domingo, 4 de agosto de 2013
COMO FUNCIONO LA MASCARADA DEL CONSEJO CONSULTIVO
Cómo funcionó la mascarada del Consejo Consultivo
Ciro Bianchi Ross • digital@juventudrebelde.cu
3 de Agosto del 2013 20:14:51 CDT
El golpe de Estado del 10 de marzo de 1952, protagonizado por el
general Fulgencio Batista, dejó en suspenso la Constitución de 1940.
Apenas un mes después, el 2 de abril, los jerarcas de la nueva
situación política se reunían en la finca del ministro Ramón Hermida,
en el Wajay, para montar el aparato civil del régimen militar. Surgían
de ese encuentro los llamados estatutos constitucionales que
sustituirían a la Carta Fundamental de la República, y nacía, en
virtud de esa pragmática, el Consejo Consultivo, llamado a ocupar el
lugar del Parlamento disuelto por el cuartelazo.
Se trataba de un Consejo, que al decir de Carlos Márquez Sterling,
seguía a la asonada militar como la sombra al cuerpo; una mascarada
con la que Batista se empeñaba en disfrazar de democrático su régimen
dictatorial y de facto que había roto la normalidad jurídica de la
nación e interrumpido su ritmo constitucional. Ni siquiera podía
decirse que con el Consejo se instituía un Parlamento hecho a la
medida del dictador, una versión para restablecer, al menos en
apariencia, el equilibrio de los poderes del Estado. Pocas de las
funciones del Parlamento heredaba la nueva institución. Su tarea sería
muy limitada. No tendría facultades legislativas, trasladadas por los
estatutos al Consejo de Ministros, aunque a propósito de determinadas
leyes se escucharía la opinión de dicha corporación. Sus 80
integrantes no ocuparían sus puestos en virtud del voto popular, sino
que Batista los designaría a su antojo y sus atribuciones no
superarían las inocuas labores de consulta y consejo.
Un tinglado heterogéneo
Aun así, proliferaron los aspirantes tan pronto se conoció el
proyecto. «Patriotas» de variada estampa alzaron la mano para ofrecer
sus servicios y la prensa barajó sus nombres. Algunos eran batistianos
de toda la vida; otros lo eran de nuevo cuño y su pase a las filas de
la dictadura hizo que palabras como «tramitación» y «colaboracionismo»
se insertaran en la verba política criolla.
Quiso el dictador que en la composición del Consejo Consultivo
estuviesen representados todos los sectores de la nación:
profesionales, obreros, comerciantes, industriales… La Confederación
de Trabajadores de Cuba (CTC) se haría representar por Eusebio Mujal,
su vitaminado y rollizo secretario general, en tanto que entre los
periodistas presentes figurarían Luis Ortega Sierra, Gastón Baquero y
Gustavo Urrutia... Del sector empresarial estarían, entre otros,
Manuel Aspuru San Pedro, dueño de tres centrales azucareros y uno de
los principales accionistas del Banco Financiero, y Jorge Barroso,
también propietario de centrales y, con el tiempo, artífice de la
política azucarera del batistato. Cuatro centrales poseía Francisco de
Pando, que también pertenecería al Consejo. Engrosarían la lista de
los consejeros consultivos el arrocero Guillermo Aguilera, propietario
de más de mil caballerías, y Generoso Campos Marquetti, veterano del
Ejército Libertador, así como los aventajados politiqueros Anselmo
Alliegro, Jorge García Montes, Carlos Saladrigas Zayas…
No había, en tan amplia representación, un solo cubano de a pie. La
maniobra de estructurar un tinglado tan nutrido y heterogéneo fue, en
opinión de los entendidos, un intento para corresponsabilizar con la
aventura de la Posta 6 al mayor número de figuras y sectores y, al
mismo tiempo compensar de alguna manera a los batistianos históricos
que no alcanzaron posiciones en el primer reparto.
Una composición la de ese Consejo Consultivo, dijo Márquez Sterling,
esencialmente afirmativa, en nada propensa a contradecir, individual o
colectivamente, a Batista y que influiría muy poco en los destinos de
Cuba. Su gestión apenas dejó huellas en el acontecer de la República,
pero sí en su presupuesto.
Cada consejero consultivo devengaba un sueldo de 600 pesos mensuales,
más otros 150 que recibía para sufragar el pago de un secretario
particular. La nómina se elevaba así a 60 000 pesos mensuales, para un
total de 727 200 pesos al año. En 33 meses de vida, solo por este
concepto el Consejo Consultivo costó al país casi dos millones de
pesos.
Pocas veces se había pagado tanto por tan escasa labor.
El circo
Batista situó a su cúmbila Carlos Saladrigas en la presidencia del
Consejo Consultivo. Había sido uno de los jefes de la organización
ABC, surgida en 1931 para oponerse a la dictadura de Machado, y en
vísperas de la caída de este participó en la mediación orquestada por
el Embajador norteamericano. Ministro de Justicia en el efímero
Gobierno de Carlos Manuel de Céspedes y activo participante en la
conjura contra el Gobierno de los Cien Días. Ministro en el Gobierno
de Carlos Mendieta y senador, en 1936, por el Conjunto Nacional
Democrático del general Menocal. Primer Ministro en el Gobierno
constitucional del presidente Batista (1940-1944) y su acólito
permanente a partir de entonces. Como candidato a la presidencia de la
República por la Coalición Socialista Democrática concurrió a las
elecciones de 1944 y perdió frente a Grau San Martín. Su triunfo
hubiera garantizado la continuación del batistato. Se dice que el 10
de marzo de 1952, Batista, que asumió el poder como primer ministro,
le ofreció la presidencia.
