domingo, 1 de julio de 2012

DESTITUCION DE UN PRESIDENTE


Destitución de un Presidente


Ciro Bianchi Ross
30 de Junio del 2012 18:51:46 CDT

«Hay que encerrar a Batista en los cuarteles y devolver al poder civil
todas las prerrogativas usurpadas por los militares», repetían una y
otra vez amigos y colaboradores al doctor Miguel Mariano Gómez, y el
presidente de la República, excitado en su celo civilista y con olvido
de que debía su posición al jefe del Ejército, quiso serlo de hecho y
de derecho. Duró menos de siete meses en el cargo. El Senado,
convertido en tribunal de justicia, lo juzgaba y destituía el 24 de
diciembre de 1936 y Miguel Mariano salía del Palacio Presidencial como
bola por tronera.

Fue una destitución que equivalía a un golpe de Estado. La Cancillería
norteamericana, por intermedio de su embajador en Cuba, el siniestro
Jefferson Caffery, había hecho saber a Batista la renuencia de
Washington a una asonada militar. Aceptaría, sin embargo, «una
destitución legal, conforme a las normas constitucionales vigentes».
Dicho de otra manera: el Gobierno de Estados Unidos consentiría que el
mandatario cubano fuese destituido solo mediante una fórmula
constitucional.
Vuelta a la normalidad

El año de 1935 se caracterizó por una represión sangrienta. Atentados,
ataques policiacos a la prensa, agitación estudiantil y pugnas
insalvables entre los revolucionarios de antaño precedieron a la
huelga de marzo, que fue sofrenada con saña. Se clausuró la
Universidad de La Habana, la única que existía entonces, y tanto los
auténticos como los comunistas y los seguidores de Antonio Guiteras
eran considerados al margen de la ley. Regían leyes de excepción y
funcionaban los tribunales de urgencia. Las cárceles se llenaban de
presos políticos y las embajadas, de refugiados.

El doctor Grau San Martín, que capitalizaba, al frente del Partido
Auténtico, fundado un año antes, las esperanzas de la ciudadanía, se
hallaba en el exilio, y el Gobierno posponía la convocatoria a la
asamblea constituyente por la que clamaba el país. Se promulgó una Ley
Constitucional que calcaba la Constitución de 1901 y dejaba fuera de
su texto las conquistas populares conseguidas, tras la caída de
Machado, durante el período grausista de los cien días.

Es en ese clima enrarecido en que se preparó la vuelta a la
«normalidad» con los comicios previstos a celebrarse en un inicio en
1935 y que, a sugerencia de un asesor norteamericano, se pospusieron
para enero del año siguiente. Carlos Mendieta, dócil instrumento de
Batista, por exigencias de Mario García Menocal debió renunciar a la
presidencia; lo sustituyó José Agripino Barnet Vinajeras.

Eduardo Chibás, entonces en las filas del autenticismo, decía en la
revista Bohemia: «¿Qué validez moral pueden tener unas elecciones que
prescinden de la voluntad, expresa o tácitamente manifestada, de un
millón cuarenta y cuatro mil electores? ¿Qué elecciones son estas que
se van a celebrar... con miles de presos políticos en las cárceles y
millares de cubanos en el destierro?».

Pero de otra opinión eran los políticos tradicionales, ansiosos de
llevarse el jamón. Así, para la justa electoral, el Conjunto Nacional
Cubano nominó a su caudillo natural, el general Menocal; y el Partido
Liberal, a Carlos Manuel de la Cruz, íntimo de Batista y a quien
despostuló luego para apoyar, junto al Partido Acción Republicana y la
Unión Nacionalista, a Miguel Mariano Gómez que, con el respaldo del
jefe del Ejército, se alzaría con la presidencia gracias al fraude y
con la abstención de la mayoría ciudadana.
Miguel Mariano, ¿Quién eres tú?

