lunes, 9 de septiembre de 2013
A 80 ANOS DEL GOLPE
A 80 años del golpe
Ciro Bianchi Ross • digital@juventudrebelde.cu
7 de Septiembre del 2013 19:08:54 CDT
La cosa estaba cada día peor. El caos se entronizó tras la caída de
Machado, el 12 de agosto de 1933. Carlos Manuel de Céspedes presidía
el Gobierno, pero no gobernaba y la combatividad de los cubanos
asustaba al Embajador estadounidense. Había hambre y desempleo y
huelgas. La llamarada popular quemaba la Isla y obreros y estudiantes
estaban en pie de lucha. En el puerto habanero dos buques de guerra
estadounidenses permanecían con los cañones desenfundados y los
marines prestos al desembarco.
El clima de indisciplina e insubordinación crecía en el Ejército. Los
oficiales, desmoralizados por su complicidad con la recién derrocada
dictadura, estaban a la defensiva y el complot de los sargentos
agrupados en la llamada Junta de Defensa o de los Ocho ganaba adeptos
entre los alistados. Formaban parte de esa Junta los sargentos Pablo
Rodríguez, que la encabezaba, José Eleuterio Pedraza y Manuel López
Migoya, el sargento taquígrafo Fulgencio Batista, el soldado Mario
Alfonso Hernández... Demandaban beneficios para clases y soldados, que
no se les rebajara el sueldo y que se aumentara el monto de las
pensiones; reclamaban gorras de plato y dos botones más en la guerrera
y que dejaran de ser utilizados como sirvientes por parte de la
oficialidad. Pero bien pronto, el 4 de septiembre, el movimiento
revelaría su matiz político: no era menester pedir lo que ellos mismos
podrían agenciarse.
En la mañana de ese día, el capitán Mario Torres Menier, del cuerpo de
Aviación, se personó en la jefatura del Sexto Distrito Militar, con
sede en el campamento de Columbia. Llevaba el encargo del coronel
Julio Sanguily, jefe del Estado Mayor, de reunirse con clases y
soldados y enterarse de sus peticiones ya que el mando tenía
conocimiento de la agitación que reinaba entre la tropa y de la
asamblea que proyectaba. Al teniente coronel José Perdomo explicó el
propósito de su visita. Pero Perdomo no estaba para el paso. Acababa
de ser relevado de la jefatura del Distrito, que quedó bajo el mando
provisional del comandante Antonio Pineda, y no demoraría en partir
para Santiago de Cuba a ocupar su nuevo destino. Quiso bajar el tono a
las preocupaciones de Torres Menier. «Esa reunión, que no tiene la
mayor importancia, está autorizada; es más, me parece que los
“muchachos” hacen bien en plantear sus demandas», dijo, y recordó que
poco antes había expresado a Batista que luego de conocer las quejas
de los soldados, no quería seguir siendo el teniente coronel Perdomo,
sino el sargento Perdomo. Aun así insistió el capitán en reunirse con
alguno de los cabecillas del movimiento. Lo haría con Batista, que
acababa de entrar en el campamento. Se encontraron en el portal del
Club de Alistados.
Ya dentro del Club, Batista, cauteloso, habló sobre su esposa y su
hijita, por las que, dijo, velaba al igual que lo hacían por sus
familiares el resto de los allí reunidos. Dio vueltas y más vueltas a
sus palabras, sin tocar lo esencial, hasta que el soldado Mario
Alfonso Hernández le cortó la perorata con un: «Mira, Batista, no
hables más mierda y di que lo que queremos es un cambio de régimen».
¡Basta ya!
Al sargento le daba mala espina la insistencia de Torres Menier de que
pusiera por escrito las peticiones de la tropa para trasladarlas a
Sanguily. El documento podía utilizarse en su contra. Por eso, en
cuanto el capitán abandonó el Club, salió él también disparado de
Columbia no sin avisar antes a algunos de los complotados que la
conspiración estaba descubierta. Con dos compañeros, se fue a su casa
en el cuchillo de Toyo. Elisa, su esposa, preparó para el grupo algo
de comer y fue ella la que los tranquilizó cuando comentó que por
radio hablaron sobre «algo» que sucedió en Columbia, pero que estaba
resuelto.
