Una profesión olvidada
Ciro Bianchi Ross •
digital@juventudrebelde.cu
2 de Abril del 2016 22:39:41 CDT
Cuando el escribidor era niño, el término «chirrín» equivalía a dar
por concluido un asunto, cualquier cosa: un juego de bolas o una
relación amistosa. Podía decirse: hubo un roletazo por tercera y
¡chirrín!, acabó el juego, o ella insistió en que su hermana la
acompañara y ¡chirrín!, terminó el paseo. Algunos, para enfatizar la
acción añadían al chirrín otro vocablo: chirrán, y llegado el caso
expresaban, por ejemplo: chirrín chirrán, que ya se acabó; chirrín
chirrán, que ya no te quiero…, como lo dice Juan Formell en una de sus
gustadas composiciones.
El vocablo «chirrín» tiene, sin embargo, otra acepción. Desconoce el
escribidor hasta qué punto es un cubanismo. En verdad no aparece en el
Nuevocatauro, de Fernando Ortiz, publicado en 1974, que es lo más
actualizado que, en cuanto al tema, tiene quien esto escribe en su
biblioteca.
Si chirringo es en Colombia sinónimo de chiquito, chirrín se llamaba
en Cuba al avión de muy pequeño porte, algo así como una avioneta; y
chirrinero era quien lo tripulaba. Se trataba de aparatos de un solo
motor que movían pasaje o carga entre puntos del interior de la Isla
donde no tocaba la aviación comercial, y que servían asimismo para la
recreación.
La información me la ofreció el amigo y lector Gabriel Valdés, un
maestro jubilado que reside en la ciudad floridana de Wellington y que
mantiene a flor de piel sus raíces cubanas, pese a la larga
permanencia en el exterior. Conversamos en un restaurante de Pompano
Beach, mientras entre grandes vasos de cerveza negra degustábamos una
comida típicamente irlandesa. No en balde el almuerzo transcurrió el
pasado 17 de marzo, Día de San Patricio, patrón de los irlandeses,
cuando la tradición obliga a lucir algo verde en el atuendo, so pena
de merecer un pellizco, y se prefiere la cerveza negra o verde.
Chirrines —refiere Gabriel con envidiable memoria— eran las avionetas
marca Aeronca, Luscombe, Taylorcraft y, por supuesto, Piper Súper
Cruiser, Stinson y Cessna. De estos últimos, el Piper Súper Cruiser
podía llevar dos pasajeros más el piloto, en tanto que los dos
restantes contaban con cuatro asientos, incluido el del aviador,
desplegaban una velocidad mayor y podían alcanzar distancias mayores
sin reabastecerse de combustible.
El chirrín por excelencia era el Piper J-3, para un pasajero
solitario. Esa avioneta fabricada en EE.UU. medía algo más de 35 pies
de punta a punta de las alas y otros 23 de fuselaje; contaba con 65
caballos de fuerza y cruzaba a 75 millas, aunque podía alcanzar una
velocidad máxima mayor. Su peso total era de 1 200 libras, cifra que
incluía el peso del piloto, el pasajero y el combustible.
Un detalle interesante aporta Gabriel Valdés: los pilotos del Cessna,
el Stinson y el Piper Súper tenían más categoría que los del Piper
J-3. Pero todos seguían siendo chirrineros y todos los aparatos eran
chirrines.
Vivir del aire
«Chirrinero era todo aquel que casi vivía en un chirrín. Y que dotado
de una licencia de aviador civil (no todos la tenían en algún momento)
se buscaba la vida honradamente. Que vivía del aire. No todo era
ironía, pues en verdad era un vivir aventurado. Los costos de
operación eran altos: cara la gasolina, costosas las piezas de
recambio, carísimos los materiales de mantenimiento y reconstrucción.
