería favorecido por la democión del
Presidente. Ante la ausencia del vicepresidente Francisco Vicente
Aguilera, Cisneros ocupó la presidencia con carácter interino.
Aguilera nunca la desempeñó. Jamás volvió a Cuba. El hombre más rico
de Oriente moriría en Estados Unidos en la mayor miseria.
La ausencia del Marqués privó a la Cámara de la legalidad de quórum.
Los generales Calixto García y Modesto Díaz, a quienes Céspedes había
requerido por el comportamiento inadecuado de sus tropas, apoyaron con
sus hombres la democión del Presidente en el primer golpe de Estado
que se registra en la historia de Cuba. Dice Rafael Acosta de Arriba:
«La muerte de Ignacio Agramonte había dejado expedito el camino a la
revuelta militar legitimada por la cobertura y la anuencia del órgano
legislativo, o sea, por los representantes de la Constitución, sus
“salvaguardas” y “garantes”».
En San Lorenzo
En su retiro de la Sierra Maestra, el Padre de la Patria juega ajedrez
y enseña a dos infantes a leer y a escribir, toma café en casa de unas
vecinas y lleva amores con Panchita, cuya juvenil compañía le hace
olvidar sus dolores y la lejanía de sus seres más queridos. Visitaba a
esa muchacha con la que tendría un hijo que no llegó a conocer, cuando
una niña del caserío avisó de la presencia española. ¿Hubo una
delación o fue casualidad? ¿Seguían los españoles el rastro del
«Presidente Viejo»? ¿Lo abandonaron a su suerte sus compatriotas?
Curiosamente ese día, como si presintiese el final, se vistió con sus
mejores ropas y, en su diario, pasó la cuenta a todos sus enemigos.
Corrió Céspedes, revólver en mano, a ponerse a salvo y, herido de
muerte, cayó por un barranco «como un sol de fuego que se hunde en el
abismo». Su cadáver solo presentaba una herida de bala, a boca
tocante, en la tetilla izquierda. ¿Suicidio, muerte en combate? Ya lo
veremos el próximo domingo.
ara vs. Céspedes
Antes de proseguir, cabe preguntarse si fue legal o no la deposición
de Céspedes aquel 27 de octubre de 1873, en Bijagual de Jiguaní. El
enfrentamiento entre el Legislativo y el Ejecutivo venía desde mucho
antes. Cuando en diciembre de 1869 la Cámara destituyó al mayor
general Manuel de Quesada de su cargo de General en Jefe del Ejército
Libertador, Céspedes, sin ocultar su disgusto por la medida, designó a
su cuñado agente confidencial de Cuba en el exterior, con la misión de
allegar recursos para la Revolución. Fue una forma de demostrar su
desacuerdo con la Cámara. El Presidente tenía la facultad
constitucional de nombrar ministros, embajadores, plenipotenciarios,
cónsules y agentes en el exterior. El nombramiento del General en Jefe
y su democión eran facultades de la Cámara de Representantes. El
Presidente era asimismo un funcionario de nombramiento cameral.
Se dice que cuando Quesada, ya destituido como jefe del Ejército y en
vísperas de su partida, fue a despedirse de Céspedes, lo instó a que
asumiera la dictadura. Pero Céspedes, hombre de leyes, se negó a irse
por encima de la Constitución vigente entonces en el campo insurrecto,
que era la de Guáimaro. Quesada le advirtió: «Tenga entendido,
ciudadano Presidente, que desde hoy mismo comenzarán los trabajos para
la deposición de usted».
Tuvo razón Quesada, y la Cámara lo demostró con la creación del cargo
de vicepresidente de la República y la designación de Francisco
Vicente Aguilera para ocuparlo, en un intento de sustituir a Céspedes
sin herir la sensibilidad de los insurrectos orientales, que sentían
un hondo respeto por Aguilera. Por otra parte, la Cámara consultó a la
Junta Republicana de Cuba y Puerto Rico, que concluyó que cesantear a
Céspedes tendría una repercusión desfavorable en el exterior.
Las tensiones entre el Legislativo y el Gobierno aflojaron a lo largo
de la segunda mitad de 1870 y el primer semestre del año siguiente. La
Cámara carecía de apoyo militar para deponer a Céspedes. Moría
«Moralitos», el implacable fiscal del Presidente, y Zambrana, otro de
sus enconados adversarios, se amiga con Quesada, y lo expulsan del
cuerpo. En Camagüey, centro del Poder Legislativo, la guerra se
endurece y no hay lugar para asambleas y discursos. Sin sosiego para
funcionar, la Cámara termina por declararse en receso luego de
investir al Presidente de poderes extraordinarios. Pasan los diputados
a Oriente y piden protección a Máximo Gómez. Asiste El Viejo a la
entrevista que sostienen con el Presidente, y Gómez advierte al
Gobierno de lo inconveniente que resulta que con el Ejecutivo se
muevan 150 hombres «desmoralizados», que comprometen su seguridad.
Recomienda que el Gobierno reduzca su personal a lo indispensable, a
fin de poder atender con desahogo su subsistencia y seguridad, y
moverse con la rapidez que exijan las circunstancias. Pide por último
que todos los hombres útiles pasen al Ejército y que la Cámara recese,
«pudiendo sus miembros retirarse a los puntos donde más le
conviniera».