Decidió Batista entonces volver al campamento. Con el pretexto de
redactar el petitorio, reuniría a su gente. Todas las unidades fueron
convocadas para las ocho de la noche. A esa hora unos 800 alistados,
en representación de unidades del ejército y la marina destacadas en
La Habana y Matanzas, se daban cita en el cine del campamento.
Concurrían además algunos oficiales.
Lo que allí sucedió ha sido contado de muy diversas maneras. A la hora
convenida, Batista subió al estrado. Comenzaron los reunidos a hablar
sobre las demandas y no se sabe ya quién dio el grito de guerra.
Algunas fuentes refieren que alguien gritó de pronto: «¡Basta ya!
Desde este momento los alistados nos hacemos cargo de la situación.
Los señores oficiales pueden retirarse a sus casas y esperar órdenes».
Se cuenta que a partir de ahí Batista siguió la rima y se adueñó de la
situación. Otros autores le atribuyen todo el protagonismo. Aseguran
que el sargento taquígrafo expresó que no se obedecerían más órdenes
que las suyas y añadió que los sargentos primeros se harían cargo de
sus unidades respectivas. Pidió respeto y consideración para los
oficiales… Dijo a sus compañeros: «Ahora vayan a sus unidades, tomen
las armas y manténganse dentro de la mayor disciplina hasta que
reciban de mí las órdenes que dicte el nuevo Estado Mayor».
Mientras los sargentos primeros salían a ocupar los mandos y los
sargentos cuartel maestre se presentaban a recibir órdenes, Batista
pasaba al edificio de la jefatura del distrito y ocupaba el despacho
del coronel jefe. Le urgía comunicarse con los cuarteles de provincia
a fin de recabar el apoyo de clases y soldados. De inmediato se
sumaban las fuerzas destacadas en la fortaleza de La Cabaña, el
baluarte militar habanero más importante después de Columbia. El
cuartel de San Ambrosio, sede de la intendencia del ejército, se
sumaba también a la sublevación, y lo mismo sucedía con el cuartel de
Dragones, sede del Quinto Distrito, tomado por un solo sargento. A las
dos de la mañana del día 5 de septiembre las tropas de la capital del
país hacían firme su respaldo al golpe de Estado, y no tardaban en
imitarlas las del resto de la nación. A las cinco el Gobierno de
Céspedes no existía. A esa hora la Orden General número 1, dictada en
Columbia, daba cuenta de que Batista estaba al mando del movimiento
golpista.
Se dice que a Batista lo invitaron a incorporarse a la Junta de
Defensa porque era el único sargento que tenía automóvil y los
conspiradores necesitaban de un vehículo. Fue, sí, el más audaz del
grupo; se adueñó del movimiento. Protagonizó la asonada en el mismo
campamento de Columbia, y, antes, envió a Rodríguez a Matanzas. En
ausencia de Rodríguez, Batista dictó la orden en la que se designaba a
sí mismo jefe del movimiento. Nombró a Rodríguez jefe de Columbia y a
López Migoya, ayudante de Rodríguez. Pero no firmó el documento. Lo
hizo Migoya como ayudante de Rodríguez, que desconocía el asunto. Se
dice que los soldados protestaron la decisión de Batista, pero
Rodríguez dejó las cosas como estaban.
Si quiere va y si no, no va
Los civiles arribaban poco a poco al campamento militar. Algunos no
pudieron entrar porque los guardias, tachándolos de politiqueros, lo
impidieron. Llegaron, entre otros, Ramiro Valdés Daussá, de la
organización Pro Ley y Justicia, y «Pepelín» Leyva y «Willy»
Barrientos, del Directorio Estudiantil. Se creyó prudente avisar a
Rubén de León y a Carlos Prío, también de la organización
universitaria, y Batista pidió que se le avisara al periodista Sergio
Carbó, director de la revista La Semana. «Pepelín» fue a avisarle a su
casa de 17 e I, en el Vedado. Tocó el timbre de la puerta de los bajos
y cuando Carbó se asomó al balcón, gritó desde la acera que Batista le
pedía que fuera a Columbia porque ya el golpe estaba andando. «Oiga,
¿usted sabe lo que me está diciendo?», ripostó Carbó. Y Pepelín:
«Bueno, si quiere va y si no, no va. Ya yo se lo dije».