Y había que mantener los precios bajos. Pero se pasaban los días en un
clima casi de alegría, disfrutando emociones que venían del dominio de
los horizontes, de la libertad de movimiento y del regusto que pone en
el paladar del hombre la aventura posible. Y no todo era romance, pues
como decía aquel gran aviador francés, Antonio de Saint Exupéry,
debajo de esas nubes blancas y bellas nos puede esperar la eternidad»,
escribió el chirrinero Raoul García en las memorias que dio a conocer
en 1975.
¿Qué pistas utilizaba? ¿De qué torres de control se valía? ¿Tenía a
bordo un radio para comunicarse?
El chirrinero operaba sobre campos de yerba, más que sobre las pistas
pavimentadas de los aeropuertos. «Una guardarraya limpia entre los
cañaverales era una pista casi perfecta», decía García y aclaraba
enseguida que en aeropuertos propiamente dichos también operaba el
chirrinero. «Serlo era como una condición espiritual. Una clase de
bohemia modernizada, en que importaba más la ocasión de volar, la taza
de café o la charla sin tiempo que los planes de enriquecimiento. Lo
importante era el cielo abierto; el olor a pastizales; el solo sobre
las alas; el cielo azul en el parabrisas; los cúmulos benignos; la
brisa moviendo los palmares y el penacho orgulloso del humo de las
chimeneas de los centrales, conversando con sus remolinos sobre el
viento y su rumbo».
Radio, por supuesto, no había en la mayor parte de los chirrines. El
chirrinero, al igual que los pescadores, presentía la tormenta o el
frente frío. Los que lo tenían, lo reservaban para comunicarse con las
torres de control de los aeropuertos, cuando el negocio los llevaba a
terminales en las que entraban y salían otras naves. Pero, precisaba
García, «éramos saltamontes amarillos, rojos o azules llevando
nuestros encargos, nuestros pasajeros, nuestros entusiasmos por
bateyes, campos de caña y enormes potreros…».
Expresaba que la aviación tenía su aire natural en el campo, entre la
gente de la sabana y de los cañaverales. Mientras en las ciudades
advertía indiferencia, recelo y temor, los campesinos la asumían con
menos miedo e inhibiciones, no solo cuando la usaban por necesidad,
sino también cuando, en determinados fines de semana, la utilizaban
como un medio de diversión.
Días de boteo
Días de «boteo» llamaban a esas jornadas de fiesta, por lo general un
sábado y preferentemente un domingo, y siempre en tiempos de zafra. Se
llegaba a un arreglo con el dueño de la tierra que se utilizaría como
campo de aviación y no faltaba quien asumiera la oferta gastronómica.
No era raro que se organizara una suerte de feria con juegos de azar,
tiros al blanco y carreras de caballo. El campo se colmaba de público.
Se corría la voz y la gente, a pie, a caballo o en carreta, llegaba a
veces de lugares distantes. El aviador llevaba la gasolina en latas de
cinco galones y a través de un paño de gamuza filtraba el combustible
a medida que abastecía el chirrín.
El paseo en la avioneta se cobraba a peso el minuto y era de tres
minutos el mínimo de tiempo en el aire. La gente se ilusionaba con la
posibilidad de dejar caer un mensaje escrito sobre la casa de la
madre, la novia o la enamorada.
Recordaba Raoul García en sus memorias:
«Volábamos niños, mujeres amedrentadas que apenas miraban hacia la
tierra; muchachas atrevidas que se les arrebataba la ilusión con el
desafío a la gran monotonía de los días. Volábamos a hombres
desembarazados y presumidos que querían demostrarle al personal allí
congregado que ellos habían nacido para la heroicidad sin temblores, y
que pedían, a cualquier costo, que le diéramos “el salto mortal”. Y
allá se iban con nosotros a realizar la clásica maniobra del “looping”
o vuelta de campana. Y pagaban con gusto, con fanfarronería, pero sin
perder el detalle del cuento de los pesos».
Con todo, era un negocio de centavos que obligó a los chirrineros a
ser los mecánicos de sus máquinas. Los mantenimientos se hacían
incosteables, y más cuando se trataba de una rotura. Resultaban muy
altos los emolumentos de los mecánicos habaneros y era mucho lo que
por otra parte se iba en comidas, tabacos y vasitos de cerveza. No
demoró el mecánico en perder su clientela, pues el chirrinero, con
imaginación e ingenio, aprendió a componer su aparato.
