domingo, 12 de agosto de 2012

NI UN MINUTO MENOS


Ni un minuto menos

Ciro Bianchi Ross

Todo es confusión esa tarde en el Palacio Presidencial. La mansión del
ejecutivo, copada durante los ocho años precedentes por una turba
insaciable de apapipios y guatacas, va quedando vacía por minutos.
Algunos se obstinan en permanecer. Revolotean por el Salón de los
Espejos, se asoman a la sala del Consejo de Ministros, husmean en el
local de los ayudantes presidenciales.

Quieren aferrarse al menos a una esperanza, pero la verdad, monda y
lironda, es ya del dominio de todos. El dictador Gerardo Machado y
Morales, «El Egregio», como le llamaban sus incondicionales, «El Mocho
de Camajuaní», como le llaman sus adversarios, ha presentado al
Congreso una solicitud de licencia que equivale a su renuncia, y el
miedo y la incertidumbre reinan en Palacio. Es el 11 de agosto de
1933.

El mismo Machado, que proclamó a los cuatro vientos que sería el
Presidente de Cuba hasta el 20 de mayo de 1935, «ni un minuto menos»,
desconoce qué hará. La cabeza parece querer estallarle y, por momentos
la vista se le nubla y cree tener un paño negro delante de los ojos.
«Ya yo no era Presidente. Me parecía mentira; sin embargo, el caos
reinante en Palacio lo probaba de manera patente», escribe en sus
memorias y añade que en ese momento su mayor anhelo era el que un
sismo de proporciones monumentales sepultara a Cuba en el abismo del
océano o que una bomba gigantesca explotara y los borrara a todos.

Piensa, y así lo confiesa quizá de mentiritas en sus recuerdos, en el
suicidio. Con esa intención se palpa la pistola que lleva al cinto,
pero pronto abandona la idea. No cree que la situación amerite el
sacrificio de su vida. No lo escribe, pero tiene en verdad demasiado
dinero para seguir adelante. Es demasiado rico para permitirse una
debilidad como esa.

Al día siguiente, el 12, hace hoy 79 años, sale del país con destino a
Nassau, mientras que su familia, en el yate presidencial, parte desde
Varadero rumbo a Florida. Ministros, parlamentarios y jefes policiales
acompañan al dictador al aeropuerto de Rancho Boyeros, que llevaba
entonces el nombre de «General Machado», pero el avión anfibio que le
gestiona el embajador de Estados Unidos dispone de solo seis plazas.
Machado es el último en abordarlo. No lleva equipaje, ni siquiera un
calzoncillo de emergencia. Pero sí ocho saquitos de lona, pesaditos,
que manipulan dos capitanes ayudantes. En ellos va parte de su
fortuna, en oro. La que puede llevar consigo, porque es mucho lo que
debe dejar en Cuba y solo en parte le será dable recuperar.

Muchos años después de su paso por Bahamas se decía allí que nunca
hubo tanto oro en Nassau como cuando estuvo Machado. El ex dictador
pasaría poco tiempo en esa ciudad. A comienzos de septiembre del mismo
año de 1933 está ya en Canadá. En Montreal se aloja, con su séquito de
ex funcionarios y cuida-cuida, en el Mount Royal, considerado entonces
el mejor hotel de la ciudad.

La prensa reportó así su llegada:

«El General bajó muy de prisa por la plancha del barco platanero que
lo trajo desde Bahamas. Pistoleros e individuos de su comitiva,
gesticulando sin cesar, lo rodearon inmediatamente. El General dio
unos pocos pasos en la tierra de su exilio y se metió en un automóvil
de alquiler que partió velozmente rumbo al hotel. Una vez llegado
subió de prisa a su departamento. Las puertas se cerraron de golpe
tras él y dos negros de enorme estatura se colocaron delante».
Está usted tan pobre…

La caja de seguridad que su esposa Elvira tenía en un banco habanero
fue sellada y confiscada por orden del presidente Grau: contenía joyas
con un valor de más de cien mil dólares y un millón de pesos en
efectivo. «Eso es un robo», declaró el ex presidente al conocer la
noticia, y sobornando a una comisión de insobornables, a los que untó
con 150 000 pesos, pudo salvar el medio millón que, a su nombre,
guardaba en otro banco.

Mientras la prensa cubana hablaba sobre su fabulosa fortuna, Machado,
al igual que haría Batista en 1959, no se cansaba de proclamar su
pobreza. Aprovechaba todas las oportunidades para desmentir los
comentarios sobre la fortuna fabulosa que se le atribuía, asegurando
que estaba «más bien pobre, como pocos en mi condición». Así recibió
en una ocasión un sobre lacrado. Ordenó que lo abrieran. Contenía esta
nota: «Como hemos sabido que está usted tan pobre, sírvase aceptarnos
esta modesta ayuda». La ayuda era de un centavo.

La prensa canadiense sigue también los pasos del dinero. Se ha
enterado de los saquitos de oro que se cargaron en el avión que puso a
salvo al ex gobernante, y habla de tesoros propios de Las mil y una
noches que cuidan los atléticos individuos que guardan las puertas de
las habitaciones de Machado en el hotel.

No quitan el ojo los periodistas al cortejo del ex mandatario. Dicen
los diarios: «El grupo de “chicos” que se vino con Machado y los que
se le agregaron aquí, pululan por pasillos, bares y comedores del
hotel consumiendo lo más caro y mejor a costa del “benemérito de la
patria cubana”».

