lunes, 23 de febrero de 2015
EL CAPITOLIO
El Capitolio
Ciro Bianchi Ross * digital@juventudrebelde.cu
21 de Febrero del
2015 20:42:08 CDT
La gente del interior venía a La Habana y no quería volver
a su tierra
sin visitar el Capitolio. El que podía, se fotografiaba con
el
Capitolio al fondo como testimonio imbatible de su estancia en la
capital.
Lo mismo hacían los extranjeros que visitaban la Isla.
Entonces la sede del
Congreso de la República estaba rodeada de
hoteles de mayor o menor cuantía,
pensiones y casas de huéspedes, y
hasta la inauguración de la Terminal de
Ómnibus, en 1952, las guaguas
interprovinciales hacían en sus inmediaciones la
primera y la última
parada.
No faltaban allí --no faltan tampoco ahora-- los
fotógrafos callejeros
con sus cámaras antediluvianas que nadie sabe bien cómo
funcionan;
todo un engendro con servicios de revelado e impresión acoplados,
ni
las fondas de medio pelo, ni los buenos restaurantes como El Palacio
de
Cristal, en la calle Industria, que fue en su tiempo el mejor de La
Habana y
que debió soportar el humillante y triste destino de quedar
convertido en un
taller para embalsamar animales.
El café El Senado y los bares Dorado y
Capitolio eran puntos de cita
obligados. Había bailes en el Centro Gallego y en
la Juventud
Asturiana, y la música de los aires libres amenizaba la
noche.
Abundaban los establecimientos pequeños como La Barrita de Don
Juan,
frecuentada por Núñez Rodríguez, en los bajos del hotel Comercio, y
como
el café de Lorenzo García, al lado del cine Capitolio, que servía
a su dueño
para tapar un lucrativo negocio de préstamos de dinero. En
los altos de García
vivía Agustín Rodríguez, autor del libreto de la
zarzuela Cecilia Valdés,
empresario y famoso sainetero del teatro
Martí, que todas las mañanas, a las
cinco, antes de ponerse a
escribir, buscaba la inspiración en media botella de
ron Castillo.
Eran los años en que los hombres intentaban contener la caída
del
cabello con la aplicación de lociones como Calvifín, que
comercializaba el
poeta y periodista Gastón Baquero, y Manteca de Oso,
de Ernesto Sarrá, y se
blanqueaban los dientes con los polvos de San
Agustín. En esos dìas a cualquier
cubano de a pie le bastaba con
ponerse una chaqueta para que se le franqueara
el acceso al Capitolio.
Entonces el Paseo del Prado y los alrededores del
llamado Palacio de
las Leyes eran lugares de moda. A ellos iba a parar todo lo
que se
movía en la capital, hasta que en la década del 50 La Rampa
los
desplazó.
Aun así no se concibe a La Habana sin Prado ni Capitolio. Son
símbolos
de la ciudad, parte de su historia e identidad. Por su magnitud
y
belleza, escribe el historiador Emilio Roig, <>. Al clausurar la VIII Legislatura de la
Asamblea Nacional, el
presidente Raúl Castro dijo a los diputados que
algún día habría que regresar
al Capitolio.
Los terrenos
Los terrenos que ocupa el Capitolio pertenecieron
a la Sociedad
Económica de Amigos del País que fomentó en ese lugar, a partir
de
1817, un jardín botánico. El Gobierno colonial español enajenó a
la
Sociedad la propiedad de ese terreno, y en 1835 se comenzó a construir
allí
la estación de trenes de Villanueva.
Sacar los ferrocarriles de una zona que
iba convirtiéndose en la mejor
de La Habana fue, en las décadas postreras del
siglo XIX, un anhelo
creciente de los habaneros. El general Manuel Salamanca y
Negrete,
gobernador de la Isla, quiso acometerlo en 1890, pero
murió
misteriosamente cuando se disponía a tomar medidas contra
los
responsables de una malversación colosal de 14 millones de pesos,
que
salió a flote en el Departamento de Guerra de la Colonia. El
propósito
pasó de un año a otro, hasta que en 1909 el presidente José
Miguel
Gómez decidió tomar el toro por los cuernos. Para ello se
canjearían
los terrenos de Villanueva por los del antiguo Arsenal, ocupados
hoy
por la estación central de los ferrocarriles. Quería edificar en ellos
el
Palacio Presidencial, instalado hasta entonces en el viejo Palacio
de los
Capitanes Generales.
