Washington vs. Madrid: páginas de la guerra (II)
Ciro Bianchi Ross • digital@juventudrebelde.cu
25 de Junio del 2016 19:51:56 CDT
Desde antes de romperse las hostilidades, Washington había ordenado el
bloqueo naval de la Isla, lo que impedía a España, por una parte,
traer tropas frescas, pertrechos y municiones, y por otra, mover
recursos entre diferentes puertos del territorio. Barcos de guerra
estadounidenses surtos frente a los puertos de Mariel, Cabañas,
Matanzas, Cárdenas, Cienfuegos y La Habana se hacían visibles desde la
costa e impedían la entrada y la salida de embarcaciones de cualquier
bandera. No menos de diez mercantes españoles fueron apresados y
conducidos a Cayo Hueso. La medida tenía otros objetivos estratégicos:
esperar a que las tropas regulares norteamericanas destinadas a
desembarcar completaran durante el verano su entrenamiento en Nueva
Orleans, Mobile y Tampa, y dejar que las fuerzas cubanas continuaran
desangrado a las españolas.
Fue así que el capitán general Ramón Blanco y Erenas, Marqués de Peña
Plata, solicitó a Madrid el envío a Cuba de la flota española del
Atlántico, que en esos momentos esperaba órdenes frente a las islas de
Cabo Verde, en África occidental.
Esta era mandada por el almirante Pascual Cervera, un marino de casi
60 años de edad —nacido en Jerez de la Frontera, el 18 de febrero de
1839— y que luego de egresar de la escuela naval de San Fernando
ascendió grado a grado, gracias a su participación en los más
importantes sucesos de la historia de su país durante la segunda mitad
del siglo XIX, una época cuyo trágico final sería simbolizado
justamente con el hundimiento de la escuadra que le tocó comandar.
Tomó parte Cervera en la campaña de Marruecos (1853), en la expedición
española contra la Conchinchina (1862) y ya como capitán de navío
asumió en 1866 el patrullaje de las costas de Perú. Durante la Guerra
de los Diez Años estuvo en la vigilancia de las costas cubanas.
Participó además en la guerra carlista, distinguiéndose en la defensa
del arsenal de La Carraca. Presidió en 1891 la delegación de su país a
la Conferencia Naval de Londres y, al año siguiente, lo nombraron
ministro de Marina en el gabinete del presidente Sagasta, cargo al que
renunció en protesta por la escasa dotación económica destinada a su
ministerio, como si previera desde entonces, dicen historiadores, la
tragedia que sufriría la flota española cuando le tocara enfrentarse a
fuerzas superiores, más modernas y mejor dotadas.
Conformaban la flota del Atlántico cuatro cruceros acorazados y tres
destructores, que desplazaban en conjunto 28 600 toneladas, y
disponían, en teoría al menos, de 120 cañones, ocho ametralladoras
pesadas y 24 tubos lanzatorpedos, además de unos pocos cañones de tiro
rápido y algunos tubos lanzatorpedos instalados en los pequeños
destructores.
Hizo Cervera cuanto estuvo a su alcance a fin de convencer al Ministro
de Marina y al Gobierno de Madrid de que no mandaran la flota a Cuba o
a Puerto Rico. Sugería que la basaran en Canarias, para proteger desde
esa posición las islas y el territorio de la Península. El asunto, a
su juicio, era evitar un encuentro frontal con los norteamericanos en
el Caribe.
«Voy al sacrificio»
La flota norteamericana del Atlántico, al mando del almirante William
T. Sampson, era muy superior a la española. Disponía de nueve cruceros
acorazados, que desplazaban más de 65 000 toneladas y tenía instalados
casi 300 cañones, 22 ametralladoras pesadas y 37 tubos lanzatorpedos.
No solo superaba a la española en número de embarcaciones, tonelaje y
potencia de fuego, sino que los buques eran más modernos, poseían un
blindaje más fuerte y su habilitación era más completa. Estaba además
la cuestión del combustible. La armada estadounidense podía contar con
cuanto carbón quisiera estando sus bases como estaban a pocas horas de
distancia, mientras que los españoles, con serios problemas en este
campo, tenían sus fuentes de abasto a miles de kilómetros del Caribe.