Constituye esa corte un espectáculo exótico, recalcan los reporteros
canadienses. «Los curiosos que no cesan de observar esa comitiva
comentan la incesante afluencia de fondos que llega a Machado y a sus
íntimos, e interpretan a su gusto y antojo aquella declaración hecha a
su llegada por el ex presidente y su grupo de que apenas poseían la
suma necesaria para costear los gastos de su urgente traslado desde
Cuba», afirman los periodistas y preguntan a renglón seguido: «Si esos
emigrados cubanos carecen de medios, ¿de dónde sale el dinero para
pagar las bebidas, los opíparos almuerzos, las decenas de trajes de
los más caros que se encargaron y los demás gastos que sin tregua ni
descanso están haciendo ellos y sus partidarios en el hotel más lujoso
de Canadá?».

Machado no pasea por Montreal. Apenas sale de su habitación. El hombre
que se caracterizó por su viveza y lo rápido y oportuno de sus
respuestas y que durante ocho años tuvo a Cuba en un puño, pasa horas
y días sumido en un silencio sospechoso. Se derrumba en una butaca y
no dice palabra. Escucha, eso sí, mucha música.

Algunos de sus visitantes son de finos modales y visten
invariablemente de blanco. La escolta desconoce quiénes son y a qué se
dedican, pero el ex presidente los recibe en cuanto se anuncian y pasa
siempre un largo rato con ellos. Se rumora que son agentes de
importantes intereses azucareros y de poderosas empresas
norteamericanas y cubanas que tienen invertidos en Cuba vastos
capitales en cuya representación gobernó Machado durante los años de
su ominosa dictadura.

El gran capital norteamericano había respaldado su elección en 1925.
Diría él mismo en sus memorias, con un desparpajo y un cinismo fuera
de serie, que en aquella postulación frente al general Menocal, que
aspiraba también al poder, «a mí se me miraba con indiferencia.
Tentado estuve de renunciar a la lucha, más en el momento crítico la
mano poderosa de Laureano Falla Gutiérrez (el hombre más rico de la
Cuba de entonces) vino en mi ayuda y Clemente Vázquez Bello distribuyó
el dinero de manera definitiva para ganar unas elecciones en que el
voto popular espontáneo nada decidió. Gané pues por dinero, y por
dinero español, luego nada tengo que agradecerle a Cuba».
Duro e impasible

En su lujoso apartamento del hotel Mount Royal —siempre con las
cortinas echadas, lo que sume al recinto en una suave penumbra— lo
visitan además reporteros de los principales periódicos del mundo.
Machado es un buen anfitrión o lo aparenta. Quiere que los que lo
visitan se lleven la impresión de que hace bien los honores de dueño
de casa. Él mismo prepara y sirve los tragos con los que agasaja a sus
visitantes, y cuando todos tienen ya su copa en la mano, toma asiento
y no se mueve más. Ignora las preguntas que se le formulan o, mejor,
responde a estas lo que le conviene. Aun así, insiste en fingirse una
persona agradable. Ensaya una que otra sonrisita, pero no son
precisamente expresiones de placidez, sino que se explayan en una
mueca.

Prefiere conversar sobre Canadá. «Es un país hermoso y los canadienses
son muy simpáticos», comenta sin que nadie se lo pregunte. Precisa:
«Es una nación a la que quiero mucho». En verdad, no sabe nada sobre
ese país ni sobre su gente. Ni le interesa.

¿Acerca de Cuba? ¿Sobre sus planes? Son interrogantes que quedan en el
aire. Hace ver que ya no le entusiasma el tema. Pero está informado
sobre la situación de la Isla más de lo que sus interlocutores
sospechan. ¿Conspira? ¿Tratará de recuperar el poder?

La carrera política del ex dictador, en opinión de muchos, ha
terminado. No son pocos los observadores y analistas que piensan que
con el golpe de Estado del 4 de septiembre protagonizado por un
sargento llamado Batista y el ascenso de Ramón Grau San Martín a la
Presidencia se desvanecieron de manera irremediable los últimos
vestigios de una posible restauración del machadato.

Con una indiferencia de piedra recibe Machado en Montreal las noticias
que llegan de la Isla. Sin embargo, gente como sus ex ministros
Octavio Averhoff y Eugenio Molinet, que lo acompañaron en la huida y
siguen a su lado en Montreal, no ocultan la consternación que los
embarga desde el derrocamiento, el 4 de septiembre, del presidente
Carlos Manuel de Céspedes, la quinta rueda del carro de la injerencia
de Washington en La Habana.

Averhoff y Molinet no se dejan engañar por la máscara de indiferencia
con la que el ex dictador quiere ocultar sus sentimientos. Conocen a
Machado demasiado bien para descubrir en lo que no dice sus
pretensiones de recuperar el poder. Tanto ellos como el ex mandatario
abrigan buenas razones en qué fundar su optimismo. Saben muy bien que
la maquinaria machadista no había sido destruida de manera que fuera
imposible rehacerla y echarla a andar. «Yo soy hombre de acción; no de
palabras», dice Machado y en esa expresión cifran Averhoff y Molinet
su voluntad de retorno.

Pero el hombre de acción nunca retornaría. Entra ilegalmente en
Estados Unidos y, perseguido por la policía de Emigración que quiere
echarle el guante, sale de Nueva York y se establece en Santo Domingo
para radicarse, sin que nadie vuelva a molestarlo, en la Florida,
donde, en la localidad de Alapata, hace sembrar, se dice, una
carrilera de palmas, que aún se conserva.

El 20 de mayo de 1935 lo sorprende en París. Es el día en que, según
él, cesaría su mandato, y un grupo de periodistas lo aborda, temprano
en la mañana, para interrogarlo sobre la realidad cubana. No quiere
responder Machado a las preguntas. Asevera que nada puede decir porque
sigue siendo el Presidente de la República de Cuba hasta las 12.
Agrega: «Ni un minuto menos».



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Ciro Bianchi Ross
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