En aquella ocasión no aceptó el ofrecimiento. Ahora, en cambio, asumía
la rectoría del Consejo Consultivo, el «circo», como le llamaba desde
el exilio el ex vicepresidente de la República Guillermo Alonso Pujol.
Circo o no, los consejeros tomaron en serio sus investiduras. Algunos
quisieron ubicar el Consejo en el mismo Capitolio, bajo la cúpula
dorada del edificio y a la sombra de la Estatua de la República; en
definitiva, en el Capitolio había sesionado el Consejo de Estado en
tiempos del presidente Mendieta. Pero Saladrigas puso coto a la
ambición de sus compañeros y condujo sus huestes al marco, más
modesto, del hemiciclo del Ministerio de Educación, donde sesionara la
primitiva Cámara de Representantes, en Oficios entre Muralla y
Churruca, actual Salón de la Ciudad, en La Habana Vieja. Allí
sesionaría la nueva corporación mientras que sus oficinas
administrativas se localizarían en el edificio de la desalojada
Embajada soviética, en Paseo esquina a 15, en el Vedado.
No pudieron acomodarse en el Capitolio, pero aquellos consejeros
consultivos tenían vocación de legisladores. Complejo de tales. Por
eso no tardaron en mandarse a confeccionar la insignia que lucirían en
el ojal de la solapa de la chaqueta y que los identificaría sin
necesidad de pronunciar palabras, y empezaron a lucir el escudo de la
República en la tarjeta de visita y en su papel particular. Se dieron
trato de «señorías». Nada los hizo, sin embargo, parecerse más a sus
antecesores que las visitas que efectuaban a las oficinas del Estado
portando listas con los nombres de sus recomendados. Solo que los
ministros pronto les bajaban los humos y les cortaban en seco el
desaforado apetito presupuestal.
El Consejo se había iniciado con cierta fuerza en la vida pública,
pero, cada vez más descolorido, fue desapareciendo de la escena hasta
quedar reducido a un punto vago en el devenir de la dictadura. La
introducción de los consejeros consultivos suplentes lo convirtió en
blanco de la burla de la población, que identificó a los nuevos
miembros de la corporación como «pitchers tapones».
El trampolín
Algo bueno tenía el Consejo Consultivo. Obraba como una especie de
antesala del Consejo de Ministros. Un trampolín. El sitio ideal para
dar el salto hacia un cargo ejecutivo, aunque los traslados
ocasionaran alteraciones en su composición.
Cuando Saladrigas fue llamado a ocupar la cartera del Trabajo, lo
sustituyó el vicepresidente del Consejo, Gastón Godoy, que andando el
tiempo sería nombrado ministro de Justicia. El escalafón se corrió
entonces a favor de Justo García Rayneri, y cuando este fue designado
alcalde de La Habana, en sustitución de Justo Luis del Pozo, la
presidencia recayó en Campos Marquetti, a quien tocó encabezar las
exequias del Consejo Consultivo. Lo mismo sucedió con la
vicepresidencia del Consejo, ocupada sucesivamente por Jorge García
Montes, Godoy, Campos Marquetti y el cardiólogo Octavio Montoro. Otros
consejeros tuvieron igual fortuna. Cambiaron el botón decorativo del
Consejo por las bienandanzas de una cartera ministerial.
No todo fue paz y gloria en el transcurrir del Consejo Consultivo.
Hubo sus tormentas, algunas en un vaso de agua, pero tormentas al fin,
aunque ninguna guardó relación con los trajines legislativos. Un
episodio curioso se relacionó con el periodista Luis Ortega. Insistía
este en que se investigaran los manejos de la Compañía de Teléfonos
—un verdadero monopolio— y algo escribió en su columna del periódico
Prensa Libre que molestó a sus compañeros de hemiciclo. Decidieron
interpelarlo y tuvo Ortega que soportar la severa requisitoria del
Consejo. Con posterioridad, y ya derivando hacia una oposición a la
dictadura que terminaría en Miami, renunció a su cargo. De año en año
se agitaban las sesiones a la hora de designar al tribuno que
pronunciaría, el 7 de diciembre, el panegírico del general Antonio
Maceo y de su ayudante, el capitán Panchito Gómez Toro, como se hacía
en el Parlamento. Ocurría de manera invariable un forcejeo verbal
entre los que se sentían con derecho a usar de la palabra en ocasión
de la fecha.
Despido compensado
En enero de 1955 la vida del Consejo Consultivo se acercaba a su fin.
Cualquiera hubiera pensado que sus miembros se despojarían
discretamente de sus insignias y las guardarían como recuerdo. Error.
Ya a punto de salir el Consejo y de extinguirse el Consejo mismo, los
consejeros se sintieron con derecho a algo más que el simple
reconocimiento por parte de sus conciudadanos, si es que les llegaba.
Fue entonces que fueron a Palacio para una entrevista con el doctor
Andrés Domingo y Morales del Castillo, el mandatario provisional que
lo sería hasta el 24 de febrero. Reclamaban dos peticiones jugosas.
Una, el pago de dos mensualidades extraordinarias, a modo de despido
compensado, y otra, que se les reconociera el tiempo que fungieron
como consejeros en los beneficios del retiro del Congreso.
Llegó así el jueves 27 de enero. En el hemiciclo del Ministerio de
Educación, entre abrazos, palmadas en la espalda y discursos, el
Consejo Consultivo se despedía de la vida y lograba su certificado de
defunción. Caía así el telón sobre un capítulo anodino del acontecer
nacional. Al día siguiente —borrón y cuenta nueva— se instalaba en el
Capitolio el nuevo Parlamento.
(Fuentes: Textos de Enrique de la Osa, Guillermo Jiménez y Humberto
Vázquez García)
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Ciro Bianchi Ross
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