Miguel Mariano Gómez nació en Sancti Spíritus, el 6 de octubre de
1889. Sus estudios de Derecho coincidieron con la gestión presidencial
de su padre (1909-1913) el mayor general José Miguel Gómez. Una
enconada lucha se desataba entre liberales y conservadores. Armando
André, periodista conservador, desde su periódico El Día, atacaba
despiadamente al gobernante liberal y descendía incluso al insulto
familiar. Como José Miguel no podía responder a las vejaciones
personales, el hijo sacó la cara por los suyos y, en la Acera del
Louvre, agredió a tiros al periodista, que salió ileso del atentado.
Perpetró la agresión con dos revólveres Colt 44. Por eso, a partir de
ahí, los caricaturistas popularizaron a Miguel Mariano armado siempre
de una pistola que lucía una etiqueta con el número 88. Dígito que
asumió como suyo a lo largo de su vida, pues hasta su auto particular
tenía en la chapa el número 8888. En la «bola», el 88 es «muerto
grande» y «gusano» y también «Miguel Mariano», mientras que el 45 es
«presidente», «tiburón» y también «José Miguel». Son los únicos
mandatarios cubanos presentes en el popular juego de azar.

Durante un año y 11 días guardó prisión, junto a su padre, en el
Castillo del Príncipe, tras los sucesos de La Chambelona (1917). Su
actitud fue ejemplar en la Cámara de Representantes, para la que
resultó electo en tres ocasiones: no admitió nunca gajes ni prebendas.
En 1926, por abrumadora mayoría de votos, conquistó la Alcaldía de La
Habana que ocupó hasta 1930 cuando Machado, temeroso de que Miguel
Mariano fuera reelecto, suprimió el Ayuntamiento habanero y lo
sustituyó por un llamado Distrito Central.

Mereció el título de Alcalde Modelo. Fueron obras suyas la llamada
Maternidad de Línea y el hospital infantil de la calle G, el
dispensario de Piel y Sífilis y el mejoramiento de casas de socorro,
creches y cuarteles de bomberos, así como la restauración del Palacio
de los Capitanes Generales, El Templete y la Plaza de Armas, que
recobraron su aspecto colonial. Dejaría cuatro millones de pesos en
las arcas del Ayuntamiento al cesar en su cargo.

Acusó directamente a la Policía machadista de la brutal represión del
30 de septiembre de 1930 y la muerte de Rafael Trejo, y protegió a
Pablo de la Torriente Brau, herido ese día, permitiendo que
permaneciera internado en el hospital municipal de Emergencias durante
un mes a fin de librarlo de la cárcel. Sus discrepancias con la
tiranía de Machado lo llevaron al exilio. Regresó a Cuba a la caída
del tirano y fue alcalde de facto de La Habana durante un año. Cuando
la huelga de marzo de 1935 —entregado ya a la organización de su
partido Acción Republicana— fue el único líder político que trató de
suavizar la represión militar. Accedió a la presidencia de la
República el 20 de mayo de 1936.

Destituido, salió al extranjero. Regresó a la palestra en 1939 cuando
obtuvo un acta de delegado a la Convención Constituyente de 1940. En
ese mismo año aspiró a la Alcaldía y fue derrotado por Raúl Menocal,
el hijo del viejo adversario de su padre. Pronto Miguel Mariano
sorprendió al país al anunciar, en plena juventud política, su
retirada de la vida pública. Se reintegró a los asuntos propios de su
bufete y aceptó la presidencia de la Asociación de Ganaderos, a la que
renunció por no prestarse a los manejos especuladores de algunos de
sus miembros en días de la Segunda Guerra Mundial. Enfermó gravemente
y los médicos recomendaron una intervención quirúrgica. Todo fue en
vano. Falleció en La Habana, el 26 de octubre de 1950.
Se rompen las hostilidades

Miguel Mariano entró en contradicción con el coronel Batista cuando,
antes de asumir la primera magistratura, conformó su gabinete sin
consultar al jefe del Ejército. Luego, decidido a gobernar con plenas
facultades, trató de eliminar las prebendas de que disfrutaban los
militares en la Renta de Lotería y se opuso a que el Coronel
implantase, al margen de las secretarías (ministerios) de Defensa,
Educación, Salubridad, Obras Públicas y Agricultura, consejos
corporativos autónomos de esas disciplinas, regidos por gente de su
confianza. Los asesinatos políticos agravaron la situación; el
mandatario no estaba dispuesto a soportarlos pasivamente. Batista
entonces movió sus peones de mano maestra: se aseguró una mayoría
congresional adicta.