Pa’ San Ramón
Las anécdotas que Raoul García rescata en su libro son muchas y de muy
diverso matiz. Jocosas, tristes, reflexivas… Va de muestra la que
sigue.
Un mediodía hirviente de uno de esos días en que no había nada que
hacer, un hombre se acercó al chirrinero que se resguardaba del sol
bajo una de las alas del Piper y le preguntó por el precio de una
«carrera» a San Ramón, cerca de Viana. Estaban en las inmediaciones
del central Resulta, en la región central de la Isla, y el aviador,
luego de calcular la distancia, dijo: diez pesos.
—¡Caray, eso está muy caro! Con diez pesos me voy en fotingo a Santa Clara.
Explicó García que una avioneta no era un fotingo, ni una carreta de
bueyes que se arreglaba con un pedazo de alambre de cerca. El galón de
gasolina costaba 50 centavos y debía empeñarse cada vez que se rompía
una pieza.
El recién llegado lo miró con simpatía. Descendió de su cabalgadura,
la amarró donde pudo y sacó una bolsa de papel de una de las alforzas
de la montura. Extendió al aviador un pedazo de papel de estraza y un
mocho de lápiz. Suponía que el chirrinero tenía mejor letra que la
suya y le pidió que escribiera el poema que le dictaría. Poema que
junto con la bolsa de papel llena de dulces dejaría caer cuando la
nave sobrevolara la casa de su novia. Pasados los años, García solo
recordaba una estrofa de aquel poema. Decía: «Martina, los dulces son/
prenda del amor que impera;/ pero en vez de ellos quisiera/ tirarte mi
corazón».
El hombre, no sin esfuerzo, se acomodó en el asiento trasero del Piper
y le desagradó tener que ajustarse el cinturón de seguridad, que llamó
cincha, pero lo hizo. El aviador comentó que, llegado el momento,
sería él quien lanzaría los dulces y el poema. Cebó el motor y desde
atrás, desde la cabina, con una mano en el acelerador y con la derecha
agarrada a la punta de la hélice, le dio un tirón y arrancó el
aparato. Era una técnica novedosa que permitía controlar la potencia
sin el peligro de que la avioneta se «disparase» sin piloto, como le
había ocurrido a muchos.
La casa tiene un molino de agua, decía el hombre y describía una
vivienda que en poco se diferenciaba de las otras de la zona. Volaban
a 600 pies sobre la tórrida campiña cuando el chirrinero creyó
advertir un interés inusitado en una de las viviendas. Una mujer
vestida de rojo se asomaba a un portón y a su alrededor corrían niños
y otras mujeres. Sin comentar nada con su pasajero, «picó» hacia el
lugar y le pasó a menos de 200 pies. Sintió el alborozo a sus
espaldas. El hombre había reconocido a su adorado tormento y daba
manotazos al piloto al tiempo que gritaba: ¡Es ahí! ¡Es ahí! El
guajiro, nervioso, sacaba las dos manos por la ventanilla y prorrumpía
en grandes gritos. El piloto giró para enfrentar lo que hubiese de
viento mientras cortaba el motor. El pasajero se hundió en el asiento
agarrándose el sombrero. El aviador lanzó el cartucho con los dulces y
el poema y tiró de la palanca y «dio» motor para regresar al lugar de
donde partieron.
Ya allí, el pasajero rebuscó en sus bolsillo hasta juntar en billetes
de a uno los diez pesos que debía al aviador. Sudaba copiosamente y la
nuez le bajaba y subía con sed de gallo seco. Quiso García saber más
sobre su pasajero y preguntó de dónde venía. Cohibido, con una media
sonrisa, respondió:
—Yo vine de San Ramón.
—Y ahora, ¿a dónde va?
—¿Pues a dónde voy a ir? Cogeré la yegua pa’ San Ramón
--
Ciro Bianchi Ross
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