Ni un minuto menos Ciro Bianchi Ross Todo es confusión esa tarde en el Palacio Presidencial. La mansión del ejecutivo, copada durante los ocho años precedentes por una turba insaciable de apapipios y guatacas, va quedando vacía por minutos. Algunos se obstinan en permanecer. Revolotean por el Salón de los Espejos, se asoman a la sala del Consejo de Ministros, husmean en el local de los ayudantes presidenciales. Quieren aferrarse al menos a una esperanza, pero la verdad, monda y lironda, es ya del dominio de todos. El dictador Gerardo Machado y Morales, «El Egregio», como le llamaban sus incondicionales, «El Mocho de Camajuaní», como le llaman sus adversarios, ha presentado al Congreso una solicitud de licencia que equivale a su renuncia, y el miedo y la incertidumbre reinan en Palacio. Es el 11 de agosto de 1933. El mismo Machado, que proclamó a los cuatro vientos que sería el Presidente de Cuba hasta el 20 de mayo de 1935, «ni un minuto menos», desconoce qué hará. La cabeza parece querer estallarle y, por momentos la vista se le nubla y cree tener un paño negro delante de los ojos. «Ya yo no era Presidente. Me parecía mentira; sin embargo, el caos reinante en Palacio lo probaba de manera patente», escribe en sus memorias y añade que en ese momento su mayor anhelo era el que un sismo de proporciones monumentales sepultara a Cuba en el abismo del océano o que una bomba gigantesca explotara y los borrara a todos. Piensa, y así lo confiesa quizá de mentiritas en sus recuerdos, en el suicidio. Con esa intención se palpa la pistola que lleva al cinto, pero pronto abandona la idea. No cree que la situación amerite el sacrificio de su vida. No lo escribe, pero tiene en verdad demasiado dinero para seguir adelante. Es demasiado rico para permitirse una debilidad como esa. Al día siguiente, el 12, hace hoy 79 años, sale del país con destino a Nassau, mientras que su familia, en el yate presidencial, parte desde Varadero rumbo a Florida. Ministros, parlamentarios y jefes policiales acompañan al dictador al aeropuerto de Rancho Boyeros, que llevaba entonces el nombre de «General Machado», pero el avión anfibio que le gestiona el embajador de Estados Unidos dispone de solo seis plazas. Machado es el último en abordarlo. No lleva equipaje, ni siquiera un calzoncillo de emergencia. Pero sí ocho saquitos de lona, pesaditos, que manipulan dos capitanes ayudantes. En ellos va parte de su fortuna, en oro. La que puede llevar consigo, porque es mucho lo que debe dejar en Cuba y solo en parte le será dable recuperar. Muchos años después de su paso por Bahamas se decía allí que nunca hubo tanto oro en Nassau como cuando estuvo Machado. El ex dictador pasaría poco tiempo en esa ciudad. A comienzos de septiembre del mismo año de 1933 está ya en Canadá. En Montreal se aloja, con su séquito de ex funcionarios y cuida-cuida, en el Mount Royal, considerado entonces el mejor hotel de la ciudad. La prensa reportó así su llegada: «El General bajó muy de prisa por la plancha del barco platanero que lo trajo desde Bahamas. Pistoleros e individuos de su comitiva, gesticulando sin cesar, lo rodearon inmediatamente. El General dio unos pocos pasos en la tierra de su exilio y se metió en un automóvil de alquiler que partió velozmente rumbo al hotel. Una vez llegado subió de prisa a su departamento. Las puertas se cerraron de golpe tras él y dos negros de enorme estatura se colocaron delante». Está usted tan pobre… La caja de seguridad que su esposa Elvira tenía en un banco habanero fue sellada y confiscada por orden del presidente Grau: contenía joyas con un valor de más de cien mil dólares y un millón de pesos en efectivo. «Eso es un robo», declaró el ex presidente al conocer la noticia, y sobornando a una comisión de insobornables, a los que untó con 150 000 pesos, pudo salvar el medio millón que, a su nombre, guardaba en otro banco. Mientras la prensa cubana hablaba sobre su fabulosa fortuna, Machado, al igual que haría Batista en 1959, no se cansaba de proclamar su pobreza. Aprovechaba todas las oportunidades para desmentir los comentarios sobre la fortuna fabulosa que se le atribuía, asegurando que estaba «más bien pobre, como pocos en mi condición». Así recibió en una ocasión un sobre lacrado. Ordenó que lo abrieran. Contenía esta nota: «Como hemos sabido que está usted tan pobre, sírvase aceptarnos esta modesta ayuda». La ayuda era de un centavo. La prensa canadiense sigue también los pasos del dinero. Se ha enterado de los saquitos de oro que se cargaron en el avión que puso a salvo al ex gobernante, y habla de tesoros propios de Las mil y una noches que cuidan los atléticos individuos que guardan las puertas de las habitaciones de Machado en el hotel. No quitan el ojo los periodistas al cortejo del ex mandatario. Dicen los diarios: «El grupo de “chicos” que se vino con Machado y los que se le agregaron aquí, pululan por pasillos, bares y comedores del hotel consumiendo lo más caro y mejor a costa del “benemérito de la patria cubana”». Constituye esa corte un espectáculo exótico, recalcan los reporteros canadienses. «Los curiosos que no cesan de observar esa comitiva comentan la incesante afluencia de fondos que llega a Machado y a sus íntimos, e interpretan a su gusto y antojo aquella declaración hecha a su llegada por el ex presidente y su grupo de que apenas poseían la suma necesaria para costear los gastos de su urgente