En vano insistió el almirante Pascual Cervera. Conocía la superioridad
de su enemigo. Por eso, en la víspera de su partida hacia Cuba,
informó nuevamente al Ministro de Marina acerca de las condiciones de
sus barcos, que dejaban mucho que desear. Su artillería estaba
incompleta o defectuosa, no contaba con municiones adecuadas ni
suficientes y tampoco disponía de carbón de calidad. En su informe, el
marino decía que su escuadra se colocaría en un callejón sin salida;
una situación de la que no podía esperarse más que la destrucción de
sus barcos o la desmoralización de sus hombres.
A las puertas del terrible verano de 1898, las altas autoridades
españolas parecían vivir, sin embargo, en una borrachera triunfalista
que alcanzaba también a la población. No se quedaban atrás muchos
habaneros de a pie que en los cafés evocaban las batallas de Lepanto y
El Callao y pregonaban hasta el cansancio la superioridad de la armada
española, mientras que en el vestíbulo del teatro Albisu, el ilustrado
comandante de la marina española don Pedro Peral, hermano de Isaac, el
inventor del submarino, se empeñaba en demostrar justamente lo
contrario.
En una página deliciosa de sus Viejas postales descoloridas, el
costumbrista Federico Villoch dice que en Cuba por aquel entonces se
habló de Cabo Verde como nunca antes ni después y que había quien
escrutaba los mapas para vaticinar en qué paraje ambas escuadras se
desbaratarían a cañonazos. «Los yanquis le tienen un miedo terrible al
abordaje español», decían algunos. Y las imaginaciones calenturientas
trazaban cuadros espeluznantes de piratería, remangados los puños de
los marineros armados de grandes y afilados cuchillos, y la sangre
corriendo a bordo.
El propio Ministro de Marina español, con la cabeza en las nubes, daba
a Cervera, antes de su partida hacia el Caribe, la misión siguiente:
«Ir a EE. UU., defender las islas de Cuba y Puerto Rico, bloquear los
puertos norteamericanos del golfo de México, destruir la base naval de
Cayo Hueso, sede de la flota del Atlántico, y de ser posible bloquear
puertos del este…».
Algunos vapores lograron burlar, desde el puerto habanero, el cerco
norteamericano, o salían y entraban con permiso de los sitiadores. Con
autorización lo hizo el Lafayette, de la Compañía Trasatlántica
Francesa, atestado de viajeros que abandonaban la ciudad por miedo a
las futuras contingencias, y le siguió el bergantín mexicano Arturo,
cargado de fugitivos. Los especuladores de siempre hicieron dinero con
el improvisado negocio de convertir goletas desvencijadas en barcos de
pasajeros que, por 50 o 100 pesos el boleto, transportaban pasaje
desde La Habana a Veracruz.
Pero los acorazados Brooklyn, Texas, Iowa, Louisana…, dice Villoch,
continuaban imperturbables en el horizonte, firmes como si hubiesen
echado raíces en las rocas del fondo, bañando las noches con sus
potentes focos eléctricos. Esa vigilancia no fue obstáculo para que el
vapor español Monserrat, con todas sus luces apagadas, burlase una
noche el bloqueo y arribase sin novedad, dos días después, a un
cercano puerto de México para, a su vuelta, abastecer de víveres a La
Habana. Un barco de guerra español llamado Conde de Venadito se
arriesgó una tarde a salir del puerto para provocar la agresión de los
acorazados americanos y obligarlos a acercarse a la costa para que
fueran cañoneados desde el Morro, lo que resultó en vano, pues el
yanqui lo que hizo fue largarle una andanada de tiros y permanecer
impávido en su línea. Se dio también, entre otros casos, la entrada
espectacular de la goleta Santiago, que a todo trapo salió una mañana
de buen viento de Bahía Honda y penetró sana y salva en nuestro
puerto, bajo los cañonazos que se cruzaban uno de los acorazados
norteamericanos y la batería de Santa Clara, emplazada donde se
edificó el Hotel Nacional de Cuba.