El Estado entregaba a una compañía británica,
Ferrocarriles Unidos,
los terrenos del Arsenal, valorados en más de cinco
millones de pesos,
y recibía a cambio los de Villanueva, no adquiridos
limpiamente y que
apenas valían dos millones. El dinero que se movería bajo
cuerda, por
comisiones y sobornos, empaparía a José Miguel, a quien el
pueblo
apodaba Tiburón, y salpicaría a sus conmilitones, a costa de
los
intereses de la nación.
En enero de 1910, la Comisión de Hacienda y
Presupuesto del Senado
daba al proyecto de ley del canje un dictamen favorable
y recomendaba
su aprobación al pleno de ese cuerpo. En la Cámara de
Representantes,
con mayoría liberal, la aprobación de la ley, sin embargo,
era
improbable pues se le oponían tanto los conservadores como los
liberales
que capitaneaba Alfredo Zayas. Fue entonces que los
miguelistas cocinaron una
estrategia infalible: decidieron que el
asunto se tomara como una cuestión de
<>, lo que obligaba a
todos los parlamentarios, tanto miguelistas como
zayistas, a
concederle el voto favorable.
Dinamitan la cúpula
Las obras de
la mansión del Palacio Presidencial comenzaron
respaldadas por un crédito de un
millón de pesos, y la construcción se
paralizó al asumir la presidencia el
general Mario García Menocal.
Otros eran sus planes. Quería edificar el
Palacio en los terrenos de
la Quinta de los Molinos y el edificio recién
comenzado quedaría como
sede del Legislativo. Esa determinación obligó a hacer
modificaciones
sustanciales al proyecto original de los arquitectos Rayneri
(padre e
hijo) e impuso que se dinamitara la cúpula ya construida y que
pesaba
1 200 toneladas métricas.
Sin embargo, Menocal no llegó a construir el
Palacio. En aquellos
días, el general Ernesto Asbert, gobernador de La Habana,
construía el
palacio que sería la sede del gobierno provincial. Mariana Seba,
la
Primera Dama, se enamoró de ese edificio, Menocal lo confiscó y el
Estado
pagó medio millón de pesos por el inmueble que, con las
adaptaciones
pertinentes, se destinó a Palacio Presidencial. Es el
actual Museo de la
Revolución.
Las obras del Capitolio se reanudaron en 1917, solo para que
se
interrumpieran dos años más tarde por falta de dinero, y en 1921
el
presidente Zayas las suspendió definitivamente. Cuando en 1925
Machado
llega a la presidencia encuentra el Capitolio a medio hacer y
con
aspecto de ruina.
17 millones
En Cuba las dictaduras lo han sido
también de hormigón armado. Machado
se propuso modernizar la capital cubana y,
en cierta medida, el país,
por lo que se embarcó en un vasto y ambicioso plan
de obras públicas.
Bajo su gobierno, se remodeló el Paseo del Prado, el Campo
de Marte se
transformó en Plaza de la Fraternidad y se trazó la Avenida de
las
Misiones. Prosiguió extendiéndose el Malecón, quedó inaugurada
la
Carretera Central y se levantó la Escalinata universitaria. Se
construyeron
el aeropuerto y el hotel Nacional...
Resultaba impensable que Machado y su
megalómano ministro de Obras
Públicas, Carlos Miguel de Céspedes, dejaran el
Capitolio inconcluso
fuera de su punto de mira. En 1926 se reanudaron las
obras. Se
aprovecharía lo ya construido, aunque el proyecto debió
sufrir
modificaciones innumerables. Los mejores arquitectos cubanos
de
entonces --Cabarrocas, Govantes, Otero, Rayneri, Bens...-- y
algunos
extranjeros, como Forestier, sobre todo para los jardines, se
volcaron
sobre los planos, en tanto que la parte material era encomendada a
la
empresa Purdy and Henderson, contratistas norteamericanos que hicieron
muy
buenos negocios en el país con la construcción de la Lonja del
Comercio, el
edificio de La Metropolitana, el hotel Nacional y los
centros Gallego y
Asturiano.