traslado desde Cuba», afirman los periodistas y preguntan a renglón seguido: «Si esos emigrados cubanos carecen de medios, ¿de dónde sale el dinero para pagar las bebidas, los opíparos almuerzos, las decenas de trajes de los más caros que se encargaron y los demás gastos que sin tregua ni descanso están haciendo ellos y sus partidarios en el hotel más lujoso de Canadá?». Machado no pasea por Montreal. Apenas sale de su habitación. El hombre que se caracterizó por su viveza y lo rápido y oportuno de sus respuestas y que durante ocho años tuvo a Cuba en un puño, pasa horas y días sumido en un silencio sospechoso. Se derrumba en una butaca y no dice palabra. Escucha, eso sí, mucha música. Algunos de sus visitantes son de finos modales y visten invariablemente de blanco. La escolta desconoce quiénes son y a qué se dedican, pero el ex presidente los recibe en cuanto se anuncian y pasa siempre un largo rato con ellos. Se rumora que son agentes de importantes intereses azucareros y de poderosas empresas norteamericanas y cubanas que tienen invertidos en Cuba vastos capitales en cuya representación gobernó Machado durante los años de su ominosa dictadura. El gran capital norteamericano había respaldado su elección en 1925. Diría él mismo en sus memorias, con un desparpajo y un cinismo fuera de serie, que en aquella postulación frente al general Menocal, que aspiraba también al poder, «a mí se me miraba con indiferencia. Tentado estuve de renunciar a la lucha, más en el momento crítico la mano poderosa de Laureano Falla Gutiérrez (el hombre más rico de la Cuba de entonces) vino en mi ayuda y Clemente Vázquez Bello distribuyó el dinero de manera definitiva para ganar unas elecciones en que el voto popular espontáneo nada decidió. Gané pues por dinero, y por dinero español, luego nada tengo que agradecerle a Cuba». Duro e impasible En su lujoso apartamento del hotel Mount Royal —siempre con las cortinas echadas, lo que sume al recinto en una suave penumbra— lo visitan además reporteros de los principales periódicos del mundo. Machado es un buen anfitrión o lo aparenta. Quiere que los que lo visitan se lleven la impresión de que hace bien los honores de dueño de casa. Él mismo prepara y sirve los tragos con los que agasaja a sus visitantes, y cuando todos tienen ya su copa en la mano, toma asiento y no se mueve más. Ignora las preguntas que se le formulan o, mejor, responde a estas lo que le conviene. Aun así, insiste en fingirse una persona agradable. Ensaya una que otra sonrisita, pero no son precisamente expresiones de placidez, sino que se explayan en una mueca. Prefiere conversar sobre Canadá. «Es un país hermoso y los canadienses son muy simpáticos», comenta sin que nadie se lo pregunte. Precisa: «Es una nación a la que quiero mucho». En verdad, no sabe nada sobre ese país ni sobre su gente. Ni le interesa. ¿Acerca de Cuba? ¿Sobre sus planes? Son interrogantes que quedan en el aire. Hace ver que ya no le entusiasma el tema. Pero está informado sobre la situación de la Isla más de lo que sus interlocutores sospechan. ¿Conspira? ¿Tratará de recuperar el poder? La carrera política del ex dictador, en opinión de muchos, ha terminado. No son pocos los observadores y analistas que piensan que con el golpe de Estado del 4 de septiembre protagonizado por un sargento llamado Batista y el ascenso de Ramón Grau San Martín a la Presidencia se desvanecieron de manera irremediable los últimos vestigios de una posible restauración del machadato. Con una indiferencia de piedra recibe Machado en Montreal las noticias que llegan de la Isla. Sin embargo, gente como sus ex ministros Octavio Averhoff y Eugenio Molinet, que lo acompañaron en la huida y siguen a su lado en Montreal, no ocultan la consternación que los embarga desde el derrocamiento, el 4 de septiembre, del presidente Carlos Manuel de Céspedes, la quinta rueda del carro de la injerencia de Washington en La Habana. Averhoff y Molinet no se dejan engañar por la máscara de indiferencia con la que el ex dictador quiere ocultar sus sentimientos. Conocen a Machado demasiado bien para descubrir en lo que no dice sus pretensiones de recuperar el poder. Tanto ellos como el ex mandatario abrigan buenas razones en qué fundar su optimismo. Saben muy bien que la maquinaria machadista no había sido destruida de manera que fuera imposible rehacerla y echarla a andar. «Yo soy hombre de acción; no de palabras», dice Machado y en esa expresión cifran Averhoff y Molinet su voluntad de retorno. Pero el hombre de acción nunca retornaría. Entra ilegalmente en Estados Unidos y, perseguido por la policía de Emigración que quiere echarle el guante, sale de Nueva York y se establece en Santo Domingo para radicarse, sin que nadie vuelva a molestarlo, en la Florida, donde, en la localidad de Alapata, hace sembrar, se dice, una carrilera de palmas, que aún se conserva. El 20 de mayo de 1935 lo sorprende en París. Es el día en que, según él, cesaría su mandato, y un grupo de periodistas lo aborda, temprano en la mañana, para interrogarlo sobre la realidad cubana. No quiere responder Machado a las preguntas. Asevera que nada puede decir porque sigue siendo el Presidente de la República de Cuba hasta las 12. Agrega: «Ni un minuto menos». -- Ciro Bianchi Ross ciro@jrebelde.cip.cuhttp://wwwcirobianchi.blogia.com/http://cbianchiross.blogia.com/
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