El 24 de abril recibía Cervera la orden de moverse hacia el Caribe y
se dispuso a cumplirla no sin antes advertir a sus superiores que iba
al sacrificio con la conciencia tranquila. Al día siguiente, Estados
Unidos declaró formalmente la guerra a España. Una semana más tarde,
en la bahía de Cavite, Filipinas, la flota norteamericana del Pacífico
destruía, en cuestión de horas, la escuadra española concentrada allí.
La noticia provocó en España la conmoción que era de esperar. El 12 de
mayo, el Ministro de Marina dirigió un telegrama a Fort de France, en
Martinica, autorizando a Cervera a regresar a España. Pero Cervera
jamás vio ese mensaje. El día anterior dejaba atrás Fort de France y
ponía proa a Cuba.
El héroe trágico
El 14 de mayo barcos norteamericanos bombardearon con total impunidad
San Juan de Puerto Rico. Cinco días después, el 19, la flota de
Cervera entraba en la bahía de Santiago de Cuba. A comienzos de junio
la escuadra del almirante Sampson bombardeaba esa ciudad. Con objeto
de embotellar a Cervera, sus adversarios hundieron el pontón Merrimac
en la boca de la rada santiaguera. A partir de ahí, si los barcos
españoles querían salir, debían hacerlo de uno en uno, convertidos en
una suerte de tiro al blanco para los norteamericanos.
Se entrevistan con el mayor general Calixto García, lugarteniente
general del Ejército Libertador, el almirante Sampson, jefe de la
flota, y el general Shafter, jefe del Ejército de tierra. Desembarcan
las tropas norteamericanas y avanzan hacia Santiago. El general
Linares, jefe de esa plaza militar, no se hace ilusiones respecto a la
victoria española y sabe que la derrota pondría en grave riesgo a la
flota anclada en la bahía. El capitán general Ramón Blanco, que
recibió de Madrid la potestad de decidir sobre todas las fuerzas
militares destacadas en la Isla, incluso la escuadra, y que sabe cómo
piensa Cervera, telegrafía al Almirante: «Dice usted que la caída de
Santiago es segura, en cuyo caso tendrá usted que destruir sus barcos,
y esta es una razón más para intentar una salida, ya que es preferible
para el honor de las armas sucumbir combatiendo…».
Cervera escribe entonces a Linares: «… afirmo con el mayor énfasis que
nunca seré quien decida la horrible e inútil hecatombe… A Blanco
incumbe decidir si debo ir al suicidio, arrastrando conmigo a estos 2
000 españoles».
Ante el ataque inminente, los marinos de Cervera se suman a la defensa
terrestre de Santiago. Ocurren el 1ro. de julio de 1898 las batallas
de El Caney y de San Juan, donde, en un intento desesperado por
recuperar la posición, resulta gravemente herido el general Linares.
El día 2, desde La Habana, el Capitán General ordena a Cervera que
salga con sus barcos de la bahía santiaguera. Al día siguiente, a las
9:45 de la mañana, disparando sin cesar por ambas bandas, empezó a
salir, con rumbo este, la escuadra española. Una hora más tarde la
flota del Atlántico sucumbía ante el poderío norteamericano, y el
propio almirante Pascual Cervera, el héroe trágico, alcanzaba la costa
a nado y era hecho prisionero. Debió enfrentar en España un consejo de
guerra acusado de la pérdida de la escuadra. Fue absuelto y permaneció
durante unos cuantos años más en servicio activo. Murió el 3 de abril
de 1909.
La batalla naval de Santiago tuvo para España el saldo de 326 muertos,
215 heridos y 1 720 prisioneros. Los norteamericanos tuvieron un
muerto y un herido. «No siempre al valor acompaña la fortuna», decía
el Capitán General en su mensaje a los habitantes de la Isla, y
«firmes y resueltos ante el peligro», los llamaba a confiar en Dios «y
en nuestro derecho a dejar incólumes el honor y la integridad de la
patria». El general Shafter, por su parte, presentaba un ultimátum:
Si Santiago de Cuba no se rendía, sería bombardeada. Pero eso lo
veremos el próximo domingo.
--
Ciro Bianchi Ross
No hay comentarios:
Publicar un comentario