El cementerio de Colón Ciro Bianchi Ross • digital@juventudrebelde.cu 20 de Julio del 2013 19:47:27 CDT La necrópolis habanera de Colón se destaca por su majestuosidad y ofrece, desde todos los ángulos, su aspecto monumental. Por sus valores artísticos y arquitectónicos es la muestra más amplia y meritoria del arte funerario en la Isla, y en orden de importancia, la tercera necrópolis del mundo. En más de cien millones de dólares se valoraba hace unos 20 años su patrimonio artístico. Cincuenta y tres mil propiedades se asientan sobre sus 56 hectáreas. Una interesante leyenda se teje en torno a su portada, pero no es más que eso, una leyenda, mientras que el sepulcro de Amelia Goyri, conocido como el de La Milagrosa, sigue siendo el más concurrido de todo el camposanto. Atraen la atención del visitante el panteón de Catalina Lasa y el de los bomberos; también el de los estudiantes de Medicina fusilados por el colonialismo español en 1871. De interés resulta la visita a los panteones del generalísimo Máximo Gómez y a los de algunos presidentes de la República. En el cementerio de Colón descansan Julián del Casal y José Lezama Lima. También Fernando Ortiz. Allí Alberto Yarini sigue siendo el rey, y el campeón José Raúl Capablanca, el más grande ajedrecista de todos los tiempos. El 30 de octubre de 1871, con la colocación de la primera piedra, quedaban formalmente inauguradas las obras para la construcción del cementerio de Colón. A las siete de la mañana de aquel lunes, una jornada que la crónica insiste en calificar de gris, el joven y talentoso arquitecto Calixto de Loira, autor del proyecto de la nueva necrópolis, que acababa de ser designado director ejecutivo de su construcción, sostenía un cajón del que Romualdo Crespo, capitán general interino, con una cuchara de plata, extraía la mezcla que depositaba en un hueco antes de colocar encima la piedra sobre la que dio repetidos golpes. Con anterioridad, en lo más profundo de aquel agujero, situaron una caja que se metió dentro de otra caja. A fin de legarlos a la posteridad, se introdujeron en la caja de caoba sellada dentro de otra de plomo, un ejemplar de la Guía de Forasteros —especie de guía turística de la época—, un almanaque del año, varias monedas de oro y plata con la efigie de Amadeo I, de Saboya, rey de España, un número de cada periódico que circuló en La Habana el día anterior y una copia del acta que daba cuenta de la ceremonia y que suscribieron todas las personalidades presentes. Finalizaba así un proceso iniciado unas dos décadas antes cuando, en 1854, el Cabildo de La Habana conocía de una moción que recomendaba la construcción de un nuevo camposanto. El proyecto incluía asimismo un monumento a la memoria de Cristóbal Colón donde se depositarían las supuestas cenizas del descubridor, conservadas hasta entonces en la Catedral de La Habana. La propuesta fue aprobada por el Ayuntamiento habanero, pero engavetada por más de cinco años; la jerarquía de la Iglesia católica se oponía a que el poder civil tomara la iniciativa en la construcción de un nuevo recinto mortuorio y lo controlara, lo que constituía una buena entrada económica. Tampoco quería ceder las preciadas reliquias del Almirante. «La pálida muerte…» En el mencionado año de 1854, el cementerio de Espada resultaba chico para los habaneros. Cuando se inauguró en 1806 sus promotores le concedieron una larga vida. Pero apenas 50 años después había ya rebasado sus límites. Totalmente abarrotado y sin posibilidades de crecer en área, el cementerio de Espada comenzó a crecer hacia arriba con la construcción de nichos. La situación empeoró entonces; aumentó la contaminación ambiental y, al carecer los nichos de conductores a tierra que hubieran permitido evacuar los humores de los cadáveres en descomposición, se enrareció el aire y la fetidez se hizo insoportable, sin contar que la altura de los muros del mismo cementerio impedía la ventilación interior del recinto mortuorio y la lluvia y las penetraciones del mar sacaban a flor de tierra no pocos despojos. Así las cosas, y aun con la oposición de la Iglesia, el Ayuntamiento, a iniciativa de los concejales José Bruzón y José Silverio Jorrín, nombró a la comisión que elegiría el terreno apropiado para el camposanto en proyecto. Se escogió al efecto un cuadrado de mil varas de lado en la falda Oeste del Castillo del Príncipe. Impugnaron dicha elección las autoridades militares. Alegaron que un cementerio emplazado en ese espacio dificultaría la vigilancia en la zona. Protestó también monseñor Francisco Fleix Solans, Obispo de La Habana. Alegó que no era el Ayuntamiento, sino el obispado el que tenía el derecho de construir la necrópolis, para lo que disponía de los fondos necesarios. Pese a los criterios en contra, los concejales defendieron el propósito de asentar el cementerio en la falda Oeste del Príncipe. La realidad, sin embargo, los llevó a desistir de ese empeño y una nueva comisión escogió un rectángulo de cuatro caballerías seccionado de las fincas La Baeza, La Currita, La Novia, La Campana, Las Torres y La Portuguesa al final del Vedado, en la zona conocida como San Antonio Chiquito, al este de la loma de los jesuitas, elevación donde, con los años, se erigiría el monumento a José Martí en la Plaza de la Revolución. De las fincas mencionadas, se compraron cuatro a sus propietarios, mientras que Las Torres y La Portuguesa las adquirió el Ayuntamiento por expropiación forzosa. De inmediato las seis estancias fueron cercadas y en parte de estas, antes de la inauguración del nuevo camposanto, fueron inhumados aquellos desheredados de la fortuna que no disponían de sepulcro en el cementerio de Espada ni podían darse el lujo de alquilar un nicho en esa necrópolis. Llegó así el