El 25 de septiembre de 1873 reanuda la Cámara sus funciones. Tiene
ahora el incentivo de proceder a la destitución del Presidente. Lo
acusarán de extralimitación de facultades, nepotismo, lentitud y
obstrucción de las elecciones para cubrir vacantes de diputados y de
algunos cargos más. El «Presidente Viejo» en una larga carta a su
esposa, misiva que comienza el día 10 y termina el 23 de febrero,
cuatro días antes de su caída en combate, apunta las que él considera
las verdaderas causas de su democión: el nombramiento de Manuel de
Quesada al frente de la Agencia Confidencial, el interés de la Cámara
en inmiscuirse en los asuntos del Ejecutivo, la tentativa de convertir
al Presidente de la República en un mayordomo de cada diputado, y,
subraya Rafael Acosta de Arriba, la ambición de varios jefes mambises
que no estaban conformes con sus territorios ni con sus atribuciones y
que sabían de la resistencia del Presidente a contribuir a un nefasto
caudillismo que ya había causado estragos en las repúblicas
sudamericanas, una vez obtenida la independencia de España.
El golpe de Estado
Con relación al grave suceso de Bijagual de Jiguaní, dice Enrique
Collazo que se cubrieron las apariencias, «pero se echó al aire la
semilla que sembrada por malas manos había de germinar más tarde en
las Lagunas de Varona. La ambición, el descontento y los rencores
personales se cubrieron con el respeto a la Ley».
Mientras tanto, ¿qué pensaba el Padre de la Patria? Le han arrebatado
la presidencia, pero, dice Acosta de Arriba, «el vencido en la pugna
de poderes no alzó su voz para reclamar, disentir o siquiera
protestar». Escribe: «Es verdad que el acuerdo de la Cámara adolece de
nulidad, pero no me toca a mí ventilar esa cuestión…». Y más adelante:
«En esta coyuntura, ¿qué debía hacer yo? Obedecer a lo dispuesto por
uno de los artículos de nuestra Constitución que faculta a la Cámara
para deponer libremente al Presidente…». Recapitula Acosta de Arriba:
«En fin, Céspedes sabía que un artículo de la Constitución de
Guáimaro, el noveno, permitía su deposición por la Cámara cuando esta
lo considerase, pero como jurista y constituyente que era, conocía
también que el proceso no había sido tan simple y que había habido
rejuegos, trampas y falacias leguleyas». Guarda silencio, sin embargo.
«En cuanto a mi deposición —escribe—, he hecho lo que debía hacer. Me
he inclinado ante el altar de mi Patria en el templo de la ley. Por mí
no se derramará sangre en Cuba. Mi conciencia está muy tranquila y
espera el fallo de la historia».
La sesión de la Cámara en la que se destituyó al Presidente de la
República en Armas se preparó de antemano, se ensayó como una obra de
teatro. En días previos se había montado el espectáculo. Se
practicaron los discursos, se dispuso quién hablaría primero y quién
después, y se distribuyeron las acusaciones que cada cual haría al
Presidente ausente.
Dieciséis diputados conformaban la Cámara de Representantes. El 27 de
octubre de 1873, cuando se depone a Céspedes en la reunión de Bijagual
de Jiguaní, eran, físicamente 13. El quórum mínimo permitido por el
propio Parlamento era de nueve diputados. Nueve fueron los camerales
que asistieron a la reunión de destitución. De ellos, solo ocho
votaron. Salvador Cisneros Betancourt, marqués de Santa Lucía, se
abstuvo. Dijo o insinuó que no lo haría por «pudor», ya que al ser el
presidente de la Cámara sería favorecido por la democión del
Presidente. Ante la ausencia del vicepresidente Francisco Vicente
Aguilera, Cisneros ocupó la presidencia con carácter interino.
Aguilera nunca la desempeñó. Jamás volvió a Cuba. El hombre más rico
de Oriente moriría en Estados Unidos en la mayor miseria.
La ausencia del Marqués privó a la Cámara de la legalidad de quórum.
Los generales Calixto García y Modesto Díaz, a quienes Céspedes había
requerido por el comportamiento inadecuado de sus tropas, apoyaron con
sus hombres la democión del Presidente en el primer golpe de Estado
que se registra en la historia de Cuba. Dice Rafael Acosta de Arriba:
«La muerte de Ignacio Agramonte había dejado expedito el camino a la
revuelta militar legitimada por la cobertura y la anuencia del órgano
legislativo, o sea, por los representantes de la Constitución, sus
“salvaguardas” y “garantes”».
En San Lorenzo
En su retiro de la Sierra Maestra, el Padre de la Patria juega ajedrez
y enseña a dos infantes a leer y a escribir, toma café en casa de unas
vecinas y lleva amores con Panchita, cuya juvenil compañía le hace
olvidar sus dolores y la lejanía de sus seres más queridos. Visitaba a
esa muchacha con la que tendría un hijo que no llegó a conocer, cuando
una niña del caserío avisó de la presencia española. ¿Hubo una
delación o fue casualidad? ¿Seguían los españoles el rastro del
«Presidente Viejo»? ¿Lo abandonaron a su suerte sus compatriotas?
Curiosamente ese día, como si presintiese el final, se vistió con sus
mejores ropas y, en su diario, pasó la cuenta a todos sus enemigos.
Corrió Céspedes, revólver en mano, a ponerse a salvo y, herido de
muerte, cayó por un barranco «como un sol de fuego que se hunde en el
abismo». Su cadáver solo presentaba una herida de bala, a boca
tocante, en la tetilla izquierda. ¿Suicidio, muerte en combate? Ya lo
veremos el próximo domingo.
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Ciro Bianchi Ross
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