Fue Prío quien convenció a Batista de que el objetivo inmediato de
aquel movimiento debía ser la toma del poder, pues el pliego de
demandas de los alistados, que había seguido engrosándose, no era más
que expresión de una rebeldía sin contenido político. Se consiguió que
el sargento taquígrafo y sus compañeros asumieran el programa del
Directorio y, presidida por Prío, se constituía la Agrupación
Revolucionaria de Cuba, conocida también como Junta Revolucionaria de
Columbia. La «Proclama de la revolución al pueblo de Cuba» firmada por
casi todos los miembros de esa organización presentes en el campamento
y por Fulgencio Batista como «sargento jefe de las Fuerzas Armadas de
la República» fijó líneas de conducta y anunció la toma del poder.
La Agrupación, decía el documento redactado por Sergio Carbó, surgía
para impulsar, de manera integral, las reivindicaciones
revolucionarias por las que luchaba el pueblo de Cuba dentro de líneas
amplias de democracia y sobre principios de soberanía nacional. Esas
reivindicaciones eran la reconstrucción económica de la nación, la
convocatoria de una asamblea constituyente, el castigo de los grandes
culpables de la dictadura machadista y el respeto a las deudas
contraídas por la República.
Precisaba la Proclama: «Por considerar que el actual Gobierno (el de
Céspedes) no responde a la demanda urgente de la Revolución, no
obstante la buena fe y el patriotismo de sus componentes, la
Agrupación se hace cargo de las riendas del poder como Gobierno
Provisional Revolucionario, que reasignará el mando sagrado que le
confiere el pueblo tan pronto la Asamblea Constituyente, que se ha de
convocar, designe el Gobierno constitucional que regirá nuestros
destinos hasta las primeras elecciones generales».
Para alejar el fantasma del caudillismo, se optó por el Gobierno
colegiado. Batista aseguró que el Ejército y la Marina acordaban
apoyar el Gobierno que decidiera la Agrupación. Cinco figuras
conformarían la Comisión Ejecutiva —llamada popularmente Pentarquía—.
De estas, a esa hora, estaban ya en Columbia Sergio Carbó y José
Miguel Irisarri, y se decidió invitar a los profesores universitarios
Ramón Grau San Martín, de Medicina, y Guillermo Portela, de Derecho, a
que se sumaran al grupo. Irisarri propuso que Batista fuera el quinto
pentarca, pero el prudente sargento dijo que prefería mantenerse en el
ejército. Hubo dos propuestas más: Carlos de la Torre, el sabio de los
caracoles, y el banquero Porfirio Franca, que ganó por mayoría.
¿Y Céspedes?
A esa altura solo quedaba la sustitución formal de un Gobierno que
había ya dejado de existir. Al presidente Céspedes lo sorprendieron
los acontecimientos fuera de La Habana. Regresaba de las provincias
centrales, donde evaluó los destrozos del huracán del primero de
septiembre, cuando su secretario interceptó la caravana del mandatario
en San Francisco de Paula y lo impuso de los sucesos de Columbia. Eran
las 11 de la mañana del día 5. Le dijo: «Dice Summer Welles que no
haga nada hasta que no hable con él». Porque era el Embajador
norteamericano quien, a la caída de Machado, había impuesto en la
presidencia a aquel hombre de 62 años de edad, hijo del Padre de la
Patria y que, como diplomático, había pasado buena parte de su vida
fuera de Cuba, desconectado de los problemas del país.
La prensa, ya en Palacio, quiso interrogarlo, pero Céspedes rehuyó las
preguntas. «El ciclón ha sido una verdadera catástrofe», declaró y
subió a su despacho acompañado de algunos de sus ministros. Luego
Batista, aún con sus galones de sargento, y los pentarcas entraron en
la oficina del Presidente y penetraron además algunos miembros del
Directorio. Prío, que acudió a Palacio en mangas de camisa, tuvo que
pedir una chaqueta prestada.
Silencio. Expectación. Siguió un diálogo tenso entre Grau San Martín y
el mandatario que, sin renunciar, abandonó Palacio.
(Fuentes: Textos de N. Briones Montoto, E. de la Osa y L. Soto)
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Ciro Bianchi Ross
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