ESTAMPAS CUBANASPor: Ciro Bianchi Ross 04/19/2013 | ||
Así era Ignacio Agramonte
Lo llama «héroe sin tacha y «diamante con alma de beso». Le elogia el coraje, la hombría, la virtud, la caballerosidad, su apego a la ley. «Por su modestia parecía orgulloso», dice José Martí, y recuerda que se sonrojaba cuando le ponderaban el mérito y que se le humedecían los ojos si sabía de una desventura. «Era como si por donde los hombres tienen corazón tuviera él estrella. Su luz era así, como la que dan los astros…»
Agramonte nació en la ciudad de Camagüey, en 1841, y murió en 1873. Estudió Derecho en la Universidad de La Habana y tenía 27 años de edad cuando se sumó a la lucha por la independencia patria. Alcanzó los grados de Mayor General. Tuvo una participación destacadísima en la elaboración de la Constitución de Guáimaro (1869) ley de leyes de la República en Armas. Su discrepancia con el presidente Céspedes, iniciador de la revolución y Padre de la Patria, lo llevó a renunciar al mando de la guerra en su región natal; jefatura que reasumió, al llamado de Céspedes, en 1871. Entonces, escribe Martí, «sin más ciencia militar que el genio, organiza la caballería, rehace el Camagüey deshecho, mantiene en los bosques talleres de guerra, combina y dirige ataques victoriosos…»
Pasaje memorable de la vida de Agramonte lo es el del rescate del general Julio Sanguily. El bravo guerrero tenía inutilizados las piernas y un brazo, y sus hombres lo ataban a la montura para que pudiera ir al combate. Lo secuestró un día una columna española y lo llevó prisionero. Escribe Martí al respecto: «Cayó sobre la columna Ignacio Agramonte, atravesó por ella a escape con sus treinta hombres, arrancó a Julio Sanguily de la silla de un sargento… entre el resto de la columna los jinetes rápidos como el instante».
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Su respeto por Céspedes, pese a las diferencias, fue siempre irrestricto. Martí apunta que Agramonte era el único que, acaso con el beneplácito popular, pudo desafiar la ley y sin embargo la sirvió sin vacilación. Por eso para el Apóstol, Ignacio Agramonte nunca fue tan grande «como cuando al oír la censura que hacían del gobierno lento sus oficiales, deseosos de verlo rey por el poder como lo era por la virtud, se puso de pie, alarmado y soberbio, con estatura que no se le había visto hasta entonces, y dijo estas palabras: ¡Nunca permitiré que se murmure en mi presencia del Presidente de la República».
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Su respeto por Céspedes, pese a las diferencias, fue siempre irrestricto. Martí apunta que Agramonte era el único que, acaso con el beneplácito popular, pudo desafiar la ley y sin embargo la sirvió sin vacilación. Por eso para el Apóstol, Ignacio Agramonte nunca fue tan grande «como cuando al oír la censura que hacían del gobierno lento sus oficiales, deseosos de verlo rey por el poder como lo era por la virtud, se puso de pie, alarmado y soberbio, con estatura que no se le había visto hasta entonces, y dijo estas palabras: ¡Nunca permitiré que se murmure en mi presencia del Presidente de la República».
Superadas las discrepancias con Céspedes, reasume Agramonte el mando de Camagüey con todas las prerrogativas y facultades. Sin perder tiempo organiza el cuerpo de exploradores, así como la caballería y la infantería. Pero la revolución ha sufrido serios quebrantos en el territorio. Hombres fogueados en la guerra, y con grados, se rinden al enemigo y las defecciones crecen por día. Agramonte no se da tregua a sí mismo. Anima a los patriotas, destroza a cuanta partida de españoles encuentra a su paso, a veces en una lucha cuerpo a cuerpo; se enfrenta a la muerte a diario. Poco consigue. La sangrienta represión orquestada por Valmaseda ha sembrado el terror en el campo cubano.
Debe tomar Agramonte disposiciones serias. Ordena: «Todo el que pretenda desertar o rehuir sus compromisos, sus juramentos de fidelidad al Ejército Libertador, será pasado por las armas». Dispone el asalto de la Torre Óptica de Colón. No logra tomarla, pero tiene éxito cuando se enfrenta con las fuerzas del coronel Báscones: los mambises luchan con denuedo y entusiasmo. Aunque no por entero, se frenan las presentaciones al enemigo, pero las pérdidas son dolorosas entre los jefes insurrectos.
Debe tomar Agramonte disposiciones serias. Ordena: «Todo el que pretenda desertar o rehuir sus compromisos, sus juramentos de fidelidad al Ejército Libertador, será pasado por las armas». Dispone el asalto de la Torre Óptica de Colón. No logra tomarla, pero tiene éxito cuando se enfrenta con las fuerzas del coronel Báscones: los mambises luchan con denuedo y entusiasmo. Aunque no por entero, se frenan las presentaciones al enemigo, pero las pérdidas son dolorosas entre los jefes insurrectos.
Las tropas disponen cada vez de menos recursos, no llegan las expediciones del exterior y siguen vigentes las discordias entre el Presidente de la República y la Cámara de Representantes. Agramonte espera y confía. Tiene fe en la causa que defiende y no se agota su perseverancia.
Una tarde, en su campamento, acepta discutir el futuro de la guerra. Un oficial recién llegado no cree posible que pueda continuarse. No comparte, y lo dice, la convicción de Agramonte, que resta importancia a los reveses y cree ciegamente en que Cuba será libre pues el Bayardo no admite la derrota ni en teoría.
El visitante lo escucha y mueve la cabeza en son de duda. ¿No está viendo usted lo contrario todos los días? ¿Con qué recursos cuenta usted, General, para continuar la guerra?
Agramonte no demora su respuesta. Dice, rápido:
-Con la vergüenza.
Una tarde, en su campamento, acepta discutir el futuro de la guerra. Un oficial recién llegado no cree posible que pueda continuarse. No comparte, y lo dice, la convicción de Agramonte, que resta importancia a los reveses y cree ciegamente en que Cuba será libre pues el Bayardo no admite la derrota ni en teoría.
El visitante lo escucha y mueve la cabeza en son de duda. ¿No está viendo usted lo contrario todos los días? ¿Con qué recursos cuenta usted, General, para continuar la guerra?
Agramonte no demora su respuesta. Dice, rápido:
-Con la vergüenza.
Habló para Radio Miami, desde La Habana, Ciro Bianchi Ross.
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