Fue así que Batista trató de pasar en el Congreso la ley que
establecía un impuesto de nueve centavos por cada saco de azúcar
producido en el país. Dinero que se destinaría, dijo, a la
construcción de 3 000 escuelas rurales y al sostenimiento de los
llamados institutos cívico militares. El Senado aprobó la ley, pero en
la Cámara no corrió igual suerte porque en dos ocasiones hubo negativa
a que los batistianos la pasaran con suspensión de preceptos
reglamentarios. Los comités legislativos del Partido Liberal y de
Acción Republicana acordaron, por instrucciones de Miguel Mariano,
negarle su apoyo, so pena de expulsar a aquellos de sus componentes
que decidieran lo contrario. Aun así, la mayoría adoptó el acuerdo de
que la ley se discutiera en sesión extraordinaria, el 18 de diciembre.
Batista, a la sazón en el término pinareño de Mantua, celebraba
reuniones conspirativas y advertía a los congresistas de que, si no la
aprobaban, marcharía sobre La Habana con tropas a su mando. El
Ejército fue acuartelado, su jefe se hacía recibir en triunfo en
diversas localidades pinareñas y se echaba a correr el rumor de que la
caída del Presidente era cuestión de horas. En el país, la inquietud
crecía por momentos. El comandante Jaime Mariné, cúmbila de Batista,
reunía a los congresistas en el campamento de Columbia y les concedía
72 horas para que destituyesen a Miguel Mariano. En caso contrario,
advertía, el Congreso sería disuelto. Visitaba al embajador Caffery.
«Solo aceptaré una fórmula constitucional para destituir al
Presidente», anunciaba el diplomático.

En definitiva, la Cámara aprobó la ley y el documento pasó al
Presidente. Dijo Miguel Mariano que la estudiaría, pero que se sentía
tentado a vetarla porque la estimaba un precedente fascista. Precisó
que era a la secretaría de Educación a la que correspondía edificar
escuelas y al maestro, y no al soldado, a quien competía formar a la
niñez. La mención al veto —facultad constitucional del Presidente— fue
el disparador que llevó a los batistianos a urdir el proceso
acusatorio contra el mandatario. Lo acusaron de coartar el libre
desenvolvimiento del Poder Legislativo.
El proceso

Escenas bochornosas se presenciaron en el Capitolio. Mariné y otros
oficiales, seguidos por numerosos soldados, buscaban a los
legisladores para comprometerlos y obligarlos en la acusación al
Presidente. En la Cámara, la moción fue aprobada por 111 diputados
sobre 45 y enseguida ese cuerpo colegislador designó a los acusadores.
Era el 21 de diciembre. El 23 se reunía el Senado bajo la presidencia
del titular del Tribunal Supremo. Conocedor de toda la trama, Miguel
Mariano se negó a asistir al juicio. A la pregunta de un
parlamentario, el Presidente del Supremo negó que existieran pruebas
que calzaran la acusación contra el mandatario, y las palabras de José
Manuel Gutiérrez, senador por Matanzas, que lo defendía, cayeron
entonces, implacables, sobre las cabezas inclinadas de los conjurados.
Dijo: «La falsa acusación al Señor Presidente no es la determinación
espontánea de la voluntad libérrima de los representantes que integran
este cuerpo, sino la resultante de la apariencia de legalidad con que
pretende revestirse un golpe militar fraguado en los cuarteles…».

Ni modo. Miguel Mariano fue encontrado culpable. A las 12:30 del 24 de
diciembre, después de haber acopiado las sentencias redactadas por los
senadores Saladrigas y Alonso Pujol, se reanudó la sesión del Senado.
Como su presidente observaba la vacilación de algunos congresistas,
ordenó que cerraran las puertas del hemiciclo y puso su pistola sobre
la mesa. Gritó: «A mí me embarcaron en esto y no toleraré que se me
abandone». La sentencia fue sometida a votación dentro de un ambiente
hostil. A favor de la destitución del mandatario votaron los senadores
Agustín Acosta, Alfredo Hornedo, Calvo Tarafa, Justo Luis del Pozo…
También dio su voto favorable Luis Caíñas Milanés, que hasta días
antes había sido pareja del mandatario en los torneos de dominó que se
organizaban en Palacio. De 34 senadores presentes, 22 votaron en
contra de Miguel Mariano y los otros, resistiendo las presiones de
oficiales y soldados apostados en los pasillos del Capitolio, salvaron
su responsabilidad.

Apenas supo la noticia de su destitución, Miguel Mariano Gómez
abandonó la mansión del Ejecutivo y se dirigió a su residencia
particular, en Prado y Trocadero, donde dedicó varias horas a redactar
un manifiesto a la nación. Ningún periódico se atrevió a publicar el
documento. Federico Laredo Bru, vicepresidente de la República, ocupó
la primera magistratura.

















-- 
Ciro Bianchi Ross
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