año de 1870. Se disponía del terreno para un nuevo camposanto y había acuerdo acerca del nombre que se le daría. Faltaba solo el proyecto arquitectónico para su ejecución. Se sacaría a concurso y la Junta de Cementerios dio a conocer las bases del certamen el 12 de agosto de ese año. El ingeniero Francisco de Albear, autor de los planos del acueducto habanero, presidió el jurado que, entre las siete propuestas contendientes, otorgó premio al proyecto presentado bajo el lema «La pálida muerte entra por igual en las cabañas de los pobres que en los palacios de los reyes», del arquitecto español Calixto de Loira. La disputa llega a España La disputa en torno a la administración de la nueva necrópolis seguía sin dirimirse. El Consejo de Administración y Gobierno de Madrid, instancia a la que apeló el Ayuntamiento habanero, falló a favor de la Iglesia y dio así el carpetazo a las pretensiones de sus concejales. Apelaron estos entonces a la Corona y la respuesta fue la misma. Una Real Orden resaltaba el derecho del obispado «siempre que se pusiera de acuerdo con las autoridades civiles para la elección del lugar —lo que ya se había hecho— y particularidades sanitarias…». Ya para entonces Espada no aguantaba más. En 1847 se había clausurado el cementerio del Vedado, en el espacio que ocupa la sede del Ministerio de Relaciones Exteriores, y en 1860 dejaban de existir las modestas necrópolis del Cerro, en Ciénaga, en el camino hacia Puentes Grandes, cerca de la actual calzada de Boyeros, y el de Jesús del Monte, detrás de la iglesia. Desaparecía asimismo el de los Molinos, en las inmediaciones de la estancia de ese nombre. El de Atarés, en las faldas del castillo, se clausuraría en 1868. El turno de Espada llegaría el 3 de noviembre de 1878 cuando el capitán general Arsenio Martínez Campos ordenó su cierre definitivo luego de haber asimilado 314 144 entierros. Treinta años después, durante la segunda intervención militar norteamericana, se disponía su demolición y el traslado de los restos que allí quedaban. Una vez dueño del cementerio, el obispado transigió con el Ayuntamiento en algunos puntos. Aceptó el nombre de Cristóbal Colón para el camposanto e indicó al arquitecto Loira que incluyese en sus planos una gran plaza, la más importante de las seis que contemplaba el recinto funerario, que estaría situada en la avenida principal, entre la puerta Norte y la Capilla Central. Allí se erigiría el sepulcro-monumento al Descubridor de América, en cuya base se conservarían sus cenizas. Obra que no llegó a acometerse, y que de haberse ejecutado no hubiera guardado nunca los verdaderos despojos del Almirante que no parecen haber salido nunca de Santo Domingo. De cualquier manera, fueran reales o supuestas, España, al cesar su soberanía sobre la Isla, en 1898, sacó de Cuba las controvertidas reliquias que se mantenían en la Catedral habanera. Pese al poder nivelador de la muerte y a lo que proclamaba Calixto de Loira en el lema de su proyecto, el arquitecto dividió el cementerio habanero, dicen especialistas, en «zonas muy bien definidas y jerárquicamente separadas». Trasladó a la necrópolis, se afirma, las diferencias clasistas de la acrópolis. Desde su apertura, el cementerio fue administrado primero por el obispado y luego por el arzobispado de La Habana. La Iglesia católica percibía cuantiosas ganancias por el cobro de enterramientos y traslados, venta de bóvedas y panteones, venta y alquiler de terrenos. Las ganancias fueron mayores desde 1940, cuando el Gobierno eximió al cementerio del pago de impuestos, pese al carácter lucrativo que poseía. Conviene precisar que mientras la Iglesia administró el lugar, el entierro de los pobres de solemnidad era muy sencillo, pero nunca dejó de enterrárseles. Gasto que debió sufragar el Ayuntamiento, lo que nunca hizo. El 4 de agosto de 1961 el Gobierno de La Habana dispuso la intervención del cementerio. A partir de entonces se declaró gratuita la utilización de las parcelas de enterramiento y se rebajó en un 50 por ciento el importe de los servicios a particulares. Las ceremonias religiosas siguieron efectuándose sin impedimento. Caminata bajo el sol La Oficina del Historiador de La Habana trabaja en el rescate y la protección del cementerio de Colón. Una labor de restauración que se proyecta de manera integral, no solo en panteones y capillas, sino que abarca la señalética del lugar, los tipos de árboles que se plantan, la pavimentación de las calles principales. También, y siempre a escala de ciudad, se trabaja en un proyecto de iluminación. La profanación de sepulcros y el robo de huesos y obras de arte han disminuido desde el año 2008. Llama la atención del visitante la gran portada monumental de la necrópolis, donde la leyenda asegura, sin fundamento, que hay enterrado un hombre. En la capilla central atraen las pinturas de Miguel Melero. Descansan en el panteón de los emigrados los restos de los padres de Martí, y el Panteón de los Veteranos, construido en 1946, luce cuatro bellísimos bajorrelieves, obra de Juan José Sicre, que representan la muerte de Céspedes, Agramonte, Martí y Maceo. Impacta, por su serena sobriedad, la tumba del cardenal Manuel Arteaga, primer príncipe de la Iglesia católica cubana. Hay bellas obras de Sicre y de otros escultores como Boada, Longa y Ramos Blanco en numerosos sepulcros particulares, y en otros todo un desbordamiento de escultura comercial con profusión de ángeles, imágenes de santos y cruces. Un lugar como este, con tantos valores patrimoniales y tan cargado de historia y leyenda, bien merece esta caminata bajo el sol. -- Ciro Bianchi Ross ciro@jrebelde.cip.cuhttp://wwwcirobianchi.blogia.com/http://cbianchiross.blogia.com/
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