El Capitolio ocupa una superficie total de 12 000 metros cuadrados,
de
ellos son área techada 10 839 metros cuadrados. Sus jardines tienen
una
extensión de 26 500 metros cuadrados.
Datos que dio a conocer en su momento el
periódico El Mundo revelan
que en su construcción se emplearon cinco millones
de ladrillos, más
de tres millones de pies de madera, 150 000 barriles de
cemento y 38
000 metros cúbicos de arena. También 40 000 metros cúbicos de
piedra
picada y 25 000 metros cúbicos de piedra de cantería, 3 500
toneladas
de acero-estructura y 2 000 toneladas de cabillas.
Tras tres años de
trabajo, el edificio se inauguró de manera solemne
el 20 de mayo de 1929. Había
costado, se dice, 17 millones de pesos.
Los pasos perdidos
Su cúpula es, por
su diámetro y altura, la sexta del mundo. La
linterna que la remata se halla a
94 metros del nivel de la acera, y
en el momento de inaugurarse el edificio
solo la superaban, en su
estilo, la de San Pedro, en Roma, y la de San Pablo,
en Londres, con
129 y 107 metros de alto, respectivamente.
La escalinata
monumental, con 55 escalones, tiene en la cima dos
grupos escultóricos. Uno
simboliza El trabajo o El progreso de la
actividad humana; el otro, La virtud
tutelar del pueblo. Son obras del
italiano Angelo Zanelli, autor del Altar de
la Patria, que en Roma
forma parte del monumento al rey Víctor Manuel. También
de ese
escultor es la Estatua de la República, que se destaca en el
imponente
Salón de los Pasos Perdidos, exactamente debajo de la cúpula. Su
peso
es de 30 toneladas y se eleva a una altura total de 14,6 metros.
La
República, en ella, está representada por una mujer joven que aparece
de
pie y cubierta por una túnica, y lleva casco, lanza y escudo. Muy
poco se sabe
de la apetitosa cubana que sirvió de modelo a esa
escultura. A sus pies,
empotrado en el piso espejeante, un brillante
marcaba el kilómetro cero de la
Carretera Central. Se afirma que la
gema perteneció a una de las coronas del
último zar de Rusia.
Hasta 1958 este palacio de palacios dio albergue al Senado
y a la
Cámara de Representantes. Desde sus ventanas se ametralló a
la
ciudadanía que, desarmada y jubilosa, celebraba equivocadamente, el 7
de
agosto de 1933, la caída de la dictadura de Machado. Cuando, el día
12, el
déspota cayó de verdad, el pueblo saqueó el Palacio
Presidencial y las
residencias de los machadistas más connotados, pero
no el Capitolio, aunque sí
desfiguró a martillazos, como puede verse
aún, el rostro de Machado esculpido
al relieve en el pórtico del
edificio.
Durante el primer gobierno del
presidente Grau San Martín se instaló
en el Capitolio el recién creado entonces
Ministerio (Secretaría) del
Trabajo y sesionaron en él los llamados Tribunales
de Sanciones, que
juzgaron a los machadistas. Fue en una de sus oficinas que en
enero de
1934 Antonio Guiteras redactó, a la luz de una vela, el decreto
que
disponía la intervención de la Compañía Cubana de Electricidad. En
tiempos
de los presidentes Mendieta y Barnet radicó allí el Consejo de
Estado, hasta
que se restauró el Parlamento en mayo de 1936. Allí, en
diciembre de ese año,
el Senado juzgó y destituyó al presidente Miguel
Mariano Gómez, y en el
hemiciclo de la Cámara sesionó la asamblea que
elaboró la Constitución de 1940.
Después de 1959 fue sede de la
Academia de Ciencias y luego del Ministerio de
Ciencia, Tecnología y
Medio Ambiente, lo que obligó a hacer transformaciones y
adaptaciones
en el edificio, que se iba deteriorando mientras la suciedad
se
adueñaba de sus espacios exteriores e interiores. Bien merece
su
restauración este símbolo de la identidad y la historia de La
Habana.
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Ciro Bianchi
Ross
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